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Manuel Talens

Penas y lágrimas

MANUEL TALENS

Pasqual Maragall, el candidato socialdemócrata a la Generalitat Catalana, acaba de crear un falso debate. "Por un principio de equidad no trasvasaré una sola gota del Ebro a la Comunidad Valenciana", ha dicho, "porque allí despilfarran el agua". Eso, en mi diccionario, se llama populismo, pues la región que pretende presidir, Cataluña, tampoco practica política alguna de ahorro del agua. Da pena escucharlo.
Veamos las quejas de quienes están al otro extremo del caño: el Consell valenciano le responde airado que el trasvase consumirá menos energía que si se construyesen desaladoras del agua del mar. Ahora resulta que al Consell le preocupa el gasto energético, pero silencia que para mantener el flujo necesitará una gigantesca central de 1.000 Mw, que bombee el tremendo chorro a través de montañas y desniveles, a lo largo de cientos de kilómetros. Esto, más que pena, lo que da es ganas de llorar.
Todo es pura demagogia: nadie en ambos lados discute la incongruencia de un crecimiento económico ilimitado cuando la lluvia de una región es exigua, como en la cuenca mediterránea. Lo que esta pelea entre políticos profesionales deja ver es que el agua -un bien escaso aquí- es indispensable para mantener el nivel de vida capitalista y el crecimiento económico del 3% anual que necesita cualquier gobierno que desee sacar un aprobado en consumismo.
La llegada de ese maná adicional que es el agua del Ebro creará en apenas una o dos generaciones más campos de golf, más turismo, más cultivos de regadío en nuestro secarral, más asentamientos humanos de jubilados... y dará lugar a una explosión demográfica artificial que será permanente e irreversible, que demandará más agua y más energía, y así en un ciclo perpetuo, pues la lógica de la sociedad de consumo no tiene marcha atrás.
Peor aún, a nuestros políticos no parece importarles que tal crecimiento hará que se disparen sin remedio las emisiones gaseosas de efecto invernadero, pues la energía de la megacentral eléctrica provendrá de quemar más petróleo o gas carbón -combustibles cuyas emisiones están destruyendo el planeta-, o bien uranio, cuyos residuos mortíferos duran miles de años. Y omiten mencionar que en la Comunidad Valenciana la contaminación está ya cuatro veces por encima de la que permite el Protocolo de Kioto, como acaba de señalar la revista World Watch.
Al igual que los dogmas católicos, el crecimiento continuo no se cuestiona: es un mandamiento de la Santa Iglesia del Progreso Infinito. Pero, ay, ¿qué pasará si un día se interrumpe el motor que moverá el trasvase de agua? Al fin y al cabo, las proezas tecnológicas, cuando como ésta van contra natura, son algo tan fortuito que, una vez en marcha, nos dejará a la merced de terroristas, guerras o simple agotamiento físico de combustibles fósiles, condenados para siempre a vigilar que no se rompa el pretencioso juguetito, como les sucede a los holandeses con sus diques. Los atentados de la resistencia iraquí contra las líneas de suministro petrolífero son una señal de lo que nos podría ocurrir.
¿Aparecerá alguna vez un político -desde luego no profesional- capaz de llamar a las cosas por su nombre, que prometa decrecer y planifique el decrecimiento de la forma más organizada posible, antes de que sea demasiado tarde?