William Osgood, Bill, no le quitaba el ojo a la calzada. Respetaba el paso de peatones, reducía la velocidad ante la luz amarilla y, en las paradas, retenía el autobús con un pie en el freno. Se fijaba en los pasajeros rezagados que podrían intentar colarse sin pagar. En cada parada, miraba su reloj para ver si no iba con retraso.
Algunos chóferes más viejos le tomaban el pelo por su puntualidad. «Llegarás a tiempo a tu entierro», se reían.
«Pueden reírse todo lo que quieran», refunfuñaba Bill. «Ellos no han estado trece meses sin trabajo. Ya se nota que no son temporales.»
Aquella mañana se cumplía la semana número veintiséis desde que estaba a prueba. Al final de la jornada entraría en plantilla o lo dejarían fuera. Llegó a la terminal central media hora antes que de costumbre.
–Va a hacer mucho calor –había comentado la mujer de Bill–. ¿No prefieres una camisa de manga corta?
–No, así estoy bien –Bill prefería el uniforme–. «¿Quién sabe lo que podría decir el supervisor?», pensó para sus adentros.
Ya en la terminal, fichó y se acercó a su autobús. Entonces, oyó la voz del supervisor:
–Bill, hoy le he cambiado el trayecto, porque Clancy está enfermo. Usted hace el suyo. Aquí tiene el mapa.
–Sí, señor –rió con nerviosismo–. No hay problema alguno.
–Más vale que empiece ya –dijo el supervisor mientras Bill echaba un vistazo al mapa–. El trayecto de Clancy pasa por el centro de la ciudad.
–Este Clancy no ha podido escoger un día peor para ponerse enfermo –dijo Bill entre dientes. Arrancó el motor y miró el mapa.
–Es mi último día como temporal. Si consigo que todo salga bien, estoy seguro de que me darán el trabajo. De todas maneras, el supervisor habrá apreciado el modo en que he aceptado la nueva asignación. Sin protestas ni problemas sindicales. Hostia, incluso podría sacarle provecho a la enfermedad de Clancy.
Bill se sintió mejor y se concentró en el trayecto, las paradas, los pasajeros, el reloj. A media tarde, el tráfico aumentó. El autobús avanzaba con lentitud de una parada a otra. Bill empezó a ponerse nervioso. Casi le cerró la puerta a un pasajero que estaba entrando. No se fijó en su cara, pero sí en la frágil mano que temblaba al depositar las monedas en la caja. Vio por el espejo retrovisor que era un anciano obeso, que avanzaba despacio hacia el fondo del autobús, demasiado despacio, pesadamente. Bill arrancó de la parada y el hombre se dejó caer como un fardo en el asiento. Los semáforos cambiaban antes de tiempo, los jodidos taxistas le cortaban el paso, los peatones atravesaban la calzada por cualquier sitio. Bill los maldijo a todos entre dientes.
–Diez paradas más y termino –apretó los labios y siguió adelante.
–¡Eh, chófer, hay un hombre enfermo! –gritó alguien desde atrás.
Bill hizo como si no lo hubiera oído. Unos segundos más tarde, cuando el autobús paró para recoger a unos cuantos pasajeros, una mujer mayor se le acercó al salir.
–Debería llevarlo al hospital, está muy mal. Ese hombre gordo respira con problemas y tiene los ojos abiertos de par en par.
–Gracias, señora –Bill le sonrió automáticamente.
La mujer se sobresaltó por la sonrisa y se bajó.
Miró su reloj. «Tres minutos de retraso». Volvió a arrancar y casi le dio a un taxi que se metía en el carril del autobús.
–¡Eh, maricón!, ¿te crees que la calle es tuya? –una cara morena se asomó del taxi y lo miró malamente.
A Bill le hubiera gustado contestarle o, mejor aún, partirle la cara. Pero apretó el volante.
–¡Eh, señor, este hombre ha dejado de respirar! –vociferó un jovenzuelo.
Varios pasajeros miraban al gordo derrumbado en su asiento, a la espera de ver lo que haría Bill.
–Tiene que hacer algo, oiga. ¡Me parece que está muerto!
–Sí, señor, voy a llevarlo a la terminal. Allí tienen una ambulancia –respondió Bill mientras llegaba a otra parada.
Subieron tres pasajeros.
«Dos paradas más», se dijo Bill. «Sólo llevo dos minutos de retraso».
A la siguiente parada, el joven que había gritado se levantó para bajarse.
–Eh, tío, está usted paseando un cadáver. ¿Ha pensado alguna vez en trabajar en una funeraria?
Bill apretó los labios. «¿Qué sabrá este punk? A mí me pagan por recoger y transportar pasajeros. Vivos o muertos, tienen que llegar a tiempo.»
Llegó a la terminal, se bajó y le dijo al supervisor que traía «un pasajero enfermo». Llamaron una ambulancia, pero estaba claro que se trataba de un cadáver.
Al día siguiente, los familiares del muerto contrataron a un abogado cuando supieron que había fallecido en el autobús. El abogado puso un aviso en el periódico para ponerse en contacto con los pasajeros.
La empresa de autobuses decidió investigar el caso. El supervisor llamó a Bill a su oficina.
–¿Qué pasó, Bill? ¿Hizo usted algo que se pueda interpretar como la causa de la muerte?
¡No, señor! –contestó Bill de inmediato–. Yo sólo cumplí con mi obligación. Llegar a tiempo, como siempre.
Bill se sobresaltó por la pregunta.
«Yo no hice nada. Aquel gordo probablemente había fumado, bebido o comido demasiado. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?», pensó para sí.
–El abogado va a hacerle preguntas. Asegúrese de que le dice justo lo que hizo y no nos mezcle con ese cadáver –al supervisor le preocupaba la posibilidad de un pleito–. Vamos a tener que retrasar la decisión sobre su trabajo hasta que se aclare este asunto. Pero todavía puede seguir un poco más como temporal.
–Sí, señor, gracias –Bill se alejó.
«¿Por qué tuvo Clancy que ponerse enfermo mi último día? ¿Por qué el gordo la palmó en mi último trayecto?». Le daba rabia.
Hubo un juicio. La anciana declaró.
–No paró. No hizo nada. Aquel hombre se murió en su asiento y él siguió conduciendo, como si nada –dijo con indignación.
El joven juró que paró por lo menos una docena de veces mientras el tipo se asfixiaba.
El abogado llamó a Bill a declarar.
–¿Oyó usted a los pasajeros que le decían que había un hombre muriéndose en el autobús?
–Sí, señor.
–¿Por qué no lo llevó a un hospital o paró el autobús para llamar una ambulancia?
–Pensaba hacerlo, señor, una vez que hubiera llegado a la terminal.
–¿Una vez que hubiera llegado a la terminal? –el abogado fingió indignación–. ¿Había un hombre muriéndose en el autobús y usted pensó en vender unos pocos billetes más? –miró al jurado y vio signos de dólar en sus ojos.
–Puede que a usted le parezcan unos pocos billetes de autobús, pero mi trabajo estaba en juego. Tenía que terminar el trayecto a tiempo. Son los reglamentos de la empresa. Es la única posibilidad que tenemos los temporales de entrar en nómina.
–¿Pretende decirme que en una urgencia como ésta la empresa valora más llegar a tiempo que ayudar a una persona muy enferma?
–Sí, señor, no, señor –Bill estaba confundido.
–¡Me opongo! –eyaculó el abogado de la empresa de autobuses–. No hay absolutamente ninguna prueba de que eso sea la política de la compañía. Fue una decisión del chófer. El juez pidió una explicación.
–Consideramos que fue una circunstancia muy insólita y el chófer se comportó de manera anormal. Actualmente está suspendido.
El trabajo, la pensión, el seguro de enfermedad, las vacaciones, el sueldo regular se estaban volatilizando. Bill se levantó cuando el abogado se le acercó.
–¿Está usted de acuerdo con esta declaración? –le pinchó el abogado.
–Mire, estuve sin trabajo durante trece meses. Acepté este trabajo de seis meses como temporal. Durante cinco meses y veintinueve días mi autobús estuvo siempre a tiempo. Incluso con un cadáver llegué a tiempo. ¿Qué podía hacer, llegar tarde, que me despidieran sólo porque alguien decidió morirse mi último día como temporal?
El abogado fingió simpatizar con el chófer para poder darle más duro a la empresa. Funcionó. La familia del gordo obtuvo cinco millones de dólares, el abogado se quedó con un tercio, la empresa negó cualquier responsabilidad, el contrato de Bill no fue renovado y el reportero del New York Times que escribió la historia del «chófer obsesivo que no hizo caso de un enfermo» ganó un Premio Pulitzer a la mejor historia de interés humano