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Chomsky: avasallar al mundo, la meta de EEUU
Explota Bush el miedo y el patriotismo
NOAM CHOMSKY
EXCLUSIVO EN MEXICO PARA LA JORNADA
Se arguye ampliamente que los ataques terroristas del 11 de septiembre cambiaron
el mundo en forma dramática, que nada será igual conforme se entra
a una "era de terror" -título de una colección de ensayos académicos
preparados por investigadores de la Universidad de Yale y otras personas, que
consideran que el ataque con ántrax es aún más ominoso.
Nadie duda que las atrocidades del 11 de septiembre fueran un suceso de importancia
histórica, no por su escala -por desgracia-, sino por elegir a víctimas
inocentes.
Se sabía, desde hace algún tiempo, que con la nueva tecnología
los potencias industriales perderían probablemente su virtual monopolio
de la violencia, para mantener únicamente una enorme preponderancia.
Nadie hubiera anticipado la manera particular en que tales expectativas se cumplirían,
pero se cumplieron.
Por vez primera en la historia moderna, Europa y sus vástagos fueron
sometidos, en suelo propio, a la clase de atrocidades que por rutina cometen
ellos en alguna otra parte. Revisar tal historia sería demasiado familiar,
y aunque Occidente tiende a menospreciarla, las víctimas no.
El agudo quiebre de la tendencia tradicional seguramente califica al 11 de septiembre
como un suceso histórico y las repercusiones son por cierto muy significativas.
Pero varias preguntas surgen de golpe:
1. Quién es responsable. 2. Cuáles son los motivos. 3. Cuál
es la reacción adecuada. 4. Cuáles son las consecuencias a largo
plazo.
Quién es responsable
Se ha asumido, es plausible, que los culpables son Bin Laden y su red de Al-Qaeda.
Nadie sabe mejor quiénes son ellos que la CIA que, junto con sus contrapartes
de los países aliados de Estados Unidos, reclutaron a islamitas radicales
de muchos países y los organizaron como fuerza militar terrorista, no
para ayudar a los afganos a resistir la agresión soviética, lo
cual habría sido un objetivo legítimo, sino por las usuales razones
de Estado que tuvieron sombrías consecuencias para los afganos una vez
que los mujaidines tomaron el control.
Es seguro que la inteligencia estadunidense seguía de cerca las atrocidades
de estas redes, mucho más de cerca desde que asesinaron al presidente
egipcio Anuar Sadat hace 20 años, y de manera intensa desde el atentado
que voló el World Trade Center y otros objetivos muy ambicionados por
los terroristas en 1993. No obstante, aunque sea esta la investigación
internacional más intensa en la historia de los servicios de inteligencia,
no ha sido fácil hallar evidencias que identifiquen a los perpetradores
de los ataques del 11 de septiembre. Ocho meses después de los bombazos,
el director de la FBI, Robert Mueller, "cree" que el complot se tramó
en Afganistán, pero se planeó e instrumentó en alguna otra
parte. Y mucho después de que la fuente del ataque con ántrax
se localizó en los laboratorios estadunidenses fabricantes de armamento,
sigue sin ser claro su origen. Esto nos indica lo difícil que será
nulificar en el futuro los actos terroristas dirigidos contra los ricos y los
poderosos. Sin embargo, pese a lo débil de la evidencia, la conclusión
inicial en torno al 11 de septiembre podría ser correcta.
Cuáles son los motivos
La academia es virtualmente unánime en situar a los terroristas en su
mundo, lo cual en su opinión empata con sus acciones durante los últimos
veinte años: el objetivo, dicen, es arrojar a los infieles de las tierras
musulmanas, derrocar a los gobiernos corruptos que ellos imponen y mantienen,
e instituir una versión extremista del Islam.
Al menos para quienes esperan reducir la probabilidad de futuros crímenes
de naturaleza semejante, lo más significativo son las condiciones de
contexto de las que surgieron las organizaciones terroristas, lo que proporciona
una amplia reserva de entendimiento compasivo hacia algunos segmentos de su
mensaje, incluso de parte de algunos que los desprecian o los temen.
Para ponerlo en el tono plañidero de George Bush: "¿Por qué nos
odian?" La pregunta no es nueva y las respuestas no son difíciles de
hallar. Hace 45 años el presidente Eisenhower y su equipo discutían
lo que él llamaba "la campaña de odio contra nosotros" en el mundo
árabe, "no de los gobiernos sino de la gente". El motivo principal, advertía
el Consejo de Seguridad Nacional, proviene de haberse dado cuenta que Estados
Unidos respalda a gobiernos corruptos y brutales que bloquean la democracia
y el desarrollo, en aras de la preocupación por "proteger sus intereses
petroleros en el Medio Oriente". El Wall Street Journal encontró
casi lo mismo cuando indagó en las actitudes de los musulmanes occidentalizados
después del 11 de septiembre: sentimientos que hoy son exacerbados por
las políticas específicas de Estados Unidos en torno a Israel-Palestina,
e Irak.
Los comentaristas prefieren, por lo general, una respuesta más reconfortante:
su rabia está anclada al resentimiento de nuestra libertad y nuestro
amor por la democracia, a sus fracasos culturales que datan de siglos, a su
incapacidad de formar parte de la "globalización" (en la cual participan
felices), y a otras deficiencias semejantes. Respuesta reconfortante, pero nada
sabia.
Cuál es la reacción adecuada
Las respuestas son debatibles, sin duda, pero por lo menos tendrían que
empatar con las más elementales consideraciones morales: específicamente,
¿si una acción es, para nosotros, correcta, es correcta para los demás;
si es incorrecta para los otros, es incorrecta para nosotros? Quienes rechazan
esa consideración declaran llanamente que los actos los justifica el
poder; puede entonces ser ignorada en cualquier discusión que aborde
lo apropiado, lo correcto o equivocado de una acción. Uno se preguntaría
entonces qué queda de la avalancha de comentarios (los debates acerca
de la "guerra justa" etcétera) si adoptamos este criterio simple.
Ilustremos el punto con algunos casos incontrovertibles. Han pasado cuarenta
años desde que el presidente Kennedy ordenó tender "los terrores
de la tierra" sobre Cuba hasta que su liderazgo fuera eliminado, una vez perdidos
los modales ante la exitosa resistencia a la invasión patrocinada por
Estados Unidos.
Los terrores fueron muy serios, y continuaron entrados los noventa. Veinte años
han transcurrido desde que el presidente Reagan lanzó una guerra terrorista
contra Nicaragua, perpetrando bárbaras atrocidades y vasta destrucción,
con el resultado de decenas de miles de muertos y un país arruinado --tal
vez sin recuperación posible-- lo que condujo también a que la
Corte Mundial y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas condenaran por terrorismo
internacional a Estados Unidos (resolución que vetó dicho país).
Pero nadie cree que Cuba o Nicaragua tuvieran el derecho a poner bombas en Washington
o Nueva York, o a asesinar a líderes políticos estadunidenses.
En fin, sería muy fácil agregar casos más severos que llegan
hasta el presente.
Para aquellos que aceptan las más elementales consideraciones morales,
es difícil demostrar que Estados Unidos y Gran Bretaña estuvieron
en lo justo al bombardear a los afganos para forzarlos a entregar a personas
que Estados Unidos sospecha que cometieron actos criminales. Este fue el objetivo
oficial de la guerra, anunciado por el presidente cuando comenzó el bombardeo.
O que derrocaran a sus gobernantes, objetivo de guerra anunciado semanas más
tarde.
El mismo criterio moral es aplicable a propuestas más matizadas de lo
que entraña una respuesta apropiada a las atrocidades terroristas. El
reconocido historiador de asuntos militares anglo americano, Michael Howard,
propuso "una operación policial conducida bajo los auspicios de Naciones
Unidas... en contra de una conspiración criminal, para perseguir a sus
miembros y traerlos ante una corte internacional en la que enfrenten un juicio
justo, y de encontrarlos culpables, se les aplique la sentencia adecuada" (Guardian,
Foreign Affairs). Suena razonable, pero cuál sería la reacción
si sugiriéramos que dicha propuesta se aplicara universalmente. Sería
impensable, despertaría enfurecimiento y horror.
Preguntas semejantes surgen en torno a la "doctrina Bush": "el golpe previsor"
contra presuntas amenazas. Hay que recordar que la doctrina no es nueva. Casi
todos los planificadores de alto nivel son restos del gobierno de Reagan que
argumentaban entonces que el bombardeo de Libia era justificado bajo la premisa
de Naciones Unidas de "la autodefensa contra un ataque futuro". Los planificadores
de Clinton aconsejaban una "respuesta disuasiva" (incluido el primer ataque
nuclear). Y la doctrina en cuestión tiene antecedentes más remotos.
Lo que es novedoso, sin embargo, es la afirmación cruda de tal derecho,
y no es secreto contra quién se dirige la amenaza. El gobierno y los
comentaristas se esfuerzan en expresar a voz en cuello que pretenden aplicarle
dicha doctrina a Irak.
El elemental criterio de universalidad, por lo tanto, parecería justificar
que Irak lanzara un terrorismo disuasivo contra Estados Unidos. Por supuesto,
nadie acepta este supuesto. De nuevo, si estamos dispuestos a adoptar principios
morales elementales, nos surgen preguntas obvias y deberemos enfrentar a quienes
pregonan o toleran la versión selectiva de la doctrina de la "respuesta
disuasiva", que otorga a los suficientemente poderosos el derecho de ejercerla
con gran desdén hacia lo que el mundo pueda pensar. El peso de las pruebas
no es leve, como lo es para quien pregona o tolera la amenaza o el recurso a
la violencia.
Hay siempre, por cierto, la salida fácil ante estos argumentos: nosotros
somos buenos, ellos son malvados. Este útil principio atropella cualquier
argumentación. El análisis de los comentarios y mucho de la academia
revela que la fuente del problema radica en ese crucial principio, que no se
argumenta, se afirma.
Ocasionalmente, pero como rareza, hay criaturas irritantes que confrontan este
principio central documentando la historia reciente y contemporánea.
Aprendemos más de las normas culturales imperantes si observamos la reacción,
y el interesante despliegue de barreras que se erigen para impedir una recaída
así en esta herejía. Nada de esto, por supuesto, es invención
de los centros contemporáneos del poder ni de la cultura intelectual
dominante. No obstante, merece atención, al menos entre los que tenemos
interés por entender dónde estamos y qué nos espera.
Cuáles son las consecuencias a largo plazo
Pensando en el largo plazo, sospecho que los crímenes del 11 de septiembre
acelerarán tendencias que ya tienen trecho recorrido: la doctrina Bush
que acabo de mencionar ilustra el punto.
Como se predijo alguna vez, en todo el mundo los gobiernos tomaron el 11 de
septiembre como ventana de oportunidades para instituir o escalar sus programas
de severidad o represión. Ansiosa, Rusia se unió a la "coalición
contra el terror", esperando recibir autorización para continuar sus
terribles atrocidades en Chechenia y no se desilusionó.
Alegremente, China se unió, por razones semejantes. Turquía fue
el primer país en ofrecer tropas para la nueva fase de la "guerra al
terrorismo" de Estados Unidos, en agradecimiento, como explicara su primer ministro,
por la contribución estadunidense a la campaña turca contra la
población kurda, reprimida miserablemente. Una guerra tendida con salvajismo
extremo gracias al flujo enorme de armas estadunidenses. A Turquía se
le felicita ampliamente por sus logros en estas campañas de terror estatal,
incluidas algunas de las peores atrocidades cometidas en los sombríos
noventa, y se le concedió la autoridad para proteger Kabul del terrorismo,
con patrocinio de la misma super- potencia que le ha dispuesto los medios militares
y el respaldo diplomático e ideológico para cometer sus actuales
atrocidades. Israel ha reconocido que estaría en condiciones de aplastar
a los palestinos, aún más brutalmente, con un apoyo más
firme de Washington. Y así por todo el mundo.
Las sociedades más democráticas, incluido Estados Unidos, instituyeron
medidas para imponer una disciplina a su población y para establecer
medidas impopulares con el pretexto de "combatir el terror", explotando la atmósfera
de miedo y la exigencia de "patriotismo". En la práctica, esto significa:
"Tú te callas y yo prosigo con mi agenda inexorablemente". El gobierno
de Bush utilizó la oportunidad para expandir su asalto contra la mayoría
de la población y las generaciones futuras, para servir a los obtusos
intereses corporativos que dominan su gobierno a un grado que va más
allá de la norma.
En suma, las predicciones iniciales están ampliamente confirmadas.
Uno de los logros principales es que por primera vez Estados Unidos tiene bases
importantes en Asia central. Estas son cruciales para posicionar favorablemente
a las multinacionales estadunidenses en el "gran juego" actual por controlar
los considerables recursos de la región, pero también para completar
el cerco que tiende sobre los mayores recursos energéticos del mundo,
situados en la región del Golfo. El sistema de bases estadunidenses que
tiene en la mira al Golfo se extiende del Pacífico a las Azores, pero
la base más útil antes de la Guerra de Afganistán fue la
de Diego García. Ahora, su situación ha mejorado tanto que si
se considera apropiada una intervención, su despliegue será mucho
más fácil.
El gobierno de Bush percibe esta fase de la "guerra contra el terrorismo" (que
de tantas formas replica la "guerra contra el terrorismo" declarada por el gobierno
de Reagan de veinte años atrás) como la oportunidad para expandir
sus ventajas militares, ya de por sí avasalladoras, al resto del mundo,
para después pasar a otros métodos que le aseguren el dominio
global.
El pensamiento del gobierno estadunidense fue expresado con claridad por sus
altos funcionarios cuando el príncipe Abdullah de Arabia Saudita visitó
Estados Unidos en abril. Su propósito era hacerle ver al gobierno que
debía prestar más atención a las reacciones del mundo árabe
ante el respaldo tan fuerte que otorgaba al terror y la represión israelí.
Se le contestó que, en efecto, a Estados Unidos no le importaba lo que
los otros árabes pensaran. Según lo reportó el New York
Times, uno de los funcionarios aclaró: "si le pareció que
estábamos fuertes en la Tormenta del Desierto, ahora somos diez veces
más fuertes. Esto fue para darle una idea de lo que Afganistán
significaba en cuanto a nuestras capacidades". Un viejo analista en asuntos
de defensa lo glosó con simpleza: otros "nos respetarán por nuestra
rudeza y no se meterán con nosotros". Esa postura tiene por igual muchos
precedentes históricos, pero a partir del 11 de septiembre cobra renovada
fuerza.
No contamos con documentos internos, pero es factible especular que tales consecuencias
eran uno de los objetivos primordiales del bombardeo de Afganistán: advertirle
al mundo de lo que es capaz Estados Unidos si alguno se pasa de la raya.
El bombardeo de Serbia tuvo motivos semejantes. Su objetivo principal fue "asegurar
la credibilidad de la otan", como nos explicaron Blair y Clinton --y no se referían
a la credibilidad de Noruega o Italia, sino a la de Estados Unidos y la de su
mayor cliente militar.
Esto es asunto común en el arte de gobernar y en la literatura de las
relaciones internacionales; y tiene sus razones, como nos revela la historia
ampliamente.
Para terminar, los aspectos básicos de la sociedad internacional parecen
continuar como estaban, pero sin duda el 11 de septiembre indujo cambios. En
algunos casos, las implicaciones son importantes, pero no muy prometedoras.
Traducción Ramón Vera Herrera
© Noam Chomsky. Este capítulo se integrará a la segunda edición
del libro 11 de septiembre (New York: Seven Stories Press, 2002). Fue
publicado orginalmente en la edición de septiembre de 2002 de la revista
Aftonbladet en Suecia