Autogestión productiva y asambleismo
Segunda parte; ¿Y el Estado?
Por Luis
Mattini / La Fogata
arnolkremer@lafogata.org
Me parece adecuado empezar esta segunda parte
citando el párrafo final del artículo de Mabel Thwaites Rey: "Debemos
caminar permanentemente en esa tortuosa contradicción de luchar contra
el Estado para eliminarlo como instancia de desigualdad y opresión, a
la vez luchamos para ganar territorios en el Estado, que sirvan para avanzar
en nuestras conquistas"
(Ver "Autogestión social y nuevas formas de lucha":
http://www.lafogata.org/opiniones/izq_autonomia.htm
5 de junio 2003)
Excelente propuesta, pero para ello es menester desmitificar el Estado Nacional.
Tanto el mito populista que asume como verdadera la supuesta función
del Estado de servir al "interés general", como la hipocresía
antiestatista del liberalismo que lo "achica" o "agranda"
según los intereses de la libre circulación de la mercancía.
Es admitido que el Estado no es neutral, sabemos que es una instancia esencialmente
clasista cuya función consiste en asegurar las relaciones sociales desiguales
que se metamorfosean en lo jurídico como "igualdad ante la ley".
En esto se puede ser taxativo: si las relaciones sociales fueran iguales no
habría necesidad de Estado, como no lo hubo en la comunidad primitiva.
Corolario: esto reafirma lo visto en la primera parte de esta nota: no puede
existir socialismo estatal.
Sin embargo, el Estado contiene una contradicción entre su papel esencial
como máquina de dominación asegurando el funcionamiento de la
sociedad desigual y su ficción de representar el interés general.
Por eso tiene razón Mabel Thwaites Rey cuando propone: "…aprovechar
la apelación al "interés general" que justifica la existencia
del Estado para arrancar medidas, para imponer instituciones que preserven el
interés de las clases subalternas"
Hasta aquí no habría, creo, demasiada discusión en
el campo popular: El problema aparece al momento de ponernos en marcha, sobre
todo si tenemos en cuenta las resultantes históricas de "participación
popular" en el gobierno.
En primer lugar conviene observar dos instancias en el Estado: la primera, el
aparato burocrático permanente, "personal de planta", los técnicos,
como máquina que, sin perder su función de aseguradoras de la
estabilidad social desigual, crea sus propios intereses de existencia. Es decir,
el Estado es una máquina de dominación impersonal, no obstante,
sus piezas no son de hierro, son personas (funcionarios) y esas personas tienen
sus intereses individuales y corporativos. Sobre todo corporativos. Desde el
ordenanza hasta el Juez, desde el chofer hasta el Escribano General de la Nación.
Esta estructura es formidable y tiene plena conciencia "inconsciente",
vaya la contradicción, de su ser y de la acción común en
defensa de su propio cuerpo por encima de su papel impersonal sobre conjunto
de la sociedad y entrelazado con ésta.
La segunda; los funcionarios transitorios y sus equipos, es decir, la personas
elegidas para conducir los periodos marcados por la constitución, vulgarmente
hablando, los "políticos", desde el presidente de la república
hasta el último militante del partido contratado como "asesor".
Ambos grupos humanos que mueven esa maquinaria tienen, repito, dentro de la
función específica del Estado, intereses grupales como un fin
en sí mismo que no responden sólo, ni a la ficticia función
del "interés general" ni a la efectiva función de garantizar
el capitalismo como sistema. Unos están motivados por los intereses corporativos
permanentes ya mencionados y los otros por la "reglas de la política",
que les obliga a tejer relaciones en vistas al próximo período
como garantía de la existencia de la especie. Ambos grupos se comportan
de ordinario en una combinación entre sinceras motivaciones "patrióticas"
y la defensa propia. (Desde luego que en este análisis no se tiene en
cuenta la corrupción en el sentido de la burda venalidad)
Huelga agregar que me refiero a todas las instancias del Estado, a los tres
poderes, desde el gabinete del Poder Ejecutivo, pasando por Defensa y Seguridad
Interior hasta Sanidad y Educación y los organismos autárquicos.
Además, y esto es lo importante, ambos grupos se desconfían mutuamente.
Por eso, modificar la estructura permanente del Estado ha sido la labor más
difícil de cualquier político con intenciones renovadoras.
En segundo lugar se hacen imprescindibles algunas consideraciones sobre la relación
entre la gestión y la política. La palabra gestión fue
puesta de moda y degradada por la nefasta experiencia del FREPASO en la Argentina
quien pretendió reemplazar la política por la gestión.
Pero ya que la usamos porque está en boga, convengamos que es sinónimo
de administración: manera de utilizar los recursos.
Por otro lado no debemos hacer definiciones estancas en cosas que no pueden
separarse. Porque no es posible separar la gestión de la política
y viceversa. Y este concepto no lo podría explicar mejor que de la siguiente
manera: "Entre política y gestión existe una relación
paradojal de reenvíos y reenlaces mutuos, pero que en ningún caso
pueden establecer un juego a partir del cual una logre suplir o eliminar a la
otra" ( Miguel Benasayag y Diego Sztulwark, "Política y Situación")
Esta definición de ambos términos en su relación no
es baladí, porque la gestión siempre intentó e intenta
suprimir a la política. Es el hecho verificado cuando las luchas políticas
alcanzan su "materialización", en concreto cuando se accede
al "poder" ( al gobierno) cuando la gestión pretende hacerse
dueña de la situación y se apodera de la acción revolucionaria
diciendo "yo soy la revolución", para encorsetarla en la necesidad.
Los mismos hombres que en el llano se jugaron azuzando la rebeldía, el
romanticismo, la pasión, la libertad y la justicia sin límites,
puestos a administrar el nuevo estado de cosas, desde el poder, llamarán
a la "responsabilidad", a la obediencia. Y esto no podría ser
de otra manera, porque la gestión, en tanto administración de
los logros de la política, necesita de la estabilidad, es decir toma
la "ficción-real" de representar "el interés general"
El asunto es no confundir los conceptos: nuestro secretario general, ex comandante
guerrillero o héroe de la guerra de liberación, o el genial estratega
de la resistencia desde el exilio o bien el dirigente obrero combativo que accede
a cargos gubernamentales, ahora, en funciones estatales, no "hace política"
sino que ejerce la administración. Y la gestión, bueno es repetirlo,
estará siempre condicionada por la necesidad, por la simple razón
que los recursos pocas veces alcanzan para lo óptimo sin romper privilegios
o "derechos adquiridos". Recordemos entonces el consejo de Rosa Luxemburgo:
"no hacer de la necesidad virtud".
No hay "gestión revolucionaria" per se, por propia decisión,
por voluntad o por los antecedentes del gestionario, no pude haberla porque
en tal caso sería la política y se negaría como gestión.
Tal es la ley no escrita del Estado. El secreto del Estado como máquina
de dominación consiste en esa paradojal relación entre la gestión
y la política. Por ello todas las dictaduras necesitan un determinado
grado de consenso para dominar, por fuerte que sea el aparato militar represivo.
Es menester tener en cuenta, no obstante, que en determinadas situaciones concretas,
la defensa de una gestión puede ser una lucha política, lo que
no le quita a la gestión su carácter de gestión, ni significa
que la política se convierta en gestión. Ante un peligro para
el verdadero "bien común", ataque extranjero o una amenaza
que signifique retroceso de conquistas populares ganadas, la política
podría pasar por la defensa de esa gestión. .
Por lo demás, hay mejores y peores gestiones, distribuciones de los recursos
existentes más justas o menos justas ( hasta ahora nunca "justas"
sin adverbios ) diversas maneras de administrar, en cualquier caso condicionada
por la política, la que a su vez sólo puede ser ejercida por quienes
no tienen responsabilidades de gestión. Porque aunque determinado gobernante
"represente" a determinada clase, sus decisiones estarán condicionadas
por la lucha de clases. Por eso, teniendo en cuenta la estructura piramidal
de Estado, es propio decir que la gestión está "arriba"
y la política está "abajo", entendiendo el arriba y
el abajo como posiciones espaciales metafóricas y no jerarquizadas.
El Estado entonces, para nuestro pensamiento libertario, - el que se puede reconocer
tanto en cierto anarquismo como en el marxismo original - no es el lugar
de la política sino de la gestión. El Estado es impotente
en política, administra, por así decirlo la resultante de ese
entretejido social que es el poder. Impotente en política pero, claro
está, no neutral en su cometido. La política en cambio es la potencia
del "poder hacer" que activa en ese entretejido social y condiciona
la gestión. La gestión es estática, la política
es dinámica.
Si convenimos que ni política ni semánticamente se puede hablar
de "revolución estática", entonces, no hay "Estado
revolucionario", como no hay Estado de libertad, hay actos revolucionarios
y actos de libertad.
Precisamente, en esa relación paradojal de la que hablan Miguel y Diego,
el Estado, destinado a garantizar una relación social desigual, se disfraza
de "interés general". Por la misma razón el Estado,
la gestión, siempre tratará de sujetar a la política ya
que ella es por definición insaciable y una de las formas mas sutiles
de embretarla es acorralarla en la gestión.
En efecto, el Estado, la gestión, se siente saciado cuando logra
el "equilibrio social" por la forma que fuere y estas son muy variadas
( estado de bienestar, disciplinamiento por coerción económica,
represión, unificación ante la amenaza externa, paternalismo,
promesa de futuro, etc) acentuando su carácter conservador (puede ser
conservador-socialista, recuérdese los 18 años de plomo de Breznev
en la ex URSS ) la política en cambio, como arte, como subversión,
como libertad, como búsqueda de la justicia es insaciable. Porque
hasta ahora, por lo menos, la experiencia vital de la sociedad humana no ha
encontrado los límites a la justicia y la libertad y hay razones de sobra
para pensar que dichos límites no existen, es lo infinito del devenir,
el misterio de la vida. ¿Podría haber "exceso" de justicia?
¿Es esto novedad? ¿Es que después de cuarenta años de lucha se
nos dice que "ahora" pensamos así, "desencantados"
porque en Cuba, por ejemplo, las empresas turísticas, con las que logran
vitales divisas para ese país, donde disfrutan vacaciones los "progres"
argentinos ese socialismo que no supimos construir aquí, se parecen desagradablemente
a aquellas de la Cuba prerevolucionaria? De ningún modo, siempre que
consideremos eso como gestión, como consecuencia de la necesidad y no
seré yo - ya lo he dicho - quien tenga el derecho a juzgar cómo
se gestiona, como se resuelve cada necesidad concreta en la cual no puedo incidir.
No, nada de esto es esto es novedad, sólo se trata de refrescar la memoria,
tanto crear como recrear. La idea de la insaciabilidad de la política
estuvo presente siempre en el cuerpo de ideas del marxismo revolucionario. Trotsky
fue uno de sus mejores teóricos con su hipótesis de "revolución
permamente" y luego el Che es elocuente cuando con su aguda sensibilidad
afirma que las revoluciones no se estancan, o avanzan o retroceden y sobre todo
con su lapidaria sentencia que debería hacernos sonrojar cuando abusamos
de los adjetivos: "revolucionarios son los que hacen revoluciones".
Separar conceptualmente la gestión de la política sin perder de
vista su unidad - y sobre todo no dejarnos seducir por el aparente papel del
Estado como intérprete del "interés general" - permitirá
meternos a disputar los espacios estatales que propone Mabel Thwaites Rey, sin
miedo a perder la autonomía quedando coptados por su fetiche. Esto es
necesario - de necesidad - pues si bien es cierto la tendencia a la cada vez
menor independencia de los Estados Nacionales, los mismos existen y existirán
por un tiempo impredecible que podemos imaginar no corto. Por lo mismo su poder
de dominación sigue vigente y su "tolerancia" a los emprendimientos
autónomos tendrán el límite de su función como garantía
de la sociedad desigual. Sería ingenuo pensar en el arribo a la forma
comunal del socialismo por una yustaposición sistemática de cooperativas
autónomas sin la feroz resistencia de las clases dominantes.
Dicho de otra manera, por ganas que tengamos, no podemos darle un portazo al
Estado. Ignorar su poder sería suicida, desaprovechar sus recursos sería
al menos lamentable.
El problema es que, la más de las veces, el movimiento popular ha emprendido
la disputa de espacios en el Estado por la única vía que, en su
ficción de representar el "interés común", nos
permite de buena manera: la vía institucional de la democracia representativa.
Precísamente la máscara que oculta su esencia clasista: el derecho
político. De acuerdo a esta ontología del derecho burgués,
disputar espacios ha sido siempre ocupar bancas o cargos políticos de
"decisión". Por lo general la resultante ha sido y es, comportarse
como "políticos" donde - de aceptar - debería obrarse
como administradores tratando de arrancar conquistas, y encima, con harta frecuencia,
como malos administradores.
Esto es así porque se considera al Estado como el espacio donde la política
alcanza su máxima expresión, como el lugar de la acumulación
del poder, como instrumento para transformar la sociedad "desde arriba".
Acumular un supuesto "poder popular" en un ente que tiene como finalidad
amolar las aristas más agudas de la desigualdad, disimular la explotación
y la opresión, no puede ser menos que un contrasentido. De una u otra
manera se cae en la complicidad y ello explica las "traiciones" de
los ex revolucionarios o simples "progresistas" que , a la hora de
gobernar, defraudan. En el mejor de los casos, esos espacios han servido sólo
como tribuna de denuncia, la que a la vez es contrarrestada eficazmente por
lo medios y la propia corporación, quedando como resultante aparente
la igualdad ante la ley. El sistema se justifica como democrático al
permitir las disidencias populares en su seno.
De lo que se trata entonces es de arrancarle al Estado - y por medio de éste
al capital - enormes recursos creados por la comunidad, para sustentar el desarrollo
de las actividades autónomas en la base de la sociedad que, como en el
caso de las cooperativas actuales, no sólo presenten una solución
inmediata a los problemas materiales sino también experimentaciones de
nuevas formas sociales. En ese sentido toda modificación jurídico-política
que favorezca los intereses de las clases postergadas, no serán tanto
la obra de los "diputados obreros" como de motorizar la movilización
popular para que, sean del partido que fueren, dichos diputados o funcionarios,
se vean obligados a votar las leyes que interesan al campo popular. (la tan
paradigmática "ley de la silla" no fue la resultante de la
elocuencia de Alfredo Palacios para convencer a los insensibles conservadores
en las Cámaras, como lo que estaba pasando en la base de la sociedad)
Una relación política como la que estamos tratando de esbozar,
excede en mucho el simple hecho de poseer "obreros en el parlamento burgués";
se trata, en cambio, de actuar sobre la totalidad del Estado, en los tres poderes
y en sus dos planos, el aparato técnico burocrático y el aparato
político. Una especie de "infiltración" político-cultural
al Estado en todos sus rincones.
Pero para ello es imprescindible también un giro coperniano en nuestras
ideas y prácticas sobre el sindicalismo y el movimiento en el campo de
los "intelectuales orgánicos". El sindicalismo porque el Estado
está compuesto también por trabajadores agremiados. Esos sindicatos
estatales, que son muchos: (administradores, docentes, sanidad, judiciales,
en fin) deberían levantar la mirada del estrecho marco corporativista
que les hace dirigirse al resto del pueblo sólo cuando les aprietan sus
intereses, romper los compromisos con la corporación estatal y vincular
su lucha a la de los autónomos, no sólo como eventual acto de
solidaridad ante un conflicto concreto, sino como orientación perenne
hacia nuevas formas de relaciones sociales. Y la misma idea para los universitarios
y por extensión a todo el sistema educativo: De allí salen los
cuadros técnicos del aparato estatal, los futuros profesores, comunicadores,
jueces o titulares de secretarias, los funcionarios y sus diversos servicios
que luego formaran corporaciones y colegios profesionales en la defensa de sus
profesiones, como "especializados", como un fin en sí mismo,
las que constituyen relaciones de dominio conformando el entretejido social,
el consenso, que vehiculiza el aparente poder omnisciente de la burguesía.
¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Cómo se hace para romper
la larga tradición corporativa, más o menos "paraestatal"
de estas asociaciones que ejercen su dictadura sobre el conjunto de la población
de la cual son parte? Es que el giro coperniano debería empezar por nuestras
cabezas y ya hemos visto que eso es difícil porque nuestras "cabezas"
están gobernadas por la "conciencia", la que "nos piensa"
indicándonos nuestro rol, nuestro papel taylorista de "especializados",
en esas relaciones sociales que nos mantienen atados a la ontología capitalista.
(Un especialista es una persona que, dominando un arte, se dedica a una de sus
partes, manteniendo la visión del conjunto de relaciones; un "especializado",
en cambio, es aquel invento taylorista que entrena a una persona para una única
función, desconociendo el conjunto, porque esa ignorancia de la complejidad
es esencial para su eficaz función en la maquinaria)
Volvemos entonces a la primera parte de esta nota. Esa transformación
sólo puede ser intentada por una práctica social que posibilite
la libertad del cuerpo que piensa. Hoy esa práctica parece estar en ese
campo que empezando por las fábricas recuperadas, los piqueteros autónomos
y el movimiento de asambleístas se ha abierto. Una experiencia en donde
cada participante debe renovar su "curriculum" día a día
porque la desjerarquización laboral pareciera dar indicios de cómo
resolver la contradicción de la división del trabajo con la necesidad
de especialistas y no de "especializados". Es justamente, nuestra
función de "especializados" (cada uno somos especializados
en algo, aunque sea en desocupación) la que nos fija al rol, al lugar
que cada uno tiene asignado.
Cuando en la asamblea o en la fábrica recuperada nos "arremangamos"
para hacer aquello que nunca hicimos (aunque eses "nunca hicimos"
sea continuando el trabajo como especialistas, por ejemplo, yo fabricaba jabones
en una fábrica que cerró, lo que nunca se me había ocurrido
hacer es fabricar jabones sin el patrón) cuando ponemos el cuerpo en
ese desafío, el espíritu se abre a la experimentación de
aquello nunca pensado y es allí cuando la resistencia se transforma en
creación. Y quizás no sea un sueño romántico de
viejos artesanos, dejar de ser "especializados" para ser especialistas.