"MIREN COMO NOS HABLAN DEL PARAÍSO" |
El cartel de la película Amén desató gran polémica
por Annie Lacroix Riz
Eugenio Pacelli, conocido como Papa Pio XII, su pontificado en el Vaticano fue del 2 de marzo 1939 al 9 octubre de 1958.
El episcopado francés y sus voceros desataron una campaña sobre el tema del insulto que significa para los católicos de hoy una «mezcla» calificada como escandalosa.
Ciertos órganos de prensa asumen la defensa de la Iglesia de Roma siguiendo la estrategia según la cual la mejor defensa es el ataque.
«¿Cuándo se ha visto proclamar, mediante un cartel publicitario (en este caso el de la película), que Cristo era nazi?», lanza la revista La Croix (bajo la pluma de Bruno Frappat), antes de fustigar «el engaño histórico, la mentira cultural, la ofensa a la realidad que representa ese «logotipo» en que el emblema de un sacrificio se une al de los verdugos».
Ese mismo día, el diario parisino Le Figaro (bajo la pluma de Ivan Rioufol) estima que el episcopado se muestra muy flojo ante «una injuria» extraordinaria: «es indudable que la Iglesia, que tanto ha sufrido, no había sido insultada nunca con tanta violencia. ¿Tendrá que poner de nuevo la otra mejilla?
Los obispos, que han juzgado la imagen «inaceptable», no emprenderán ninguna acción judicial. Entre la libertad de expresión y el respeto a las creencias, la jerarquía religiosa quiere evitar el enfrentamiento judicial, pero su prudencia puede ser interpretada como «falta de valor».
Recordemos que a principios de los años 1960 los turiferarios más activos de Pío XII, situados a la extrema derecha, se opusieron a la presentación en Europa occidental de la obra de Rolf Hochhuth El Vicario, que tenía la audacia de describir, denunciar y mostrar la actitud pasiva del Santo Padre, en 1942, ante las acusaciones argumentadas del oficial nazi SS Gerstein sobre la masacre a escala industrial de los judíos de Polonia y su pedido para que intervenga explícitamente contra las atrocidades comprobadas.
A menudo lograron impedir por la fuerza que se presentara la obra atacando los teatros así como a los espectadores. ¿Impedir que los ciudadanos de Francia y de otros países supieran más sobre el comportamiento del Papa en lo tocante a la exterminación de los judíos era acaso dar muestras de «coraje»?
Ya se trate del cartel o de la obra de teatro que inspiró el esperado film de Casta Gavras, ¿es acaso escandaloso poner el reinado de ese Papa bajo el signo del apoyo al nazismo?
El debate no alude en lo absoluto a los creyentes de hoy sino a la actitud de la Iglesia de Roma y de su jefe ante «la destrucción de los judíos de Europa» (Raúl Hilberg) durante la Segunda Guerra Mundial.
Según H. Tincq (diario francés Le Monde del 13 de febrero), la selección de este cartel publicitario liquidó los avances de la investigación desde 1963, afirmación que equivale a barrer todos los trabajos que confirmaron el contenido de la obra El Vicario.
La obra contenía, en efecto, muy pocos errores sobre los hechos, lo cual demuestra hasta qué punto, e incluso antes de la apertura masiva de los archivos públicos, ciertos medios alemanes conocían los actos de la Santa Sede durante los años 40, es decir los años más duros de la Segunda Guerra Mundial.
La obra generó, además, investigaciones de las que algunas de las más antiguas, fundadas ya en la consulta de fondos originales -a falta de los fondos que la Santa Sede mantiene obstinadamente cerrados (más adelante retomaré este tema)-, pueden ser consideradas definitivas. El balance de esos trabajos, que tienen ya cerca de cuarenta años, fue enriquecedor, incluso para Francia, entre 1962 y 1965.
Está dominado sobre por los libros investigativos, por ejemplo el de Gordon Zahn, quien abrió la marcha Alemanes Católicos y Hitler durante la guerra (German Catholics and Hitler’s wars, New York, Sheed and Ward, 1962);
La obra de Saul Friedlander Pio XII y el Tercer Reich (Pie XII et le IIIè Reich, París, Seuil, 1964);
El de Gunther Lewy La Iglesia Católica y la Alemania Nazi (The Catholic Church and Nazi Germany, London, Weidenfeld y Nicolson, 1964, traducido al francés en 1965);
El de Carlo Falconi El silencio de Pio XII (Le silence de Pie XII 1939-1945, ensayo basado en documentos de archivo que el autor recopiló en Polonia y Yugoslavia, Mónaco, Ed. Du Rocher, 1965),
y en menor grado de investigación, Jacques Nobéclourt, ex-corresponsal del diario Le Monde en el Vaticano el libro: El vicario y la Historia (Le Vicaire et l’histoire, París, Edicones Le Seuil, 1964, Francia).
El Vaticano se vio obligado, para aplacar la tempestad que levantaron la obra de teatro y sus consecuencias, a confiar a un equipo de cuatro jesuitas, entre los que se encontraba el célebre padre norteamericano Graham y de los que el padre francés Blet es el último sobreviviente, la realización de una selección de sus archivos: Las Actas y Documentos de la Santa Sede, publicación de 10 volúmenes, se realizó entre 1965 y 1980 [1], destinada a rehabilitar a Pío XII.
Esos textos han sido actualizados, en Francia, por un reciente resumen del padre Blet: Pio XII y la Segunda Guerra Mundial (Pie XII et la Seconde Guerre mondiale d’aprés les archives du Vatican, París, Perrin, 1997).
¿Fue esto consecuencia de la publicación de mi obra, a finales de 1996, que hacía un retrato siniestro del icono? Si se lee correctamente, esta literatura prueba ante todo que el Papa no ignoraba absolutamente nada del destino, día a día, de los judíos de Europa. Ni siquiera logra disimular, por un lado, su infinita ternura por el Reich y, por otro lado, lo inútiles que sus actos y discursos resultaban para las víctimas de la masacre.
Casi cuarenta años después del Vicario, el vocero de la Curia, Pierre Blet, especialista de la información de inteligencia y guardián durante la Guerra Fría de los verdaderos archivos del Vaticano [2], no vacila ante el humor negro al afirmar que «si el Papa se abstenía de (...) estigmatizar con palabras de fuego (...) las cosas que [él] había evocado (...) al recibir al embajador de Italia el 13 de mayo de 1940 (...), era por temor a empeorar el destino de las víctimas» [3].
La imagen edulcorada de una ausencia de acción o de los «silencios» legítimos es tanto menos convincente que los historiadores no han podido verificar nunca la selección de los fondos del Vaticano. Así fue en el pasado y así sigue siendo hoy. El último intento del Vaticano, que coincidió con los «arrepentimientos», comenzó en julio del 2000 mediante una «comisión internacional» paritaria de seis «historiadores judíos y católicos».
La operación terminó, en julio de 2001, en un estruendoso fracaso y una renuncia. Después de confesar, en octubre del 2000, sus dudas sobre lo que se aceptaba mostrarles, los historiadores de la comisión confesaron ser incapaces de dar una opinión a causa de la obstinación del Vaticano en negarles el acceso a sus archivos originales y limitarlos a los viejos Actas y Documentos. Al declarar que abandonaban el trabajo, los historiadores de la comisión confirmaron la condición de antiarchivos de esos fondos [4]. El conflicto que tuvo lugar después entre los tres miembros judíos de la comisión y la Iglesia romana subraya la inutilidad de un proyecto que estaba condenado de antemano [5].
Incluso si el Vaticano hubiera abierto sus archivos, los problemas no se hubieran resueltazo en la medida en que:
1. la correspondencia oficial entre los embajadores del Reich y Pacelli-Pío XII, en particular las «notas de protesta» de la Curia contra los crímenes alemanes era falaz y había sido redactada para dejar constancia y salvar el honor de la Santa Sede: las cosas se arreglaban oralmente y entre dos personas, como se dice en un correo enviado a Berlín el 22 de junio de 1942 por von Bergen, representante oficial ante el Vaticano de 1920 a julio de 1943;
2. una parte fue destruida: esta correspondencia a medias tintas se consideraba lo suficientemente comprometedora como para que la embajada de Alemania en el Vaticano y la Curia decidieran quemarla antes de la llegada a Roma de los Aliados encargados de obtenerla [6].
La contraofensiva del Vaticano, por muy débil que fuera en el fondo, y la fuerza considerable que conserva en Francia el ultramontanismo, a pesar de los recientes lamentos sobre la triste suerte que correría el catolicismo en el futuro, lograron, después de los duros golpes asestados por las investigaciones científicas publicadas durante los años 1964 y 1965, acallar todo debate. Lo que domina aquí no es el insulto a los católicos de hoy sino el boicot de toda investigación negativa para la imagen de Pacelli. Las acogidas a este tipo de trabajo son un silencio de muerte [7] o la cólera, como lo demostraron en 1999 las reacciones de los grandes medios de difusión ante el libro de John Cornwell, El Papa y Hitler (Le pape et Hitler).
El libro "El Papa de Hitler" del autor John Cornwell, es el más mediocre dentro de las investigaciones sobre el Papa Pio XII y esta época de conflicto, pero este libro fue muy mediatizado cuando apareció. Existen obras investigativas sobre este período de mayor calidad.
Ese trabajo es ciertamente poco profundo y hace recaer todas las culpas solamente en Pío XII exonerando al resto de la Curia, en particular a Pío XI, cuyo reinado cubrió los seis primeros años de miserias de los judíos alemanes (sin mencionar a los de Europa oriental). Sin embargo, agregó algunas piezas útiles al expediente de Eugenio Pacelli, por ejemplo -al remontarse a su juventud- sobre el carácter patológico de su antisemitismo, tan virulento como su odio contra la Francia del Siglo de las Luces y de la Revolución.
¿Qué mejor símbolo de la dificultad de expresarse libremente en este país sobre el nuncio y secretario de Estado del Vaticano convertido en Papa que el conflicto sobre el título inicial de la obra, Hitler’s Pope o sea «el Papa de Hitler», que se solucionó convirtiéndolo en «el Papa y Hitler» [8].
El centro de la polémica, abandonado desde los años 60, no implica la menor ofensa para los creyentes franceses sino que concierne lo que hizo Pío XII durante la guerra y los hechos anteriores que anunciaban ya sus «silencios». Además, si la «imagen» de la Iglesia católica de los años 30 y 40 no se presta realmente a la acusación que se ilustra en el «póster» ¿por qué Juan Pablo II ha reiterado en nombre de esa misma Iglesia los recientes «arrepentimientos» que deben ser comparados al carácter altamente significativo de la canonización de un Stepinac, uno de los principales «protegidos» de los dos últimos Pío, XI y XII? ¿De qué se arrepiente entonces la Iglesia?
Una rápida biografía de Eugenio Pacelli
Eugenio Pacelli no fue el santo torturado por un «drama interior de rara intensidad» (Xavier de Montclos) [9] que tanto estima la historiografía católica institucional, ni tampoco la «oveja negra» que John Cornwell opone a su predecesor Pío XI, presentado como antinazi y defensor de las democracias contra el Eje.
Puesto al servicio de la política alemana del Vaticano, este germanófilo convencido era llamado Tedesco (el Alemán) en Italia y Polonia. Se le consideraba tan seguro (ante Gasparri se había ocupado de batallar contra Francia desde la fase de ruptura con la Santa Sede, a principios de siglo) que en la primavera de 1917 fue nombrado nuncio en Munich a pedido de Erzberger, jefe del Zentrum («Partido católico») e intermediario del Reich en las relaciones con la Curia (incluyendo en el plano financiero).
Se rodeó de una camarilla de extrema derecha que lo siguió durante toda su vida, en una Baviera cuya tradiciones antisemitas eran tan virulentas como las de Austria, de la que había formado parte hasta principios del siglo XIX.
A partir de entonces, el Reich garantizó su carrera, cosa que habían previsto algunos diplomáticos franceses, convencidos desde 1920 de que Pacelli lograría de Berlín al menos la Secretaría de Estado, quizás hasta el trono de San Pedro. El nuncio, como el clero bávaro -que se encontraba de hecho bajo sus órdenes-, estuvo permanentemente ligado desde el principio de los años 20 a los grupúsculos de extrema derecha que abundaban en Baviera.
Pacelli se reunía frecuentemente con Ludendorff, íntimo de Hitler, en aquel nido de los terroristas del Reich, que se habían «refugiado» allí (en realidad con la complicidad del poder central de Berlín) después de haber asesinado a enemigos políticos que simbolizaban la República de Weimar, preferentemente judíos -como Rathenau- o (y) bolcheviques, liberales, inclusive católicos si habían apoyado el tratado de Versalles, como en el caso Erzberger.
Los franceses lo sabían pues no perdían ni pie ni pisada a aquel prelado que los odiaba tanto como a los «judeo-bolcheviques» alemanes o polacos. El antisemitismo de la Iglesia del periodo que constituyó el intermedio entre las dos guerras mundiales es un hecho comprobado y el debate sobre este no persigue más objetivo que saber si se trataba de un antijudaísmo o si se estaba convirtiendo en un antisemitismo «racial» (völkisch).
El de Pacelli era una mezcla remarcable y espectacular de ambos. Su correspondencia bávara, durante la época de la «república de los Consejos», revela su enfermiza obsesión hacia los «judíos de Europa central» bolcheviques [10]. Como todo völkisch, veía en cada judío un bolchevique y a la inversa.
Ver el antibolchevismo como único motor de su acción sería, sin embargo, admitir que fue esta la única obsesión de los pangermanistas. Hay que subrayarlo tanto más cuanto que en el momento en que se impuso como una verdad la ecuación entre nazismo y comunismo, se presenta de buena gana como plenamente justificada -e incluso como democrática- toda cruzada anticomunista.
Se considere legítimo o no, el antibolchevismo no justifica por sí solo el comportamiento de la Curia y de su representante, no solamente en Alemania sino, de hecho, en toda la esfera germánica del antiguo imperio austro-húngaro. No es solamente por combatir el peligro rojo que el Vaticano apoyó al Reich en todas sus empresas territoriales (reconociéndole sobre todo el derecho a heredar toda la antigua Austria-Hungría) y políticas, y que combatió ferozmente a Estados tan poco bolcheviques como Francia y sus aliados de Europa oriental, beneficiarios de los tratados de 1919-1920.
Abogado incansable de los derechos del Reich contra Versalles, como nuncio en Munich, después «en el Reich» (novación de 1920), más tarde como secretario de Estado del Vaticano (a partir de febrero de 1930), Pacelli contribuyó ampliamente desde principios de los años 1920, con el aval de sus superiores -Benedicto XV y (desde 1922) Pío XI-, a la reunificación total (incluyendo a los nazis) de la derecha alemana.
Su jefe Pío XI y todos los personajes claves de la Curia mostraron tanto entusiasmo como él por la promoción, sobre todo después de las elecciones de septiembre de 1930, de la solución nazi. La presentaban a los países de la antigua Entente, contra toda lógica e incluso -insisto en ello- con conocimiento de causa, como una urgencia nunca vista ante la amenaza del bolchevismo (aunque el KPD, Partido Comunista Alemán, no llegó nunca más allá del 16% en sus mejores resultados, durante las elecciones de noviembre de 1932, en una Alemania invadida por la marea de la extrema derecha).
La mención de este inmenso apoyo se impone en momentos en que los «arrepentimientos» de Juan Pablo II acaban de presentar el Reich de Hitler como un «Estado nazi pagano», «que se enraizó fuera del cristianismo» y segregó un antisemitismo extraño a este último. Fue por tanto a esos mismos paganos que la Santa Sede, incluyendo a Pacelli aunque no fue él solo, les facilitó el Concordato del 20 de julio de 1933, fabuloso regalo del que Mussolini y Hitler se regocijaron ruidosamente.
Una de sus cláusulas secretas (la otra tenía apuntaba a la organización de la Iglesia católica dentro del ejército alemán, en aquel entonces en proceso de formación clandestina) estipulaba que, cuando las tropas del Reich invadieran Ucrania, los clérigos germánicos o germanizados, adeptos todos de un antisemitismo tan visceral como su antibolchevismo, convertirían al fin ese gran territorio ortodoxo. ¿La Curia tenía la intención, en ese caso, de proteger a los millones de judíos de Ucrania?
Pacelli dejó seguramente su huella en esa política, que la Santa Sede adoptó como suya, sin desaprobarlo sino promoviéndolo. ¿O acaso se puede calificar de castigo su nombramiento como secretario de Estado a principios de 1930? Sin encontrar la menor oposición por parte de Pío XI, Pacelli hizo posible la carrera espectacular de los elementos más nazis de la Iglesia austriaca y la alemana o de toda (fracción) de nacionalidad implicada en la liquidación de la Europa de los tratados de 1919-1920.
Es importante citar nombres: el austriaco Hudal, rector del Instituto romano de la Anima, uno de los pilares del pangermanismo que se pasó de lleno al nazismo, campeón del Anschluss, nombrado obispo de Ela para festejar el advenimiento de Hitler, glorificó mediante la pluma -en 1936- la alianza entre la Iglesia y el nazismo y exaltó el antisemitismo «eliminacionista» (para utilizar la expresión de Goldhagen; Gröber, «el obispo pardo» (der braune Bischof) de Friburgo (desde 1932), miembro activo de las SS a partir de 1933, encargado por Pacelli de misiones políticas decisivas antes y después de 1993, publicó con el aval de Roma -en 1935, el año de las leyes de Nuremberg- un «manual de cuestiones religiosas» que le convirtió en campeón de la sangre y de la raza contra los judeo-bolcheviques, a los que fustigaba en numerosos «artículos»; después de años en el Germanicum de Roma, otro vivero del pangermanismo que se hizo nazi, Pacelli aupó al croata Stepinac al arzobispado de Zagreb en 1937: «gobernador de Zagreb» en 1939, donde garantizaba «la influencia hitleriana» (según Charles-Roux, embajador de Francia), este arzobispo, antes de convertirse en el segundo personaje oficial de la Croacia «independiente» de Ante Pavelitch, anteriormente a la invasión alemana del 6 de abril de 1941 contra Yugoslavia, encarnaba, durante la era todavía yugoslava de la secesión antiserbia, el antisemitismo financiado por el gobierno hitleriano.
Pacelli, como Pío XI, no ignoraba detalle alguno sobre la suerte que corrían los judíos alemanes desde febrero de 1933. Prohibió toda protesta sobre la persecución desatada contra las Iglesias nacionales (incluyendo la francesa, cuando el arzobispo Verdier, de París, expresaba débilmente sus deseos en ese sentido), específicamente durante el «boicot» nazi contra los judíos del 1ero de abril de 1933.
En septiembre de 1933, cuando Pío XI le hizo plantear al Reich, en una nota oficial, la cuestión de los judíos convertidos (los otros no le interesaban a Roma), se batió rápidamente en retirada a partir del momento en que el consejero Klee de la embajada alemana le pidió «bajar el tono» sobre ese asunto «racial».
Convertido en Papa en marzo de 1939, mostrando su amor por el Reich en arranques que extasiaban a von Bergen, Pacelli fue, en el excepcional puesto de observación mundial del Vaticano, inmediatamente informado sobre las atrocidades alemanas, no en el verano de 1942 -cuando los norteamericanos lanzaron una campaña de prensa sobre el exterminio, que se encontraba entonces en su etapa más aguda- sino desde los primeros días de la ocupación de Polonia.
Mucho se ha hablado de sus silencios sobre las víctimas del Eje, poblaciones atacadas, bombardeadas, polacos, judíos, serbios, cíngaros, enfermos mentales alemanes asesinados por el régimen ya antes del comienzo de la guerra y sobre el destino de los cuales, los archivos alemanes son categóricos en cuanto a esto, Pacelli estaba perfectamente informado, al igual que sobre todo lo demás.
Eso es omitir que Pío XII habló mucho a partir de 1939, por lo menos tanto como Benedicto XV. Este último, durante la guerra anterior, no había dicho una palabra sobre las desgracias de los pueblos atacados, deportados (como los belgas que los ocupantes alemanes sometieron a trabajos forzados), o sobre el genocidio contra el pueblo armenio que perpetró la Turquía, aliada del Reich, hecho que evoca en una extraña mención sobre Armenia en su famosa nota del 1ero de agosto de 1917, insertada ahí porque el Reich había prometido «dejarle los armenios a Turquía». Sin embargo, a partir de 1917, no dejó, como su secretario de Estado Gasparri (el predecesor de Pacelli hasta 1930), de lamentarse sobre la terrible suerte de las ciudades y de la población alemana.
Pacelli-Pío XII fue tan locuaz como su predecesor, desde el principio de la guerra, sobre las «necesidades vitales» del Reich, expresión transparente sobre los derechos del Reich a hacer cualquier cosa para alcanzar sus objetivos que acuñó por su alter ego Kaas, jefe del Zentrum alemán que él mismo puso a la cabeza de esta organización en 1927-28 y que fue junto a él un artífice mayor de la adhesión total de ese partido al ascenso del nazismo al poder.
Lloró y protestó a propósito de un posible bombardeo contra Roma (a partir del verano de 1940), sollozó en lo tocante al de las ciudades alemanas, desde 1942, pataleó contra la fórmula de «capitulación sin condiciones» de Alemania proyectada por los Aliados en 1943, etc.
Como Benedicto XV, preconizaba una «paz» bautizada como «cristiana», una «paz de perdón» sin castigo ni reparaciones impuestas a los verdugos. Su vehemente protesta, el 19 de julio de 1943, contra el bombardeo de Roma, y su visita inmediata a los lugares afectados fueron juzgadas tan indecentes por sus amigos norteamericanos que estos lo colmaron de reproches recordándole sus escandalosos silencios anteriores en cuanto a Londres, Coventry, Varsovia y todo lo demás.
No se limitó a callar sobre las masacres o hacer juegos de palabras con su secretario de Estado Maglione y su colaborardor Montini -el futuro Pablo VI- cuando los norteamericanos le pidieron que hablara, en el verano de 1942: la exterminación de los judíos no estaba comprobada, había sido «exagerada por los Aliados», no podía denunciar las «atrocidades alemanas» sin denunciar las de los Soviets, etc. Con su apoyo, la Iglesia se implicó activamente, en el este de Europa, en el exterminio y sus ventajas materiales: franciscanos de Croacia participantes en las masacres de judíos y de serbios, prelados ucranianos, eslovacos, húngaros, rumanos, etc., convertidos en heraldos de la cruzada contra los «judeo-bolcheviques».
Todos dirigieron y bendijeron con todas sus fuerzas a los asesinos, los famosos «auxiliares» cuyo papel esencial en el exterminio explicó Hilberg. Todos estuvieron directamente implicados en el saqueo de los bienes de los víctimas, al cual dio su aval el Vaticano (en latín, específicamente mediante Marcote, el nuncio nombrado en la Croacia «independiente»).
Lo que pasó en occidente es menos conocido que lo que sucedió en Europa del este ya que los lazos entre las jerarquías nacionales occidentales y Roma no fueron investigados después de la guerra (durante los años 50, los regímenes comunistas, confrontados a una extraordinaria oposición clerical, acabaron por sacar a la luz los archivos de los años de guerra que los fugitivos no pudieron destruir o llevarse por completo). No evocaremos aquí el notorio caso de Vichy, cuyas prácticas antisemitas no conmovieron ni a la Santa Sede ni a su nuncio, Valerio Valeri, a quien De Gaulle expulsó rápidamente (seguramente no sólo a causa de su antisemitismo).
¿Cómo interpretar, sin embargo, el hecho que Pío XII escogiera a Hudal, eterno aliado de los nazis y futuro salvador de los verdugos de los campos de concentración -entre ellos Stangl- para negociar, en octubre de 1943, con la comandancia militar alemana la deportación de los judíos de Roma organizada bajo sus propias ventanas? «Cuestión delicada [y] desagradable para las relaciones germano-vaticanas», pero felizmente «liquidada» en menos de dos semanas, comentó el nuevo embajador del Reich, von Weiszaker.
¿Qué decir del prolongado silencio pontifical sobre la masacre que ordenó Kesselring de 335 rehenes romanos, entre ellos gran número de judíos, en los Fosos Ardeatinos, sobre la Vía Ardeatina, el 24 de marzo de 1944, al día siguiente del ataque de los partisanos contra 55 miembros de las SS. El silencio no fue roto hasta dos años más tarde por la Civilità cattolica, el vocero más claro y sincero de la Santa Sede, según afirmaba Louis Canet, consejero canónigo del ministerio francés de Relaciones Exteriores (de 1920 a 1946).
Esa publicación, la revista jesuita que deberían leer los incondicionales de Pacelli que no lo conocen bien, esperó hasta 1946 para referirse a la «masacre» como simples «represalias de la Vía Ardeatina» [11].
Von Weiszacker, alto personaje de Weimar y del régimen nazi, durante mucho tiempo secretario general del Auswartiges Amt (el ministerio alemán de Relaciones Exteriores) había reemplazado a von Bergen, que representaba a Alemania ante el Vaticano desde hacia 23 años, para dedicarse, junto a la Santa Sede, a negociar con los anglosajones una paz separada a espaldas de los rusos. La maniobra falló, pero la presencia alemana se mantuvo después de la liberación de Roma por los norteamericanos, en julio de 1944.
Pío XII se esforzó, con éxito, en salvar del castigo a aquellos excelentes alemanes, a los que se seguía presentando como la indispensable barrera contra los bolcheviques, presentados estos a su vez como una grave amenaza para Roma y para toda Italia.
El Papa asumió en efecto doblemente el apoyo a los criminales de guerra:
1. Durante la guerra, festejó a los representantes de estos, empezando por los de Ante Pavelitch. Señalemos de paso que -revelación que no parece incomodar a ningún partidario de Pío XII- el texto de conversión forzosa de los serbios, otro genocidio croata de la guerra que no fue obra únicamente del verdugo jefe de Estado. Aquella orden de Inquisición del Vaticano, cuyo ejecutor por definición fue Stepinac, ya que era arzobispo de Zagreb, llevaba también la firma del Secretario de la Congregación Oriental (contra su voluntad, lo cual está confirmado) el francés -de la región de Lorena- Tisserant, quien reconoció esto después de la guerra en presencia de un diplomático francés.
Este único dato da idea del tipo de oposición que practicó el hoy casi santo Stepinac, campeón del Estado «independiente» croata, ante el régimen de Pavelitch.
El expediente de Croacia, Estado bienamado de Pacelli, es aún más cargado de lo que puede pensarse ante la organización de masacres al aire libre contra los ortodoxos que rechazaban la conversión. Hay que mencionar sus matanzas indiscriminadas de judíos, serbios y miembros de la resistencia, incluyendo a los propios croatas, sus campos de concentración mantenidos por franciscanos que mataban con mazas, hachas y cuchillos y que -como el de Jasenovac- no tenían nada que envidiar a las industrias alemanas de exterminación creadas en Polonia, sus saqueos de los bienes de las víctimas, etc.
El Papa no encontró nada que decir, pero su colaborador Tardini habló y calificó de «errores» de juventud lo que Falconi definió como una «repugnante mezcla de carnicerías y de fiestas» [12].
2. Después de la guerra, asunto que no se menciona en El Vicario, aunque es muy revelador, Pío XII organizó con Montini -hombre de confianza a la vez de los alemanes y de los norteamericanos- y Hudal la red de salvamento para los criminales de guerra, las «Rats Lines» financiadas por Estados Unidos.
Para ello puso a cooperar a toda la Iglesia romana, a los miembros de las órdenes en primer lugar, así como a los seglares, en todos los países, incluyendo Francia, en esta obra prioritaria de salvamento de los Touvier que habían bañado en sangre la Europa ocupada (30,000 contando únicamente a los que escaparon gracias a la red del padre Draganovic); albergó en los palacios del Vaticano a ilustres «refugiados», entre ellos ex-ministros de monseñor Tiso, como Karel Sidor, autor de la legislación antijudía de la Eslovaquia «autónoma» anterior a marzo de 1939.
La energía que desplegó Pío XII para salvar a los verdugos para reciclarlos en sus propios países o enviarlos del otro lado del océano (pasando por Génova gracias a su arzobispo Siri) es otro elemento indiscutiblemente acusatorio contre «el Papa de Hitler».
¿En qué representa un insulto para los creyentes católicos de 2002, en Francia o en otros países, un cartel que ilustra los años de guerra del reinado de Pacelli bajo esta alianza indiscutible? Volvamos a los hechos que son los «silencios de Pío XII» y a sus acciones entre 1939 y 1945, aclaradas mediante los archivos verdaderos, aquellos que no estaban destinados a ser publicados.
Y esperemos que los gritos de las falsas víctimas no logren desviar una vez más la atención de la cuestión de la responsabilidad de Pacelli en los sufrimientos de las verdaderas.
(Los lectores interesados encontrarán información complementaria en el texto adjunto, «Le Vatican, de l’antisémitisme des années trente au sauvetage-recyclage des bourreaux» [El Vaticano, del antisemitismo de los años 30 al salvamento y reciclaje de los verdugos], redactado para la revista Golias y publicado en el n° 47, correspondiente a mayo de 1996, pp. 72-89, antes de la publicación del libro Le Vatican al cual se refiere. Algunos elementos figuran en mi crítica del libro de J. Cornwell citado en la nota 8 del anterior texto.)