País Vasco
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Sobre el Plan Ibarretxe
Santiago Alba Rico
Rebelión
Contribución al libro colectivo "Soberanías y pacto", publicado por
Herria-2000, en el que 70 personas del mundo de la política y de la cultura
analizan el Plan Ibarretxe y sus consecuencias
Cuando me pregunto acerca de la alegría que personalmente me produjo la
aprobación del Plan Ibarretxe en el Parlamento vasco el pasado 30 de diciembre -retrospectivamente
muy previsible-, no puedo dejar de enfrentarme a una cierta perplejidad. Que la
propuesta del lehendakari parezca insuficiente a la izquierda abertzale y
parezca, en cambio, demasiado a los partidos del Pacto Antiterrorista (y a los
medios de comunicación que lo secundan obscenamente) da buena prueba, al mismo
tiempo, de la ambigüedad interesada del PNV y de la relativa irrelevancia de su
contenido, ya rechazado, en cualquier caso, y de un modo dudosamente
democrático, por el Parlamento español. Su importancia reside, pues, en otro
lado y mi alegría, si es que se fundamenta en algo más que en el placer
puramente negativo de este público desaire al nacionalismo español, debe
cifrarse más bien en su capacidad para cambiar, no el estatuto de Gernika, sino
a los agentes mismos implicados en la así llamada "cuestión vasca". El plan
Ibarretxe no prefigura el nuevo marco de las relaciones de EH con el Estado
español, pero quizás obliga a reconfigurar las relaciones de las fuerzas
políticas y sociales de ambos lados, y tiene ya el mérito, sin duda, de haber
planteado públicamente, en el corazón mismo de las instituciones españolas,
algunas cuestiones mantenidas intencionadamente en la sombra, como zonas
prohibidas o alambradas espectrales de la llamada "transición": los límites de
la constitución, el soberanismo, la autodeterminación de los pueblos, la propia
historia del conflicto vasco. Lo significativo del plan Ibarretxe es que, en un
aprieto sin aparente solución (una de esas "aporías" griegas contra las que
choca el caminante), nos pone a todos -precisamente- en aprietos. Pone en
aprietos al PNV, que hubiese preferido quizás ver rechazada su propuesta en el
parlamento de Gasteiz para llegar a las elecciones autonómicas libre de toda
deuda política y moral con Batasuna; pone en aprietos al PSOE de Zapatero,
obligado a moverse en el lazo muy estrecho de su fidelidad al Pacto
Antiterrorista y su necesidad de distanciarse del PP con vistas a una
restauración de los vínculos institucionales con el PNV (y comprometido, como
está, por su pacto de Gobierno en Cataluña con Carod-Rovira); pone en aprietos
al PP, debilitado y a la defensiva, cuyas terroríficas presiones podrían ser
contestadas por el sector más liberal del PSOE; pone en aprietos a Batasuna,
consciente de una apuesta que, a partir de la declaración de Anoeta, le fuerza a
reconocer el malestar de sus bases sociales y el peligro de quedarse fuera de
juego como resultado de la estrategia de aislamiento acometida activamente desde
el Estado y pasivamente desde el PNV; pone en aprietos a ETA, que ha perdido
diez ocasiones de declarar una tregua políticamente significativa y que por
primera vez debe subordinar, un poco en retirada, su estrategia militar a una
estrategia política; pone en aprietos, desde el punto de vista ideológico, el
consenso ilusorio, fabricado por los partidos y los periódicos del Estado, de
una España basada en un pacto voluntario de convivencia democrática; y pone en
aprietos, subsidiariamente, a la izquierda española, tan activa contra ese
consenso en todos los otros terrenos, pero tan extrañamente consentidora, al
igual que los demás, al abordar los problemas del País Vasco, precisamente el
"lugar" donde ese consenso revela del modo más palmario y brutal -con
permanentes violaciones del derecho- su carácter ilusorio.
No es verdad, como se sostiene convencionalmente, que la resolución de un
conflicto dependa de las voluntades de las partes implicadas; depende más bien
de que las partes se vean lo suficientemente apretadas. Si la resolución del
conflicto vasco dependiese de las voluntades de las fuerzas en litigio, la
historia repetiría indefinidamente, como en un frontón mágico, las mismas
acciones y las mismas respuestas -el mismo lance del juego, sin poder cambiar
jamás la trayectoria de la pelota. Pero si la historia no se repite es
precisamente porque todas las voluntades tratan de repetirse unas contra otras
en un mismo espacio, de manera que cada dato nuevo, y la posibilidad de cambio
que entraña, es paradójicamente el resultado de la vocación de autorreproducción
de cada una de las voluntades en el marco determinado por los choques sucesivos.
En este sentido, el plan Ibarretxe es sólo la tentativa del PNV de seguir
haciendo la misma política en un contexto diferente y sus perspectivas
transformadoras -o no- dependerán solamente de la intervención de otras fuerzas.
Por su propia voluntad, el PNV seguiría indefinidamente gobernando una Comunidad
Autonoma Vasca entre dos aguas, con los pies en España y la retórica fuera. Por
su propia voluntad, los partidos del Estado seguirían alimentando
indefinidamente la estrategia de la represión jurídico-policial y del terrorismo
mediático -porque aterroriza y mina la capacidad de resistencia de la población-,
manejando el calidoscopio de las alianzas políticas coyunturales en el País
Vasco a espaldas de los ciudadanos. Por su propia voluntad, ETA seguiría
replicando indefinidamente la lógica del Estado con atentados inútiles que
aumentarían la presión, también indefinidamente, sobre el colectivo de presos y
sobre las bases sociales del abertzalismo y, más allá, de las organizaciones de
la izquierda alternativa. De lo que se trata, precisamente, es de que ninguna de
estas fuerzas imponga su propia voluntad. Pero se me dirá que planteo las cosas
como si a fuerza de apretarse las partes entre sí, la paz se concertase
mecánicamente; y como si todas las partes en conflicto tuviesen igualmente razón
o estuviesen asistidas de los mismos derechos -o, al contrario, de la misma
responsabilidad en el atolladero. No es así. La solución del llamado problema
vasco no puede depender de la voluntad de las fuerzas en conflicto, digo, sino
de que se vean apretadas, puestas en aprietos recíprocamente contra todas ellas
al mismo tiempo. Deben ser apretadas desde fuera, desde una fuerza exterior -depositada
desigualmente en cada una de ellas- que sólo se me ocurre formular de esta
manera: un mínimo de justicia y un máximo de democracia. Me guardo para mí lo
que considero justo desde un punto de vista histórico, inalcanzable hoy por hoy
incluso si pudiese definirse, y no insistiré en el hecho de que las injusticias
cometidas contra la injusticia son igualmente irreparables (y apenas
conciliables a partir de un consenso jurídico). Pero no cabe duda de que la
solución del conflicto en EH pasa por la necesidad de que las voluntades
partidistas no se impongan, de que se vean apretadas por la voluntad de la
ciudadanía vasca, la cual ha expresado reiteradamente -en la calle y en
encuestas, transversalmente a los partidos- su derecho a ser interpelada
directamente como fuente soberana de decisión política. Sabemos que no todas las
fuerzas contendientes admiten este principio y, en ese sentido, habrá que
apretar más, y exigir más responsabilidades, a los que apuestan más bien desde
el Estado por un nada de justicia y un mínimo de democracia. Aún más. En el
nuevo contexto marcado por la declaración de Anoeta y la aprobación del plan
Ibarretxe en el Parlamento vasco, hay que reconocer que la única fuerza que ha
hecho algo en favor del diálogo y de la resolución democrática del conflicto,
nos parezca o no suficiente, ha sido Batasuna. Los acontecimientos que se han
sucedido después del 30 de diciembre rebajan de hecho notablemente el optimismo
de esa jornada. A partir de esa fecha hemos asistido una vez más a una tentativa
inercial por parte de PP, PSOE y PNV de seguir repitiendo indefinidamente su
propia voluntad, a despecho del virtual horizonte de cambios introducido por la
nueva situación. Como respuesta al mismo tiempo al plan Ibarretxe y a la oferta
de negociación de Batasuna -plasmada incluso en una carta a Zapatero-, el Estado
español ha desatado en los últimos meses una feroz campaña de detenciones
arbitrarias y masivas, acompañadas de un recrudecimiento de la tortura, que se
compagina muy mal con la necesidad de "arriesgar" proclamada por el presidente
del gobierno. Como ha ocurrido en otros momentos de esperanza -la tregua de ETA
o los acuerdos de Lizarra-, esta represión jurídico-policial se ha visto
sincopada por el zafarrancho de los medios de comunicación estatales, que han
dedicado todas sus energías a criminalizar de un modo a menudo grotesco el
nacionalismo vasco, han invocado sin cesar el artículo 155 de la constitución
española y han identificado, sobre un fondo de ruido de sables, la unidad de
España y la democracia. ¿Y el PNV? Ha ignorado olímpicamente los votos de la
izquierda abertzale del día 30 de diciembre y, como si no hubiese ocurrido nada,
parece dispuesto a explotar electoralmente la ilegalización de Batasuna en unas
elecciones adelantadas que, según ambiguas declaraciones del propio Ibarretxe,
tendrían de algún modo el valor del referendum prometido; sin olvidar la
alineación simbólicamente muy significativa, contra la "anomalía" del voto vasco
y en un guiño quizás al PSOE, en el referendum europeo del 11-F. ¿Y ETA?
Habiendo perdido la oportunidad de declarar una tregua desde una posición de
fuerza militar e influencia política, reanuda su actividad armada con atentados
más bien semióticos ("puedo pero no quiero"), destinados a afirmar su papel
central en toda solución al conflicto, pero que realimentan la lógica replicante
de la represión indiscriminada del Estado.
Pero, ¿estamos ante un calco de situaciones anteriores? El plan Ibarretxe,
¿llevará de nuevo a un callejón sin salida? ¿Nada ha cambiado? ¿Nada va a
cambiar? En este choque de voluntades idénticas a sí mismas, predispuestas a
reproducir una y otra vez el mismo escenario, hay algo que sí ha cambiado y que
de alguna manera, cambia todo lo demás: en medio de la polarización inducida y
contra todos los fracasos, la mayor parte de la sociedad vasca se ha cansado de
una guerra tan larga, pero mantiene -y aún más si se la compara con el resto del
Estado y con el resto de Europa- un grado de conciencia social y democrática tan
afinado, y una capacidad organizativa y de movilización tan consolidada que los
partidos políticos no podrán imponer su voluntad indefinidamente. El plan
Ibarretxe es al mismo tiempo, por así decirlo, la expresión y el freno de esa
mayoritaria corriente soberanista y democrática -independentista o no- que
atraviesa y no se deja ceñir por las fuerzas políticas institucionales. El PNV
ha ido demasiado lejos como para creer que puede recular sin gasto electoral y,
queriendo quizás negociar sencillamente un nuevo estatuto con Madrid, ha dado
esperanzas a mucha gente. Esas esperanzas se suman a la declaración de Anoeta de
Batasuna y a la disposición de ETA a abandonar la lucha armada apenas se haga un
gesto por parte del Estado (en la cuestión, que es de estricto derecho, de los
presos vascos). Son demasiadas esperanzas para que un pueblo dolorido y
consciente las deje pasar de nuevo.
Pero esto -claro- puede ser aún peor. Confío poco en el PNV y tampoco estoy
seguro de la humildad de Batasuna, pero si todo fuera bien, todo irá peor, y ése
será el signo seguro de haber tomado el camino acertado. Porque lo que no se
puede olvidar, en cualquier caso, es que cuanto más cerca esté una solución
mínimamente justa y máximamente democrática, cuantos más motivos haya para la
esperanza, más motivos habrá también para el temor. Porque lo que no se puede
olvidar es que el problema vasco es el problema de España, y que el problema de
España es que no existe. Es casi imposible independizarse, o simplemente
distanciarse, de un país que no existe. Desde hace quinientos años, España trata
de encubrir su inexistencia -como todas las personalidades neuróticas o débiles-
con retórica y violencia y, cuanto más se cuestione su vacío, más retórica y
violentamente reaccionará. Por ahí hay que pasar todavía, hay que seguir
pasando. La democracia no triunfará en el País Vasco mientras no triunfe en eso
que llamamos España y España no será democrática mientras la izquierda española
no se tome en serio el problema vasco. Quizás el plan Ibarretxe, con
independencia de su contenido, nos ayude -a los españoles de izquierdas- a
hacernos algunas preguntas básicas y a no darnos respuestas fáciles.
"España" es en realidad muy poca gente, pero capaz de todo. Pase lo que pase
ofrecerá resistencia e intentará repetir una historia monótona de siglos de
retórica y siglos de violencia. Por eso la única esperanza, en España, en el
País Vasco y en el resto del planeta, es la mucha gente. Pocas veces el mundo en
los últimos sesenta años ha sido menos receptivo al reconocimiento de las
libertades ciudadanas y nacionales; y sabemos que, por difícil que sea, en la
actual situación internacional es más fácil alcanzar la independencia nacional
(al menos formal) que la democracia. El plan Ibarretxe, como revelador de
límites y como vehículo de alianzas, debería servir al menos para unir
indisolublemente ambos términos en la conciencia de la mayoría.
(Este texto fue escrito antes de las elecciones del pasado 17 de abril, las
cuales han venido a confirmar, sin embargo, la validez de sus consideraciones.
Incluso aceptando la lógica binaria y belicista de los medios de comunicación
del Estado, según los cuales habría que oponer una y otra vez los votos
españolistas a los votos nacionalistas, los resultados de los últimos comicios
vascos, que mantienen inalterada la distribución de escaños a un lado y otro de
la línea (con un trasvase de votos del PP al PSOE y del PNV a EHAK), introducen
un cambio cualitativo que no se puede desdeñar. Es decir, revelan que el
nacionalismo español se ha moderado hacia la izquierda y que el nacionalismo
vasco se ha radicalizado también hacia la izquierda. Y la izquierda, en este
caso, quiere decir sencillamente la apuesta de la mayor parte de la población de
Euskal Herria, con independencia del partido al que voten, por una solución
política, negociada y democrática a este largo y trágico conflicto cuya primera
víctima sigue siendo el Estado de Derecho y la autodeterminación –por igual- de
vascos y españoles).