2 de julio del 2003
Argentina: Un mes de gobierno de Kirchner
Apuntes para una perspectiva 'desde abajo'
Daniel Campione
Rebelión
A menos de un mes de su asunción como presidente, K. ha despertado expectativas
no sólo en el conjunto de la población, lo que es habitual que
ocurra en los comienzos de gestión, sino en un conjunto de intelectuales,
periodistas y 'formadores de opinión' de talante más bien progresista,
en gran parte no proclives a identificarse con políticos del peronsimo,
o al menos largamente distanciados de las propuestas políticas del Partido
Justicialista a las que Néstor Kirchner pertenece. Como candidato, el
actual presidente desplegó una campaña opaca aún en el
marco de una elección que se destacó por la mediocridad y la falta
de entusiasmo. Sin embargo, sus primeras manifestaciones en el sentido de gobernar
menos pegado al poder económico, algunos gestos de identificación
con la generación de 1973 (su asunción vino a coincidir con el
30º aniversario de la de Héctor Campora), el duro rechazo a los avances
del diario La Nación para condicionarlo, el anuncio de que desplazaría
a varios generales de la cúpula militar, bastaron para generar un cambio
de clima, del escepticismo generalizado a cierta expectativa.
Una vez asumido el mando, las expectativas crecieron de inmediato. Desde el
gesto de mezclarse con 'la gente' durante las ceremonias de asunción,
hasta algunos tramos de su discurso apuntados a diferenciarse de Duhalde, Menem
y De la Rúa, la cordial relación con los visitantes Chávez,
Castro y Lula, fueron el pretexto para comenzar a pensar, y a decir, que se
iniciaba una etapa diferente en el país. Si bien nadie en su sano juicio
podía siquiera dudar de que todos los gravísimos problemas de
la sociedad argentina seguían allí, la voluntad de creer fue más
fuerte que cualquier cauto raciocinio.
K. era un presidente diferente, se dijo, y todos sus actos de gobierno comenzaron
a ser leídos en clave de espíritu democrático y progresista.
El 'que se vayan todos' pareció comenzar a pertenecer a un pasado lejano,
y se inició la celebración del encuentro de un camino nuevo para
la democracia argentina. Las advertencias sobre lo prematuro de tales apreciaciones
no han sido lo más habitual.
K., tal vez con toda conciencia, removió sentimientos e identificaciones
amortiguadas hacía tiempo. Pertenece a la camada de los que eran muy
jóvenes en los años 70', a la misma generación que la mayoría
de los desaparecidos y presos de la dictadura. Se manifiesta hoy una tendencia
de los hombres y mujeres de edad similar a identificarse con él, a partir
de que se atrevió a reivindicar a esa pertenencia, si bien con un claro
'beneficio de inventario' que la acomoda a los límites permisibles por
el clima de época actual para los dirigentes 'expectables'. La idea de
una evolución armónica y no traumática de la coyuntura
de mayo de 1973, eje central del libro de Miguel Bonasso El presidente que no
fue, ha conferido a la naciente experiencia Kirchner el aura de una suerte de
realización atrasada de aquél imposible. El impulso a 'mirar hacia
delante' y confiar en el futuro, la exhortación de mudar el 'dolor país'
a 'placer país', ha sido oficiada por periodistas e intelectuales más
o menos 'progresistas' más o menos de izquierda, desde las más
variadas tribunas. 'Confiemos en Kirchner' parece ser la voz de orden de estos
días, el escueto conjuro que parece aventar a un largo cuarto de siglo
de pesadilla.
En todo caso, el 'clima' diferente que se vive hoy debe muchísimo a las
protestas piqueteras que tomaron fuerza a partir de los episodios de Cutral-Co,
al 19 y 20 de diciembre, a la virtual sublevación general que atravesó
el verano de 2002 entre asambleas, recuperaciones de fábricas y asedio
a los bancos. De todo esto han tomado nota algunos dirigentes políticos
(pocos) y entre ellos sin duda, Kirchner. Gobernar sin represión y sin
profundizar el desprestigio de la dirigencia, no es posible si se mantienen
los parámetros de la acción estatal y de la práctica de
la política en la sociedad argentina.
Quizás la mejor forma de interpretar los primeros movimientos del Presidente,
desde el desplazamiento de los militares, al embate contra el presidente de
la Corte Suprema, la SIDE, la conducción del PAMI, la política
reticente hacia algunas 'privatizadas', es la de integrarlos en una tentativa,
con ciertos visos de seriedad, de recomponer la hegemonía en Argentina,
de suturar el enorme desprestigio de la dirigencia. Para ellos se buscan blancos
tan reconocibles como vulnerables, desde Nazareno a Barrionuevo, de Brinzoni
a Eurnekian, de modo de sintonizar con una operación de 'limpieza' reclamada
por el sentido común, sin romper lanzas, al menos por ahora, con el núcleo
mismo del poder.
Por tanto la orientación inicial del gobierno puede inscribirse en el
intento de construir una legitimidad de 'ejercicio' para un gobierno que no
la tiene de origen, y en una plano más 'macro' la tentativa de re-construir
lo que los politólogos convencionales llaman 'gobernabilidad', y que
tiene más que ver con la recomposición de una hegemonía,
de un consenso que se proyecte mas allá de los límites de la clase
dominante. La recomposición de un consenso tan deteriorado como el argentino
actual requiere un armado complejo, en el que los propios capitalistas deben
realizar concesiones, ciertos 'sacrificios' en aras de volver a tornar verosímil
la idea de que las instituciones y el gobierno están orientados al 'bien
común' y no a los intereses de los poderosos, verosimilitud que no se
consigue sólo con el discurso o con medidas 'superestructurales' sino
produciendo ciertas alteraciones en la distribución del ingreso, el acceso
al trabajo, el poder relativo de las organizaciones de las clases subalternas.
Construcciones de ese tipo suelen requerir o un acuerdo muy sólido al
interior de las clases dominantes, o un aparato estatal con autonomía
y autoridad suficientes para imponer determinadas soluciones aun contra la resistencia
de fuertes sectores capitalistas. No está clara la posibilidad de contar
con uno o con otro.
Por eso K. procura reinstaurar, en sus primeros discursos y actos, la idea de
que tiene sino una confrontación por delante, al menos disidencias con
los titulares del poder económico y con lo más corrupto y antipopular
de las instituciones políticas.
El inicio 'progresista' del gobierno de Kirchner tiene mucho que ver con una
tentativa de lectura medianamente lúcida sobre la crisis integral, 'orgánica'
de la sociedad argentina. La economía destrozada por un largo proceso
de desarticulación agravado por una recesión prolongada, con niveles
de pobreza y desocupación tan inéditos para el país como
difíciles de revertir. K ha hecho un conjunto de gestos que tienen una
orientación común: La búsqueda de revertir la imagen de
un aparato estatal orientado sólo hacia los poderosos, de una dirigencia
política sólo preocupada en perpetuar su poder y usufructuar sus
cargos, sin otra relación con los sectores subalternos que el clientelismo,
la manipulación y la cooptación de dirigentes sociales desaprensivos
y corruptos. De unas instituciones (parlamento, justicia, fuerzas armadas, policía)
vueltas 'hacia adentro' dominadas por su lógica de corporación,
y dispuestas a depredar el presupuesto público y captar recursos privados
sin preocuparse por ninguna medida de racionalidad ni de legalidad. No se trata
de transformar ninguna relación social fundamental (eso no encuadraría
en el 'capitalismo serio' cuya construcción eleva a objetivo central
de su acción), pero sí de construir un consenso algo diferente,
que limpie el terreno de las sobreactuaciones del gobierno Menem y posteriores.
Las grandes 'reformas estructurales' están realizadas, recortar sus bordes,
emprolijar su juridicidad, atenuar sus peores efectos, se vuelve posible, y
todo indica, necesario en términos políticos.
Los movimientos de Kirchner, hasta ahora, acatan el horizonte de lo posible
instaurado en la Argentina post-dictadura, pero desafían algunos aspectos
de los nuevos límites, aun más estrechos, que se introdujeron
en los años de Menem. Las fuerzas populares tienen por delante la posibilidad
de forzar una apertura mayor, que logre avanzar sobre los tabúes estatuidos
ya en años de Alfonsín, pero eso a condición de no esperar
que los cambios 'caigan del cielo'. La posición no debería ser
de apoyo ni de expectación, sino de acción consciente y constante
para exigir mayor profundidad en los cambios, la inducción de un carácter
democrático de los mismos que rebase los estrechos marcos institucionales
imperantes; el poner de acuerdo el discurso con los hechos, la presión
para que se cumpla y se supere cualquier promesa que se haga.
El ciclo de insubordinación generalizada abierto el 19 y el 20 de diciembre,
no es sostenible a mediano plazo para ningún poder. Un objetivo básico
para el gran capital es desactivar las protestas, y sobre todo neutralizar el
cuestionamiento universal expresado en el ¡que se vayan todos¡, y volver a algún
tipo de 'normalidad'. Una 'normalización' posible era la de Menem y López
Murphy, la continuidad abierta del proceso de concentración capitalista,
con el componente de represión que fuera necesario para 'apaciguar' el
conflicto social. K., con el acompañamiento más ambiguo de amplios
sectores del PJ, apuntan a impulsar otra propuesta: abandonar la línea
de agresión más o menos abierta a las clases subalternas, y construir
una alianza al interior de las clases dominantes que permita desarrollar otra
política, que pueda apoyarse en una mayor intensidad en la utilización
del trabajo que evite la desocupación, y una orientación al mercado
interno que convierta el alza de salario s en un beneficio. El problema es que
el desarrollo capitalista avanza en otra dirección. Y la voluntad de
los empresarios también: se ha vivido todo un proceso que busca consolidar
un nuevo patrón de acumulación entre cuyos rasgos fundamentales
está la 'flexibilización' del trabajo y la precarización
de la fuerza laboral, para permitir una mayor explotación y reducir los
'costos' de la conflictividad social. No hay mucha disposición a volver
atrás en ese camino. Sí a la posibilidad de bajar los costos de
los servicios privatizados o reducir los márgenes de ganancias del sistema
bancario, no mucho más. Y esto quiere decir bastante poco para desocupados
que cobran ciento cincuenta pesos de subsidios, trabajadores con salarios más
que deprimidos, jubilados condenados a la ruina perpetua, la inmensa masa de
pobres que por añadidura ven destruirse el sistema público de
salud y educación...no está claro cómo se incluye la solución
de estos problemas, los más desgarradores, en la agenda del nuevo gobierno.
Por su lado, el poder económico ya se adelanta a 'marcar la cancha' a
poner en blanco sobre negro que entiende por 'un país normal', otra consigna
que forma parte de la retórica del nuevo gobierno. Clarín del
15 de junio trae un conjunto de 'reformas' exigidas por el Departamento del
Tesoro norteamericano, que coinciden con las demandas del FMI y atañen
a reestructuración del sistema bancario (léase privatización
o al menos 'perdida de protagonismo' de lo que queda del sistema bancario estatal),
renegociación de la deuda, incremento de las tarifas, derogación
de todas las limitaciones a las ejecuciones hipotecarias y a las quiebras, ajuste
fiscal en las provincias, mayor apertura económica. En fin, la continuidad
y profundización del ajuste fiscal y de las reformas de libre mercado,
de las políticas inauguradas con fuerza en la década de los 90'.
Y la negociación iniciada con el FMI promete seguir en esa misma línea,
mas allá de algún gesto amable y autocrítica parcial 'para
a galería. Y el gobierno se manifiesta dispuesto a sentarse a negociar,
a imitar a Lula y no a Chávez, como le han prescripto algunos voceros
del establishment.
Frente a ese cuadro habría que matizar el espíritu de 'luna de
miel' con el nuevo gobierno, separar la propia voluntad de creer de las razones
reales para la confianza. Pareciera que las expectativas han bajado tanto, que
muchos se lanzaron a festejar la posibilidad de que Argentina pudiera volver
a ser 'normal'. Y entonces la pregunta obvia ¿cuál es la 'norma' de esa
normalidad? ¿Una economía que crezca, aunque aumente la explotación
y las diferencias sociales? ¿un gobierno que no sea escandalosamente corrupto,
aunque sus decisiones favorezcan a los grandes empresarios y a los acreedores?
O acaso la norma en este mundo de hoy no es también el dominio cada vez
mayor del capital trasnacionalizado, que precariza y despide trabajadores en
el mundo entero, que arrasa con las culturas locales, destruye el medio ambiente,
y destruye mediante la guerra áreas de la periferia.
La fragmentaria madeja de organizaciones sociales, políticas y culturales
que han protagonizado la resistencia a partir de la segunda mitad de los 90',
tienen un papel para construirse en el mantener las expectativas en alto, en
no acotar sus esperanzas a lo que un eventual mejor manejo del aparato estatal
y el poder político pueda deparar. Un gobierno dispuesto a dejar de 'bombardear'
sistemáticamente el nivel de vida de las mayorías y empeñado
en conseguir bases de sustentación más amplias que las del clientelismo
y la asistencia, a hacer 'política' de alguna otra manera que la vergonzosa
administración de lo existente de los últimos años, debería
ser un estímulo, crítico, de talante opositor, pero estímulo
al fin, para conseguir una nueva relación de fuerzas, para volver a elevar
las expectativas, para sacar los ejes de la discusión del interior de
las clases dominantes. Quizás esas oportunidades lleguen a constituir
lo más importante de esta nueva experiencia.