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La Izquierda debate

Reivindicación de la política como ética de lo colectivo* (I)

Francisco Fernández Buey
La Insignia. España, octubre del 2002
I

Si hemos de juzgar por lo que ahora se oye en la calle o por lo que se dice en los medios de comunicación de masas en nuestras sociedades, la ética cotiza al alza mientras que se ha ido imponiendo un concepto muy empobrecido de la política, un concepto peyorativo, muy alejado, en cualquier caso, de lo que fue el concepto clásico, griego, de política, en el momento del nacimiento de la ética. En nuestras sociedades actuales se identifica, por lo general, la política con el engaño, la mentira y la manipulación de las gentes. Todas las encuestas recientes ponen de manifiesto una gran desconfianza respecto de la política y de los políticos, particularmente entre las personas jóvenes. Hace un par de años, al anunciar un curso sobre ética y filosofía política en la Facultad de Humanidades de la Universitad Pompeu Fabra, un par de personas vinieron a verme para preguntarme de qué iba a hablar en él, si de ética o de política. Y una de estas personas me comentó: "Porque si va a hablar de ética me matriculo, pero si va a hablar de política no me interesa".
Creo que estas palabras reflejan bien una opinión muy difundida en nuestras universidades. Lo cual no es más que la traducción directa de lo que se oye en la calle. Constantemente vemos, oímos o leemos en los medios de comunicación acusaciones según las cuales lo que hace tal o cual político (por lo general, eso sí, de un partido distinto del partido del que habla o escribe) "no es ético"; y, como esas acusaciones son intercambiables, la conclusión a la que llega la mayoría es que nada (o casi nada) de lo que hacen los políticos lo es. El resultado de todo esto viene a ser una desvalorización de las palabras 'político' y 'política'.
II
Conviene empezar, pues, para aclarar las cosas, con una consideración acerca de la relación entre ética y política. Y para ello seguramente lo mejor es, todavía, ir al lugar clásico de nacimiento de ambas: Aristóteles (1).
En principio, la diferencia entre los temas de, por ejemplo, la Ética a Nicómaco y de la Política aristotélica es muy patente. Los temas de la Ética son: la teoría del bien, la teoría de la felicidad, la teoría de la virtud, la teoría de la justicia y la teoría de la amistad; en cambio, los temas de la Política [politiká = libros de tema político] son: el análisis de la comunidad civil y familiar [koinomia], el análisis comparado de las constituciones, la consideración de los diversos tipos de regímenes, la expresión de las preferencias sobre qué pueda ser la ciudad bien gobernada y la educación de los jóvenes.
Así, pues, si nos atenemos a su origen, la diferencia entre la ética y la política, desde un punto de vista metodológico, es intuitivamente clara.
La ética tiene por objeto el análisis de las diferentes virtudes, de lo que merece ser llamado "bien". Su tema central es la búsqueda de la felicidad y la consideración de qué sea la justicia, la discusión argumentada acerca de qué hemos de considerar virtuoso y justo para que el individuo llamado hombre pueda ser feliz. La ética es, en suma, reflexión sobre la vida buena del ser humano considerado como individuo.
La política, por su parte, tiene por objeto la vida del hombre en la polis, el análisis de las constituciones, de las leyes y regímenes que los hombres se han dado en su vida en común, para explorar, desde ahí, cuáles de las virtudes privadas pueden ser consideradas también virtudes públicas y cuál puede ser el régimen que mejor concuerde con estas virtudes. En suma, el objeto de la política es la comunidad buena (o el buen gobierno) de los hombres asociados.
Ahora bien, como Aristóteles consideraba que el ser humano es zoon politikón, o sea, un animal ciudadano, un animal cívico, social o -literalmente- un animal político, él mismo no deja de recordarnos constantemente que la virtud, la justicia y la felicidad se alcanzan, cuando se alcanzan, en nuestro caso, socialmente, en relación con los otros en la ciudad, en la polis, o sea, políticamente.
De manera que entre la ética y la política hay, de hecho, un continuo, una continuidad. Para nuestro caso, el del zoon politikón, no hay justicia, virtud o felicidad dignas de ese nombre al margen de la sociedad, de la política, fuera del ámbito de la polis. Por eso, si estudiamos con calma las obras de Aristóteles, nos daremos cuenta de que la Ética a Nicómaco anuncia ya la Política (de una manera explícita al final de la obra) (2) y de que la Política hace, a su vez, constantes referencias a la Ética: la reflexión aristotélica sobre la educación y sobre las leyes de la ciudad-estado es, por así decirlo, el ámbito de intersección entre el mundo de lo ético y el mundo de lo político. Ética, paideia, jurisprudencia y praxis política constituyen un todo cuyas partes sólo son separables metodológicamente, por análisis.
III
De ahí se derivan dos cosas.
Primera: que la distinción entre el ámbito de lo ético y el ámbito de lo político es, metodológicamente, lo suficientemente clara como para que sus temas puedan ser tratados, por comodidad analítica, para ir por partes, en libros separados.
Segunda: que siendo el ser humano un zoon politikón, un animal cívico o social, las consideraciones analíticas de un ámbito (el de la vida buena del individuo que intencionalmente se propone obrar bien) remiten constantemente, en la práctica, al otro ámbito (el de la ciudad bien gobernada). De hecho, ambos tipos de consideraciones podrían caber en un sólo libro o tratado. Y cuando leemos la Politeia de Platón, que suele traducirse con el título de La república, ésta es precisamente la impresión que tenemos sobre lo que estamos leyendo, a saber: que los temas de la ética y los temas de la política se interrelacionan de tal forma que constituyen un todo único. Por eso los filósofos neoplatónicos renacentistas, por ejemplo, han empleado continuamente esta expresión: la vida buena en la ciudad bien gobernada (que puede ser una ciudad realmente existente o la ciudad ideal).
Este concepto aristotélico de la política, que es en lo sustancial el concepto griego, noble (aristocrático, aunque corregido ya por la experiencia de la democracia ateniense), se puede traducir a la fórmula siguiente: la política es la ética de la vida colectiva.
Ahora vamos a dar un paso más para aclarar esta relación entre ética y política.
Como en el corpus aristotélico la Ética a Nicómaco (o sea, la reflexión sobre la virtud, la justicia y la felicidad) es cronológicamente anterior a la Política (o sea, a la reflexión sobre los regímenes y constituciones del ser humano asociado en comunidades) podría deducirse de ello que la ética es también prioritaria en el sentido de más fundamental. Mucha gente lo cree así. Pero ése no era el punto de vista aristotélico.
En las primeras páginas de la Ética a Nicómaco (III) y luego muchas otras veces a lo largo de la obra, se afirma la preeminencia de la política. Escribe Aristóteles:
Un primer punto, que puede tenerse por evidente, es que el bien se deriva de la ciencia soberana, de la ciencia más fundamental de todas; y ésta es precisamente la ciencia política [politikè fainetai]. Ella es, en efecto, la que determina cuáles son las ciencias indispensables para la existencia de los Estados, cuáles son las que los ciudadanos deben aprender y hasta qué grado deben poseerlas. Además, es preciso observar que las ciencias más estimadas están subordinadas a la Política; me refiero a la ciencia militar, a la ciencia administrativa, a la Retórica. Como ella se sirve de todas las ciencias prácticas y prescribe, también en nombre de la ley, lo que se debe hacer y lo que se debe evitar, podría decirse que su fin abraza los fines diversos de todas las demás ciencias; y por consiguiente, el de la política será el verdadero bien, el bien supremo del hombre. Además, el bien es idéntico para el individuo y para el Estado. [...] Por lo tanto, en el presente tratado estudiaremos todas estas cuestiones que forman en cierto sentido un tratado político.
La línea argumental de Aristóteles es también en esto, como se ve, muy clara. El fin de la política abraza los fines diversos de las demás ciencias próximas (retórica, jurisprudencia y militar, señaladamente) y como el bien es idéntico para el individuo y para la polis la ciencia o conocimiento político es el más fundamental de todos. Hasta el punto de que la primera parte de la Ética, que trata del bien y de la felicidad, es calificada como un tratado en cierto modo político. Para entender bien esto hay que tener en cuenta que, para Aristóteles, la polis (la ciudad) es "anterior por naturaleza a la familia y aún a cada individuo", y que es, además, la más perfecta y única autárquica de las comunidades. La polis (la ciudad-estado) representa el fin de la sociedad. Sólo en la polis, en la participación comunitaria [koinomía], puede el hombre practicar su virtud [areté] y lograr su felicidad [eudaimonía]. Es en la colaboración política donde se despliegan las virtudes capitales: la justicia [diké], la prudencia intelectual [phrónesis] y la amistad [philía].
Esto supone una concepción muy noble de la política y de lo político, de la política como actividad, como praxis, y de la política como ciencia o conocimiento teórico. Sobre todo en relación con la ética. Y hay que decir en seguida que ese punto de vista aristotélico choca de plano con algunas convicciones muy establecidas en el marco de nuestra cultura, sobre todo por lo que en nuestra cultura ha representado el cristianismo y la secularización del punto de vista cristiano, que afirman la preeminencia de la ética (o de la moral) de una forma absolutamente incondicionada, como diciendo: una cosa es la ética y otra la política, y de la das dos, la buena es la ética.
IV
La pregunta es: ¿se puede ser todavía aristotélico en esto de la valoración comparativa de la ética y la política sin ser "un antiguo"?
En su sentido originario, griego, ser un zoon politikón quiere decir formar parte de una especie social que, además, tiene lógos, o sea, palabra razonada; quiere decir formar parte de una especie, pues, cuyos miembros se enriquecen espiritual e individualmente mediante la comunicación social (en aquel caso, sobre todo verbal) y se sienten obligados, por tanto, a participar de forma activa en la gestión y control de la cosa pública para, así, alcanzar la virtud y la felicidad personales.
La historiografía contemporánea ha puesto de manifiesto, sin embargo, que este concepto noble, normativo, de la política no siempre se ha correspondido con lo que realmente sucedía en la polis griega. Además, en aquella sociedad el enriquecimiento espiritual y personal de los ciudadanos que participaban políticamente en la polis, incluso cuando esta se llamaba a sí misma democracia, estuvo basado en una rígida división social del trabajo y en la existencia de esclavos. Hay mucho que hablar acerca de la orientación política de Sócrates, pero aún sin entrar en la discusión acerca de esta orientación (si democrática en un sentido distinto del entonces establecido o simplemente aristocrático-oligárquica), ya la Apología que escribió Platón nos hace pensar en que la realidad de la participación política ateniense era bastante más mezquina que lo que sugiere el noble concepto normativo de la misma. Platón enseña, sin duda. Pero también Aristófanes.
Esta es una primera verdad aprendida que conviene contar en público para que nadie se llame a engaño: el quehacer político ha sido probablemente desde su principio clásico una actividad internamente contradictoria en la que compiten virtud, desinterés, socialidad y razón de un lado, y egoísmo, corrupción, perversión y odio de otro. Los coros de las tragedias de Sófocles suelen insistir en una advertencia que luego se ha hecho canónica en el refranero de la mayoría de las lenguas cultas: "La prueba de lo que es el hombre la tenemos en su relación con su poder; sólo sabemos lo que realmente es un hombre cuando le vemos actuar políticamente, como legislador". Para estar seguro, dice el coro en las Traquinias, hay que actuar, porque aun cuando te parezca estar en lo cierto, no puedes tener seguridad si no pruebas.
Aristóteles sabía perfectamente esto. De modo que su noble y virtuoso concepto normativo de lo político tiene que ser leído, quizás, como un mensaje racional que reza más o menos así: a pesar de la contradictoriedad interna de la actuación práctica de los ciudadanos nos conviene participar en las tareas de la polis porque eso nos hace mejores a todos los que tenemos el derecho de ciudadanía. Comparativamente -y ahí está la clave- la participación política en los asuntos de la polis es, intelectual y espiritualmente, más satisfactoria que dejar tales asuntos en manos del tirano o de una oligarquía, como, tal vez por desconfianza en la política misma, se hace en otros lugares.
V
Ahora bien, la historiografía puede oponer al noble concepto normativo de lo político un cuadro como este que sigue:
1. Cada uno de los hombres considerados individualmente, el individuo llamado Eutifrón, Nicómaco, Cayo o Jordi (o la individua llamada Xanira, Helena, Victoria o Carmen) puede no saber que es realmente miembro de una especie política, civil, cívica, ciudadana; o:
2. Puede querer discutir con los otros conciudadanos detalladamente qué significa eso de ser político en cada momento histórico dado, determinado, con la sospecha, tal vez fundada, de que no es lo mismo ser un zoon politikón en Atenas que en Esparta (o en la Cataluña actual); o:
3. Puede también, en ciertas circunstancias, no ejercer como animal político; y esto no por ignorancia respecto de su pertenencia a la especie de los animales razonadores y políticos ni por desidia, sino precisamente por desconfianza ante la afirmación de que la virtud y la felicidad de los individuos se logran precisamente haciendo política; o, por último:
4. Puede, según cómo, declararse asqueado de la forma habitual de hacer política en su país, en su mundo o en su tiempo y tratar de cambiar el concepto imperante de lo político con la convicción de que el hombre es, en efecto, un zoon politikón pero su virtud y su felicidad dependen precisamente de la forma concreta que tome la participación ciudadana en los problemas públicos.
Lo que se dice en el punto 1 adopta a veces un carácter abiertamente polémico cuando se argumenta no sólo que hay individuos que se abstienen de la política porque ignoran pertenecer a la especie zoon politikón sino algo más, a saber: que gracias a esta ignorancia dichos individuos son virtuosos y felices. La equiparación de la virtud y de la felicidad de la persona con un estado límbico, con el vivir en el limbo, no es nada ajeno a una cultura como la nuestra que se siente herida por el exceso de conocimiento; de modo que en ocasiones, en ese marco cultural, se acaba identificando la participación política con la maldad del poder en sí, y la inocencia del que nada sabe a este respecto con la bondad y la felicidad.
La crítica contemporánea quizás más dura y radical de este tipo de inocencia apolítica la ha hecho Hannah Arendt: la inocencia de las víctimas y de los verdugos de Auschwiz está en la base del holocausto. Por "inocencia" en el siglo XX entiende Hannah Arendt la impoliticidad de las masas desagregadas y atomizadas que sigue a la demagogia del carisma. He ahí un ejemplo, y bien patente, de cómo el limbo puede convertirse en el infierno, de cómo el dejar hacer la política a los otros por ignorancia conduce a la catástrofe de todo un pueblo. Con un tono más provocador y con otras palabras (en prosa y en verso) también Bertolt Brecht ha llamado la atención sobre lo mismo.
La argumentación contenida en 2 no niega en general el concepto normativo y noble de la participación política pero exige de éste precisiones. Recogeré esta exigencia, que me parece atendible, un poco más adelante.
Más enjundia tiene todavía la negativa del individuo a ejercer de zoon politikón no por ignorancia sino por desconfianza en que tal vía conduzca a la felicidad y a la virtud. Esta desconfianza es característica de las horas bajas de la historia de la humanidad. En momentos así los compañeros de la actividad política no son sólo ni principalmente la virtud y la felicidad del ciudadano con derechos en una sociedad en la que manda el consenso, sino también la fuerza y la muerte que resultan del enfrentamiento entre derechos que se quieren iguales. Entonces el lógos se convierte en demagogia y decide la violencia. Y frente a demagogia y violencia surge la propuesta del alejamiento de la política, de la participación en la política.
Notas
(*) Fragmento de Ética y filosofía política. Ediciones Bellaterra, Barcelona (España), 2000.
(1) He tenido en cuenta: P. Aubenque, La prudencia en Aristóteles, Crítica, Barcelona, 1999; E. Lledó, Memoria de la ética (una reflexión sobre los orígenes de la teoría moral en Aristóteles), Taurus, Madrid, 1995; C. García Gual, "Introducción" a La política, edición del mismo y Aurelio López García, Editora Nacional, Madrid, 1977; y el capítulo de C. García Gual en la Historia de la teoría política, coordinada por Fernando Vallespín, Alianza Editorial, Madrid, 1990, vol.1, cuyas páginas 140-164 están dedicadas a Aristóteles.
(2) Aristóteles, Ética a Nicómaco, X, ix.21-23.
(3) Edición de Classical Library, I, 1, 4-II, 6-7.