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La Izquierda debate


 

Otro balance

por Gustavo Sánchez
La Fogata

Introducción

A un año de gobierno de Néstor Kirchner, ni el lugar común del balance de gestión, ni el de la caracterización de etapa, constituyen a mi entender la tarea de reflexión más urgente. Aun cuando ambos deben tener lugar, y de hecho lo tienen abundantemente tanto en el plano de la descripción periodística como en el del anásilis político, acaso pueda ser más relevante hacer foco no ya en los actores políticos sino en el colectivo social que en última instancia, y de manera oblicua, ellos reflejan. En cómo este colectivo, a través de sus prácticas y representaciones, se ha manifestado a lo largo de este año en relación con las nuevas coyunturas y su articulación histórica con trayectorias materiales y simbólicas de más largo aliento.
Ciertos riesgos están implícitos en un intento tal. En primer término, la propia intención de pensar al colectivo social como un todo puede suponer una cierta suspensión de la especificidad de actores múltiples y en pugna, que habrá que reponer en un punto si se quiere evitar la tentación funcionalista.
En otro orden, fijar la atención en la sociedad civil implica situar al gobierno y al estado en un lugar que habitualmente no le es asignado en el pensamiento de izquierda: se hace necesario concebirlos como agentes dotados de cierta capacidad de acción no determinada, aunque sujeta a múltiples restricciones.
Se trata de abandonar, en principio, la idea de que el estado y el gobierno son meramente "instrumentos" del bloque dominante, reflejo directo e inmediato de un interés de clase. En efecto, las determinaciones a las que éstos están sujetos no pueden ser mayores que las que afectan a todo otro actor social: por un lado, las restricciones propias de la interacción, es decir, las que se originan en la propia capacidad de acción de los demás actores involucrados, y por otro, las que impone la estrucutura social: relaciones de poder y de recursos, regularidades de las representaciones y las prácticas, que cristalizan en el mundo social más allá de la conciencia que los actores puedan tener de ellas (y que a menudo no pueden tener).
Desde este marco teórico puede ser posible comprender en qué medida o bajo qué condiciones contingentes el estado y su ocasional gestión por un gobierno se convierten en instrumento de una clase o pueden escapar hasta cierto punto de ello. Pero sólo un rasgo ensayístico antes que teórico sería capaz de asumir cabalmente este punto de vista y sus riesgos.

De piqueteros y gente decente

La descripción televisiva es precisa. Los piquetes interrumpen el tránsito y son potencialmente violentos, a diferencia de las concentraciones de la gente decente que concurre masivamente a las marchas de Blumberg. El sentido común justifica un petitorio con connotaciones fascistas que incluye el aumento de penas y el encarcelamiento de menores. Y sin embargo, como bien señaló Hebe de Bonafini, la lamentable muerte de Axel Blumberg no fue la primera ni será la última. Demasiado cierto para una sociedad que encuentra en el facilismo de la respuesta autoritaria la excusa justa para no hacerse cargo de sus propias culpas y para seguir sin comprometerse con el destino colectivo, más allá de sus fobias particulares que sólo parecen sosegarse a la luz de unas velas más cercanas a la muerte que propugnan que al legítimo dolor de las víctimas. Como si el "voto cuota" no tuviera nada que ver con el drama social de una marginalidad que, además de hambre y piquetes, produce delincuentes menores de catorce años.
El tránsito también se ve interrumpido por las obras de repavimentación en la Ciudad de Buenos Aires, e indignados automovilistas reclaman que los trabajos se realicen de noche o los fines de semana (no aclaran si habría que pagarle horas extras a los obreros de las cuadrillas). El Gobierno de la Ciudad no comprendió que los baches no son tan graves para el inmaculado tránsito como su interrupción por la intervención de actores ilegítmos en el espacio público.
A diferencia de los repudiados piqueteros, los cartoneros son queridos y respetados por "la sociedad" (que evidentemente no los incluye en ella ya desde un discurso que los posiciona como un otro). No se trata de centrar el debate en los dichos de Majul, Telenoche o Mirtha Legrand, sino en el telón de fondo de un colectivo social que los hace posibles y en buena medida adhiere a ellos.
Durante años, con servicios estatales o privados, la población trabajadora ha venido viajando colgada en los trenes y accidentándose en ellos. Pero desde hace un tiempo amplios sectores de la clase media se ven obligados a viajar por ese medio, y los primeros síntomas de reactivación económica han aumentado la demanda del servicio y consecuentemente empeorado las condiciones del transporte. La cobertura periodística del tema elude, como siempre, cualquier historicidad y toda consideración global del problema, que excede ampliamente la cuestión de las concesiones ferroviarias, aunque por cierto hay motivos suficientes para hacer caer al menos el contrato de la ex-línea San Martín. Sin embargo, no hay soluciones inmediatas en el marco de la indefensión de una industria nacional que perdió su capacidad para producir vagones y tiene serias dificultades para adquirir insumos elementales en muchos otros rubros a partir de la devaluación. La línea Belgrano Norte también fue objeto de la mirada "crítica" de los comunicadores legítimos.
Sus trenes funcionan regularmente con una frecuencia de diez minutos en horario pico, y las locomotoras transportan tantos coches como la capacidad de los andenes permite. Pero desde Villa Rosa hasta Retiro hay más de 50 km de vía férrea que recorren la superpoblada zona norte del conurbano bonaerense.
La verdadera solución al problema vendrá cuando la población trabajadora esté nuevamente en condiciones de utilizar medios de transporte alternativos y hoy inaccesibles. O con el socialismo, claro, pero lamentablemente este último no forma parte de ninguna agenda con capacidad de intervención efectiva.
También produce indignación televisiva y televisada la pretensión de ahorrar energía bajo un régimen de incentivos y castigos en forma inversamente proporcional a su consumo. Aquí ni siquiera es necesario conocer por la propia experiencia u otra fuente de información los detalles técnicos de la cuestión. Por principio parece bastante razonable una medida de esta naturaleza ante una situación de emergencia, si se diera el caso de un colectivo social que se concibiera a sí mismo como tal.
Los medios y sus representaciones distorsivas de lo real... sí, por un lado; pero por otro, un exacerbado cinismo que parece haberse apoderado de los actores legítimos de la sociedad. Por supuesto que no se trata de soslayar las responsabilidades gubernamentales que subyacen a los problemas planteados, y que son el tema de otro tipo de análisis que no faltan. Pero lo que está en la superficie (y no siempre se deja ver) en estas reacciones sociales y coberturas mediáticas es la pérdida de cierta noción mínima de integración social. Veinticinco años de destrucción de la capacidad productiva del país y su eclosión en una crisis cuasi terminal como la de diciembre de 2001, harían pensar en alguna disposición del conjunto social para conciliar ciertos intereses básicos y tolerar unas vicisitudes que en principio no parecen de sencilla solución en el corto plazo. Es más fácil advertir el cinismo de estos actores legítimos si pensamos en la pasividad -pasmosa- de las clases populares frente a dificultades mucho más dramáticas y cuya urgencia no podría consentir dilación alguna, y que no devienen sin embargo en esos chillidos histéricos con que una parte mayoritaria de los sectores medios expresa su indignación ante "los piqueteros", "los delincuentes" o "los políticos".
El rol que los medios de comunicación de masas, sobre todo los electrónicos, juegan en relación con las representaciones sociales de la realidad es siempre problemático. ¿Hasta qué punto la realidad es televisiva o televizada? ¿Hasta dónde las construcciones de los medios coinciden o no con la percepción espontánea de la realidad? ¿En qué medida forman esta percepción? Todo parece conducir a una suerte de alianza estratégica entre los medios y el público consumidor, pero no se trata de una alianza entre pares. Hace algunas semanas, La Nación publicó un interesante artículo de Umberto Eco donde el autor, tomando el ejemplo de la reacción de la opinión púbica española frente a los atentados de Atocha, su cobertura periodística y los resultados electorales posteriores, insistía en su posición acerca de la capacidad de los receptores para distanciarse de los mensajes dominantes. La propia publicación de ese artículo en ese medio en el contexto de la operación mediática montada a partir del caso Blumberg, nos da ya una pista acerca de cómo pueden ser las cosas. Es cierto lo que dice Eco respecto de ese episodio, y seguramente podríamos encontrar muchos otros de características similares. Sin embargo, no puede perderse de vista nunca que la relación entre emisores y receptores de medios está signada por la dominación, y que las resistencias comunicacionales se producen de modo tan desigual como en toda otra esfera de resistencia a un poder dominante.
Los sectores medios son los actores legítimos que constituyen la opinión pública. Y los son todavía más cuando se trata de esa mayoría conservadora y de tendencias xenófobas, con una fuerte compulsión al consumo y a la especulación, y aspiraciones que no se condicen ni con su posición de clase ni con las posibilidades objetivas de la economía nacional para satisfacerlas. Ni la plata dulce ni el uno a uno que sirivieron para financiar sus viajes a Miami pueden explicarse sin tomar en cuenta el imaginario de estos sectores y sus demandas sociales, que se impusieron incluso frente a necesidades mucho más racionales como el desarrollo de la economía nacional y la conservación del patrimonio público.
Sin embargo, no se puede negar que su legitimidad reposa en última instancia en una funcionalidad constitutiva respecto de los propietarios burgueses, locales y transnacionales. El papel de los medios de comunicación es central en la definición, construcción efectiva y reproducción social de esa legitimidad.
Sobre todo en el caso de la televisión por aire, por la sencilla razón de que ésta es consumida no sólo por sus destinatarios legítimos sino también, y acaso mayoritariamente, por los sectores populares, aunque más no sea por las restricciones materiales de éstos en relación con otro tipo de consumos culturales. Habría que explorar detenidamente la relación entre la imagen mediatizada de legitimidad social que tiende a neutralizar la propia experiencia de los sectores populares, y la acotada movilización política y simbólica de éstos en los últimos años.
Si a las marchas piqueteras se oponen las concentraciones de Blumberg, el contexto en el que surgen estas últimas no puede ser desligado de los actos del 24 de marzo y la difundida oposición entre derechos humanos "para algunos o para todos", tan cara a la derecha más autoritaria. Nunca más clara esta génesis del efecto Blumberg que en sus reveladoras declaraciones sobre el caso Bordón, donde la inversión ideológica salió a la superfice con sorprendente claridad (un actor más avezado que Blumberg no hubiera caído tan fácilmente en la trampa de su propio discurso, lo que también habla de las dificultades históricas de la derecha para construir liderazgos puros). La frase final de Blumberg no tiene desperdicio: "cada cosa en su justa causa". Habrá querido decir "cauce", en el sentido de "encuazar" la interpretación, de distinguir una situación de otra... pero la impronta patronal del mediano empresario textil le hizo utilizar términos idénticos a los de un telegrama de despido (empresario, textil y mediano definen casi por sí mismos el carácter sobreexplotador de la mediana burguesía nacional, más exacerbado incluso que el de la gran burguesía). Una "justa causa" que allí permite exonerar sin indemnización a un trabjador, y aquí consentir un asesinato en manos policiales.
Efectivamente, la burguesía y buena parte de los sectores medios -su grupo de choque simbólico- conciben exclusivamente los derechos humanos para los actores legítimos, pese a que dicen lo contrario. Cuando el piquetero "oficialista" Luis D?Elía señaló con mucha mayor claridad que la izquierda ilustrada el carácter xenófobo y clasista de las demandas de Blumberg, la indignación de "la opinión pública" fue tan categórica como reveladora de que allí se estaba exponiendo una verdad inconfesable. Verdades que por otra parte en Argentina sólo parece poder decir el populismo, ya que la izquierda ilustrada tiene por definición serias dificultades para conectar con la experiencia popular. Allí va todavía el coro de "progresistas" intentando conciliar con Blumberg, y junto a los chicos del Kennedy puede verse a políticos y periodistas "bienpensantes".

Diciembre de 2001, los sectores populares y el efecto "K"

Detrás de la crítica (cínica) al sindicalismo, se esconde siempre el desprecio por la clase obrera. Esto sin soslayar el carácter burocrático y entreguista de gran parte de la dirigencia sindical vernácula, pero siempre es necesario considerar quién dice qué y no sólo lo que dice. Hay una continuidad histórica entre el "repudio" a las huelgas -que no dejó de crecer en el segmento social medio desde el alfonsinismo en adelante- y el repudio a los piquetes, que la efímera y acotada alianza entre "piquete y cacerola" no podía quebrar.
El papel de los sectores populares en la crisis política de diciembre fue subsidiario respecto de los sectores medios que, por supuesto, tenían también a su interior fines contradictorios. En verdad, lo que ocurrió puede definirse como una apropiación por parte de las clases medias de la revuelta popular del 19 diciembre. Y fueron ellas quienes desde entonces se disputaron el devenir del nuevo proceso en marcha. Si en 1989 la intervención popular fue suficiente para forzar la renuncia de Alfonsín, once años más tarde el mapa de las legitimidades sociales había cambiado ostensiblemente: era necesario que otros actores asumieran la iniciativa política, y éstos estuvieron en condiciones de hacerlo.
En un caso y en otro, la paticipación de la estructura partidaria peronista en el origen de los acontecimientos es absolutamente irrelevante desde el punto de vista que intento suscribir. Salvo que se piense que los sectores populares son por definición una multitud ignorante que responde mecánicamente a los mandatos de los punteros barriales. Pero aun con esa salvedad, el papel secundario de los sectores populares en general, y la ostensible ausencia de la clase obrera organizada en particular, son uno de los datos centrales de los acontecimientos de diciembre de 2001. Y esta ausencia no puede explicarse sólo ni fundamentalmente por la traición de la burocracia sindical, ni siquiera por el deterioro objetivo de la envergadura material de la clase, sino ante todo por su decadencia (simbólica) como actor político eficiente.
Pero si un eco de las intenciones de la clase media progesista y las vanguardias militantes puede advertirse en algunas políticas de la gestión Kirchner, aun cuando no se tratara más que de "golpes de efecto" (y no habría que olvidar que la política es, también, gestos y efectos simbólicos), otros ecos y líneas de continuidad más claros subsisten en el colectivo social.
El carácter antipolítico que las jornadas de diciembre y su antecesor, "el voto bronca", tuvieron para los sectores medios conservadores que también los protagonizaron -pese a la versión mutilada de esos hechos que la izquierda todavía defiende-, puede y debe leerse en las manifestaciones, representaciones y prácticas de esos mismos sectores en la coyuntura actual. En este sentido, mientras que los sectores populares mantienen su auto-percepción de actores ilegítimos y pasivos y adoptan una posición acorde a ella, los sectores medios conservadores, acicateados simbólicamente por la burguesía, no dudan en asumir de nuevo un papel activo, ahora en contra del denominado "efecto K" (y esto mal que nos pese, pero la principal oposición al gobierno es de derechas y no de izquierdas, de sectores medios y burgueses y no de sectores populares). Por supuesto, existen expresiones localizadas donde otras formas de auto-percepción y otras prácticas tienen lugar, por ejemplo en los movimientos autónomos, las fábricas recuperadas y los cuadros piqueteros. Pero es evidente que esta situación no se corresponde con la de la abrumadora mayoría de los trabajadores.
La crisis de representación pudo ser un signo de emancipación política y un acontencimiento fundacional de otra racionalidad posible, pero fue también, y acaso sobre todo, una señal de disgregación social dotada de un componente altamente irracional. Una sociedad que culpa de todos sus males a su clase política expresa, en esencia, su carencia de intenciones y capacidad para tomar la política en sus propias manos: exactamente lo contrario de las interpretaciones dominantes en la izquierda en relación con diciembre de 2001. Desde ya que muchos asambleístas y militantes de la vanguardia querían lo contrario y trabajaron por ello, pero el consenso social sobre el que se basaban sus acciones era de otro signo. Por esa razón nuclear, mucho más que por otras, las asambleas se vaciaron de vecinos y las cacerolas amenazaron con hacerse oir en contra de los piquetes y no junto a ellos.
Bastaría mencionar por caso la evanescencia de ese actor emergente que fueron los "ahorristas estafados", que en última instancia no reclamaban si no la perpetuación a cualquier costo de la ficción menemista, incluso cuando resultaron claramente beneficiados por la pesificación de los depósitos que les reconoció en más el poder de compra de sus ahorros a pesar de la devaluación. Mientras el salario de los trabajadores recién durante este año comenzó a recomponerse lenta e insuficientemente (y sólo en el caso de los legalmente contratados), los sectores medios no participaron de igual modo en el impacto de la crisis y rápidamente recuperan sus niveles de consumo, a la vez que vuelven a depositar sus ahorros en los mismos bancos a los que ayer les juraron venganza. Desde el punto de vista económico, es bueno que aumenten el consumo y los depósitos, pero todo esto dice también algo acerca de los actores sociales implicados y de sus relaciones de fuerza.
Si algo de que lo que aquí se dice es cierto, las organizaciones populares deberían replantear seriamente sus caracterizaciones de la etapa e incluso sus evaluaciones de la gestión estatal. Y si bien la acotada versión que aquí presento acerca del colectivo social no es muy alentadora, es sin embargo cierto que este colectivo ha avanzado y puede decirse que es "mejor" que el de la década menemista. Explorar sus límites, y sobre todo los riesgos ciertos de regresiones, respecto de las cuales nuestra historia social y política da sobradas cuentas, es la primera tarea que ellas deberían darse si se quieren construir otras legitimidades. Está claro que las vanguardias, aunque políticamente desfasadas, y las organizaciones populares socialmente ancladas, expresan aspiraciones más avanzadas que las del gobierno kirchnerista.
Pero acaso también debería estarlo que en varios aspectos ese mismo gobierno parece estar "por delante" de un conjunto de actores socialmente legítimos que pugnan por retrotraer la situación a instancias aún menos ventajosas para los sectores populares, que siguen sin poder intervenir eficazmente en la política nacional.
Si nos resulta posible pensar seriamente en el carácter de relativa autonomía del estado, si podemos abandonar la visión esquemática de su instrumentalidad clasista, para concebir también las subjetividades de sus agentes y las configuraciones específicas de los campos en que deben actuar, sería posible preguntarse por los puntos críticos en los que la intervención del estado no coincide con los intereses inmediatos del bloque dominante, y en los que las acciones del gobierno originan tensiones con el imaginario de los sectores medios conservadores. Y podríamos hacerlo tal vez con el objetivo de profundizar esas brechas. Si estos aspectos no son tomados en cuenta en aras de una radicalidad desfasada de la coyuntura, no habrá posibilidades de bregar por otra hegemonía y por la realización de una efectiva emancipación política.