Compañeras
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5 de mayo del 2004
Cuando el aborto clandestino es sinónimo de muerte
Rosario Echagüe
Desde hace 12 años trabajo como médica en el Hospital de Nueva Palmira. Como mujer y como médica siento que debo decir lo que ocurre en nuestros hospitales, reflejo de una grave problemática de nuestro país y que podría aliviarse -en parte- con la aprobación del proyecto de ley de Defensa de la Salud Reproductiva que se tratará el próximo 4 de mayo en el Senado de la Nación.
Flavia tenía 16 años y un bebé de 6 meses -sin padre que se hiciera cargo- al que aún amamantaba. Tenía educación primaria completa y algún que otro año de secundaria. Tenía una familia numerosa y muy pobre con la que vivía y que los alimentaba a ella y a su bebé.
No tenía novio. Tenía un retraso menstrual. Tenía mucho miedo de estar nuevamente embarazada. Tenía una pastilla para matar "tucu-tucu", la tenía desde hacia tiempo. La había comprado cuando se enteró de su anterior embarazo... pero en aquel entonces no se animó a usarla. La tenía guardada porque... ¡nunca se sabe!
Flavia no había tenido nunca acceso a educación sexual y reproductiva, tampoco a las "clínicas de aborto seguras". En esas condiciones un embarazo no deseado se vuelve una situación bien peliaguda. Más jodida aún si hay problemas con el puchero en la casa. Sólo tenía 16 años. ¡ Lástima! También tenía esa pastilla de veneno que colocó en su vagina con la idea de abortar.
La recibí en la puerta del Hospital de Nueva Palmira a las once y media de una noche triste, hace poco más de un año. Hacía una hora que se había puesto la pastilla. Tenía mucho dolor de barriga, una diarrea abundante que olía muy mal y vómitos imparables. Estaba muy pálida y temblorosa, no sabía lo que le estaba pasando y tenía mucho miedo.
En la sala de espera, un familión aguardaba a que yo -la médica de guardia- pudiera ayudarla. Ahora yo también tenía mucho miedo.
Llamé a cuanto médico y veterinario tuve a mi alcance. El veterinario que le había vendido el veneno -y que podía informarme el nombre del plaguicida- había emigrado, estaba viviendo en España. Los otros me daban pistas que no servían. No era un compuesto fosforado ni un anticoagulante, los síntomas no coincidían.
Dos médicos llegaron de apoyo. El ginecólogo lavó la vagina de Flavia y sacó los magros restos de veneno que aún no habían sido absorbidos, constató y me mostró la úlcera que había quedado en el lugar donde estuvo la pastilla. La médica de la emergencia móvil vigilaba a Flavia, mientras yo llamaba por teléfono a Toxicología en Montevideo en búsqueda de un antídoto o de pautas para manejar la situación.
Su pulso se iba perdiendo y su presión se hizo intomable. Comenzó a adormilarse. "Flavia no te duermas. ¡Flavia tenés que colaborar!" La médica de Toxicología estaba tan confundida como nosotras, quedó en llamar a su profesora y tratar de obtener más información. Había reservado cama en el CTI más próximo y mientras hacíamos el papeleo de autorizaciones, llega de Montevideo el aviso de que la sustancia era seguramente fosfuro de aluminio, un potentísimo plaguicida.
-¿De dónde lo sacó? -me preguntó la médica de Montevideo-. No es de venta libre y además se usa en medio del campo.
-Estamos en medio del campo -le contesté.
Flavia hizo un paro cardíaco a las 6 de la mañana en el CTI de Carmelo. Varios médicos intensivistas y enfermeros especializados intentaron reanimarla por el lapso de una hora. Su corazón no pudo volver a latir.Tenía 16 años, un bebé de 6 meses y mucho miedo. No tenía apoyo legal, ni social, ni económico, ni cultural, ni médico para afrontar con éxito la situación que le tocó vivir. El semanario local informó ese fin de semana que, según la autopsia, Flavia murió por los efectos directos del veneno, y reveló, además, que no estaba embarazada. Como mujer, como médica y como ciudadana yo me hago responsable de lo que pasó, esta muerte que por acción y/u omisión yo no pude evitar tiene que ver conmigo y me duele. Unos meses más tarde estaba pasando visita en sala a mis pacientes (también soy psiquiatra) cuando desde una rincón una señora desconocida me llama.
-Doctora, doctora Echagüe, acérquese que quiero agradecerle... Usted trató a mi hija.
-De nada -le respondí-. ¿Cómo está ella ahora?
-Está muerta, doctora, yo soy la mamá de Flavia, ¿la recuerda?
Del rostro de la mamá de Flavia no me acordaba, pero de Flavia, sí. Me senté a los pies de la cama y ella comenzó a llorar...
-Fue culpa mía, doctora, usted hizo lo que pudo, la culpa fue mía y de los médicos de Carmelo... -No, doña, usted no tuvo la culpa y tampoco en Carmelo, el veneno era muy fuerte.
-Yo tengo la culpa, doctora, --me dijo-- yo permití que la alcanzara la miseria.
La culpa no es de nadie o es de todos... pero no es suya. En este país, las leyes no están hechas para ayudar a los pobres y ésa es nuestra culpa y no otra. En esto tiene razón, a nosotros nadie nos ayuda. La noche del entierro de Flavia era un martes 13, ¿se acuerda? Y nosotros creíamos que era suerte.
Totó, el bebé, lloraba desesperado, extrañaba la tetita. Un tío viejo le dio a Fanny -mi otra hija- la ropa de Flavia para que se pusiera y así se durmió tranquilo, con el olor de la madre... y así unos días hasta que se acostumbró. Personalmente creo que cuando debatimos sobre leyes, sobre las normas que nos damos para convivir en sociedad, su discusión se enriquece y clarifica cuando la idea deja de ser abstracta y sustituimos los números y las estadísticas por nombres y rostros concretos. La aprobación de esta ley de Salud Reproductiva sería un salto importante en la libertad de todas las mujeres de este país y sería el comienzo del final de esta pesadilla que sólo viven -en todo su horror- las mujeres más desposeídas. Para ellas, todo mi respeto y solidaridad.
* Después de este caso, la doctora Echagüe se comprometió abiertamente en la generanción del necesario consenso para la aprobación de la ley que el Senado uruguayo tratará el próximo martes.