En enero de 2006 se cumplirán veinte años de
la muerte de Juan Rulfo, uno de los más grandes
narradores, ya no de Iberoamérica sino del mundo. Y
como el brasileño Joao Guimaraes Rosa, que escribió
"Grande Sertao Veredas", una de las más
grandes obras de la literatura de la América de acá abajo, Rulfo
se conformó con escribir poco pero bueno.
Y su decir escrito es un espejo de su vivir, es como una fotografía de un mundo
que pudo palpar de niño.
Sus obras, "Pedro Páramo" y "El llano en llamas" son, antes
todo, un espejo de su realidad, la realidad del México de las primeras décadas,
que es como decir la realidad de América Latina.
Tenía nueve años cuando colgaron a su abuelo de los pies, pocos meses más
cuando su padre cayó en la tierra lleno de balazos y sus tíos fueron ahorcados.
Seguía siendo niño cuando su madre se murió hastiada de tanta sangre. Por esos
años, en los llanos de Jalisco, como en tantos otros estados mexicanos, había una
guerra en la que solo perdían los campesinos pobres. El humo y las llamas
invadían pueblos y plantíos. Muchos de esos campesinos defendían con la vida un
Cristo que llevaba una corona llena de joyas en lugar de espinas y vivaban a un
Papa lejano que, ni conocían ni los conocía.
Rulfo miraba a "cristeros" y federales
trenzados en la batalla, observaba la fila de postes con cuerpos colgados, veía
las mujeres vestidas de negro, y atrás de todo el fuego... Y esa imagen se la
guardó en los ojos y en la piel y en la pluma, y un día la regaló al mundo a
través de sus pocos escritos. Imagen de una realidad similar a la de
aquel nordeste del Brasil que describe Guimaraes
Rosa, parecida a la de los enfrentamientos en el corazón de Colombia, casi igualita
a la de la guerra entre blancos y colorados en el Uruguay de comienzos de
siglo. Imagen de una América nacida al fragor de la guerra. Una guerra en la
que mueren solo los pobres, mientras los caudillos y poderosos mantienen sus
privilegios. Una América origen de la actual.
Y Rulfo describió con tanta pintura aquel llano de Jalisco
en llamas, aquellos personajes semivivos-semimuertos, que su literatura
traspasó todos los mundos, con todas las letras del idioma de su lugar, con
todas las sombras de un rincón que en realidad eran muchos. No contó lo real
maravilloso, sino lo real espantoso, la maravilla estuvo en su creación. Y fue
tanto lo que dijo, tan antes que otros, que luego decidió callarse, como que se
guardó para sí toda la vida de sus muertos y toda la muerte de sus vivos.
De alguna manera, con sus decires Juan Rulfo pintó a México, incluso a este de ahora sin la
necesidad de nombrarlo, porque este país de hoy es consecuencia de los muertos
y los vivos de aquel, de los fantasmas que quedaron en el horizonte y en la
realidad. Como diría Eduardo Galeano, Rulfo dijo lo que tenía que decir en una novela corta y
unos pocos relatos y luego calló. O sea: hizo el amor de hondísima manera y
después se quedó dormido.
Ahora, casi veinte años después que se marchó y cuando el siglo se termina, vale
retomar su poca obra para entender mejor, ya no la magia de su narrativa que es
indiscutible, sino el significado del fuego. El fuego siempre surge con
claridad, con límites establecidos por los bandos, pero a veces, cuando avanza
por el camino del tiempo, se torna difuso, las llamas que parecían amarillas se
hacen rojas y las rojas pueden ser azules. De esa manera, como en aquel México,
el fuego, que parecía tener sentido, se queda sin sustento y se come la vida.