Llegué a la casa cubana de Hemingway en un viejo carro, contratado desde La Habana para trasladarme a Cojímar. Era un Oldsmobile de 1956, de los que brillaban por las calles que dominaba entonces la mafia, llegada años atrás desde los Estados Unidos y protegida entonces por el presidente Fulgencio Batista, que se mantenía en el poder gracias a un golpe de Estado, al favor de Washington y al dinero de los gánsters de Lucky Luciano, Meyer Lansky y Santos Traficante. En realidad, la casa de Hemingway se encuentra en el municipio de San Francisco de Paula, un pueblo contiguo a La Habana, aunque Cojímar es la pequeña población costera que se asoma al gran río azul, como llamaba el escritor norteamericano a la corriente del golfo que baña las Antillas mayores, y desde donde iniciaba sus travesías por el mar a la búsqueda de la sigilosa y esquiva libertad. No podía ser de otra manera: al llegar, yo iba recordando, con dificultad, las tinieblas de la vida de Thomas Hudson, el personaje de Islas en el golfo, mientras luchaba contra ellas en aquel mismo río azul que estaba allí al lado, tras las playas de Cojímar. El conductor del Oldsmobile se despidió en una explanada con un deseo: "¡Suerte, compañero!", que me hizo pensar -vaya a saber por qué- en la geografía torturada de los viajes de Hemingway. El escritor vivió en esta casa durante 20 años, y salió casi para morir. Mirando la casa, que sólo podía contemplarse desde fuera, pensé en la obra de Bohumil Hrabal, Anuncio una casa donde ya no quiero vivir, y en un texto del escritor indonesio Pramoedya Ananta Toer que se titulaba Una casa donde vivir, en el que contaba cómo construyó su hogar con sus propias manos, en la Indonesia pobre que después conocería las sangrientas matanzas del dictador Suharto, tan amigo de los norteamericanos. La casa habanera de Hemingway fue las dos cosas al mismo tiempo. Hacía unos meses, García Márquez y Arthur Miller habían podido pasear por las estancias de la casa, atraídos sin duda por las pertenencias abandonadas de Hemingway, por sus libros llenos de cicatrices y por el eco de los días turbulentos. Pero yo no tuve tanta suerte: hube de husmear la casa desde las ventanas abiertas, como un vecino fisgón o una comadre entrometida. Hemingway había empezado a vivir aquí en 1939, cuando andaba con su tercera mujer, Martha Gelhorn, la corresponsal de la guerra de España, y al año siguiente decidió comprarla, para ir llenándola de vida y de recuerdos. Después, mientras vivía en ella, el escritor haría labores de espionaje de submarinos alemanes, como su personaje Thomas Hudson, y se sentaría en el bar Floridita a tomar cócteles cubanos y a mirar a las mulatas habaneras. Antes, había vivido en la misma calle Obispo, en el hotel Ambos Mundos, como yo había visto mientras paseaba envuelto en las notas de las guarachas, de los sones y los boleros que se escapaban desde las tabernas. También aquí, en Cojímar, conocería Hemingway a Gregorio Fuentes, el español afincado en Cuba que le acompañaría en sus aventuras en el yate "Pilar" desde sus inicios, a finales de los años treinta; hombre, además, que le serviría de inspiración para su novela El viejo y el mar. Fuentes había nacido en 1897, y vivió en tres siglos distintos: murió en enero de 2002, a la respetable edad de 104 años. No podía imaginar Hemingway, que sólo era un año más joven que Fuentes, que aquel hombre que ya consideraba viejo cuando publicó la novela en que lo retrata, en 1952, viviría todavía medio siglo más y se convertiría en un ronco y escondido recuerdo de sus años cubanos. Hemingway viajaba con frecuencia. Uno de sus viajes más intensos fue el que realizó a China, entre abril y mayo de 1941, acompañando a Martha Gelhorn, aunque después se fue a Birmania y finalmente recaló en Hong-Kong, escenario que describiría después en algunas páginas de Islas en el golfo. A veces, parecía huir de sí mismo. Después de su incursión, en los últimos meses de 1944, en el París liberado de los nazis, y de su reencuentro con los años perdidos, cuando era un joven bohemio que aspiraba a convertirse en escritor, Hemingway vuelve a Cuba, en marzo de 1945, a la casa que yo estaba contemplando ahora. Intenté imaginar, mirando las escaleras, cómo se sentiría al llegar de nuevo, tras haber visto la guerra en el Oriente, los restos del imperio británico en Hong-Kong y el París libre que recorrían victoriosos los mismos republicanos españoles que había visto desangrarse unos años antes. Pero no era posible imaginarlo. Cuando volvió aquí, la casa de San Francisco de Paula estaba gravemente dañada por un huracán del año anterior, pero conservaba el aire azul de las Antillas y el susurrante latido de las noches habaneras. Allí se encontraba bien. Mary Welsh, su cuarta mujer, aunque no estaban aún casados, llegaría unas semanas después, y en esos meses recibió la visita de Gary Cooper y de algunas otras amistades. De hecho, en 1945 Hemingway ya era un viejo conocido en La Habana. Después, sería testigo de cambios trascendentales en la isla. Allí, con intervalos para sus viajes, transcurría la vida de Hemingway, mientras Cuba pasaba de la presidencia de Prío Socarrás a la de Fulgencio Batista, en el golpe de Estado de marzo de 1952: el siniestro Batista llegaría a condecorar a Hemingway dos años después, distinción que fue aceptada por el escritor aunque no por ello se dejó utilizar por el dictador. Ese año de 1952 publicó El viejo y el mar, una novela que se editó en un número especial de la revista Life que en apenas dos o tres días vendería ¡más de cinco millones de ejemplares!, y que le supondría conseguir el Premio Pulitzer, y -según mantienen algunos estudiosos- optar definitivamente al Premio Nobel, que conseguiría dos años después. Dentro de la casa de Hemingway, vigilada por amables pero firmes gobernantas que impedían traspasar los umbrales, se veía una confusión de supervisores, de señoras cubanas que miraban desde las puertas y ventanas: son las personas que cuidan del legado del escritor en la isla. Vi un cartel de una corrida de toros en Quintanar de la Orden, con Domingo Ortega, y unos caballistas españoles como motivo del cartel taurino. Se veían libros por todas partes: al parecer, dentro de la casa hay nueve mil volúmenes. En la sala principal, cabezas de ciervos y otros animales con cornamentas que yo no podía identificar. Sofás y mesitas bajas, con botellas de bebidas: a Hemingway le gustaba doblar el codo, y tener a mano el Floridita pero también su propio bar. En la puerta hay una campana, y los cañoncitos que hacía sonar Hemingway cuando llegaban visitas importantes para él. Al lado, la mesa del comedor, con los platos puestos, y algunos candelabros. Pensé, sin mayor lógica, dónde le anunciaría el cónsul sueco de La Habana al escritor norteamericano que le habían concedido el Premio Nobel, puesto que Hemingway no viajó a Estocolmo para recogerlo: seguramente sería allí, en la sala, tal vez en el comedor. Tenemos, sí, su presencia en un dibujo, guardado en la casa de Karen Blixen en Dinamarca, que nos muestra a Hemingway delante de la Academia sueca de Estocolmo, diciendo, galante, que hubiera preferido que le diesen antes el premio Nobel a la "bella Isak Dinesen". En el salón, todos los cuadros son motivos taurinos, inundados por la luz que entra torrencialmente, y en la sala de trabajo veo la máquina de escribir de Hemingway, que utilizaba de manera original, porque escribía de pie, como si cumpliera una condena inmóvil. Al lado, estaba la biblioteca y otra sala. Tuve la tentación de suplicar a alguna guardiana cinco minutos de gracia para espiar los libros, pero sabía que era inútil y desistí. Junto a la entrada está el cuarto del matrimonio. Volví de nuevo a mirar la sala donde trabajaba. En el cuarto estaba la mesa con un vidrio bajo el que se exponen ahora fotografías, y encima habían dispuesto recuerdos de África, y una enorme cabeza de búfalo que corona la sala. Había muchos libros, y un armario blanco, y cuchillos y machetes cortos, y, contiguo al despacho, otra sala con una cama en la que no dormía: apenas la utilizaba para descansar y para poner encima libros y revistas. Hay más estanterías con libros y cabezas de antílopes y cervatillos en esta sala, y trofeos africanos por todas partes. Sondeé a una de las mujeres que guardaban la casa, con la vaga esperanza de que algún azar afortunado me permitiera entrar y curiosear sin barreras. La mujer me enseñó curiosidades de las armas que se guardaban en el torreón, pequeñas inscripciones, algunas muescas que me costaba ver, detalles de los safaris africanos, y, mientras la escuchaba, recordé el párrafo de Las nieves del Kilimanjaro en el que Harry piensa que desde que había empezado a "expresar lo contrario de lo que sentía, sus mentiras le procuraron más éxitos con las mujeres que cuando les decía la verdad", y no me atreví a decirle que si me interesaba el pasado de cazador de leones de Hemingway, tal vez me atraía más el momento sombrío en que decidió que había llegado el final, en su finca de Ketchum, en Estados Unidos, en el verano peligroso en que acabó con su vida.
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Pero, sin duda, la guardiana tenía razón: Hemingway amaba los safaris africanos, y cazaba como un salvaje búfalos o leones, o cualquier animal que se cruzaba en su camino. Su primer safari lo hizo en Kenia: había viajado hasta Mombasa en noviembre de 1933 y estuvo varios meses, trasladándose con un jeep y varios camiones que llevaban el equipo y las tiendas. Instalados ante el Kilimanjaro, se dedicaron a cazar leones, y de esas experiencias salió el relato titulado Las nieves del Kilimanjaro, que después sería llevado al cine con Ava Gardner y Gregory Peck. En las aventuras africanas de Hemingway se habían producido algunas coincidencias inquietantes, como la relacionada con La reina de África, la película de John Huston. Hemingway había publicado en 1935 un libro titulado Las verdes colinas de África, además del célebre relato Las nieves del Kilimanjaro, y realizó varios viajes a África, en uno de los cuales sufrió un accidente y tuvo lugar una de las coincidencias que a mí me llamaban la atención. En uno de sus viajes a África, a principios de 1954, Hemingway padeció varios accidentes y casi encontró la muerte. Era un tipo duro, y al tiempo vulnerable. A consecuencia del más grave accidente que tuvo, con una avioneta Leopard Moth, le quedaron secuelas para el resto de su vida, y a mí me parecía muestra de la gran notoriedad del escritor que la noticia de que Hemingway había muerto hubiese dado la vuelta al mundo. Casi veía la avioneta en que viajaban el escritor y su mujer por las tierras ugandesas del lago Alberto y de las cataratas Kabarega o Murchison: se estrelló cerca de unos paisajes africanos que el cine había llevado ya por las ciudades del mundo de la mano de John Huston. Mientras yo escuchaba a la guardiana de la casa de San Francisco de Paula, casi veía la avioneta e imaginaba el rostro del escritor americano. Hemingway se dio cuenta de que había visto a la muerte de cerca. Hemingway viajaba en esa ocasión con su mujer, Mary Welsh, y con el piloto, y se salvó por milagro, pero la muerte le hizo un guiño, avisándole de que sus días aún no habían terminado. Lo más relevante era que mientras esperaban a los equipos de rescate, con la avioneta destrozada, vieron pasar por el río que tenían ante ellos el barquito de vapor que había utilizado John Huston para rodar La reina de África en 1951. Hemingway se veía en el espejo. En aquel cascarón que llamaban "la reina de África" había navegado un Humphrey Bogart aficionado a la bebida, borracho sin remedio, como el propio Hemingway; y también había recorrido el río Katharine Hepburn, aquel hermoso rostro de bronce que escribiría mucho tiempo después sus recuerdos del rodaje de la película; y el propio John Huston, a quien no le interesaba la historia que estaba rodando, y que sólo soñaba con matar elefantes y con recorrer la sabana en busca de animales salvajes, como Hemingway. El escritor vio pasar aquel barco, aquel espectro, como si fuera el sudor frío del destino, tres años después del rodaje, mientras esperaban que alguien los salvara de la muerte. Me fascinaba pensar en Hemingway mirando el barquito de vapor que llamaban "la reina de África", a la espera de que le rescatasen de un accidente de avioneta, perdido en el corazón de África. Lo veía herido, tirado en el suelo, viendo pasar el cascarón de Bogart, aspirando el aire o escudriñando las brumas del agua, pensando en el destino aciago o generoso y en los grandes crepúsculos africanos en que podía apoderarse de la libertad. Una vez rescatados, volvieron a la capital de Kenya, y Hemingway pudo leer entonces los artículos de los periódicos que llevaban la noticia de su muerte. Me gustaba imaginar al escritor llegando a Nairobi, tal vez instalado en el Norfolk, telefoneando a sus amistades de París y de América, de La Habana o de Madrid, para desmentir personalmente las noticias de los diarios. Pero además de esa coincidencia de Hemingway con Huston había otras cosas que parecían relacionarse con el mundo de ficción del escritor, como si el ritual de las palabras para explicar la vida se hubiera apoderado de todos. Casi todos los que habían intervenido en el rodaje de La reina de África habían escrito después libros glosando sus recuerdos o utilizándolos como material literario. El propio Huston lo hacía en sus memorias, y Paul Viertel, el guionista de la película, había escrito una novela, Cazador blanco, corazón negro, donde se reconocían a la perfección la mayoría de los personajes y cuyo protagonista principal era el propio John Huston, que aparecía como John Wilson. La jovencísima Lauren Bacall, que había viajado a África para acompañar a su marido Humphrey Bogart, también dejó por escrito sus recuerdos. Y la propia Katharine Hepburn escribió casi cuarenta años después un curioso libro que se titulaba El rodaje de <La reina de África> o cómo fui a África con Bogart, Bacall y Huston y casi pierdo la razón. Ahí quedaba. También era evidente, en la novela de Viertel, que Phillip Duncan y Kay Gibson ocultaban a Humphrey Bogart y Katharine Hepburn. Y el guionista, el propio Viertel, era otro de los personajes destacados de la novela. A mí me gustaba imaginar a Huston por el Congo y por Uganda, emborrachándose en Stanleyville, la ciudad que hoy conocemos como Kisangani, preparando fiestas memorables en medio de la selva o caminando tenso por la sabana, entre el calor y las nubes de moscas, al acecho de un león o de una manada de búfalos salvajes. Igual que hacía Hemingway. No eran años sencillos para nadie, aunque se organizasen safaris. Hemingway había llegado a Kenia, además, en un mal momento: los mau mau se habían revelado contra el poder británico y el deseo de libertad, para acabar con la colonia de los hombres blancos, era imparable. Londres los presentaba como vulgares asesinos, que perseguían y violaban a las mujeres blancas: en realidad eran campesinos a los que les habían arrebatado sus tierras y ciudadanos keniatas sin derechos, obligados por Gran Bretaña a una existencia miserable. En los días en los que Hemingway, ignorante de la situación, se encontraba cazando animales salvajes, los militares británicos perfilaban los bombardeos, que empezaron ese mismo año: cuando Londres retiró sus bombarderos había lanzado sobre las tierras keniatas más de 50.000 toneladas de bombas. Las matanzas causadas por los bombardeos, igual que habían hecho en Malasia para combatir a la guerrilla comunista, acabaron con miles y miles de personas.
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Hemingway tenía mala suerte: en ese mismo año de 1954, después del accidente de la avioneta en el que se había descoyuntado un hombro, cuando ya estaban él y su mujer en la costa del océano Índico, cerca de Mombasa, se quemó por inadvertencia produciéndose graves quemaduras. En otra ocasión, en la misma Cuba, tuvo un serio accidente cuando llevaba a Mary al aeropuerto: se salió de la carretera, causándose serias heridas. Casi parecía que buscase castigarse a sí mismo, como si su existencia plena dependiese del juego con la muerte, de la que escapaba una y otra vez. Hemingway jugaba con la vida y con la muerte, cometía excesos con su propio cuerpo, aspiraba la vida a través de la literatura y convertía sus propias páginas en la evidencia implacable de que su propia existencia estaba custodiada por el arte, amarrada a las tinieblas anónimas de la íntima derrota, de la victoria errante y despojada. Balzac había hablado en La prima Bette, y después en La obra maestra desconocida, de la imposibilidad de conciliar el arte y la vida, pero Hemingway derramaba su furia y su terror al final mezclando la soledad oscura con las hogueras tempestuosas de quien, a veces, cree haber dominado la vida y sometido el arte. África estaba oculta en esas obsesiones. Después de aquellas aventuras africanas, el escritor volvería a Cuba, a Europa -París, a Venecia, a Madrid o a Pamplona- y también a los Estados Unidos, donde estaba cuando le llegó la noticia de que una revolución había triunfado en Cuba, y que Fulgencio Batista había huido. Hemingway había seguido con simpatía el proceso revolucionario dirigido por Fidel Castro, y asistiría a los primeros meses de la radiante revolución que acababa con décadas de mugre y de matones llegados desde el norte americano con la sonrisa confiada de quien sabía que aquellos barbudos de Sierra Maestra eran de los suyos. Pero no podría verlo mucho más tiempo. También en el baño hay libros, junto al retrete, y al lado hay un ropero-salita con muchos pares de botas, algunas de ellas militares, y hasta la guerrera de Hemingway, en la que se indica: "War Correspondent" en el bolsillo superior. Desde la forzada visión de las ventanas no se ve por ninguna parte la famosa fotografía que el escritor se hizo con Ava Gardner, en la ocasión en la que coincidieron en Madrid en el mismo 1954, pocos meses después de la peligrosa aventura africana. En otra sala, todavía más libros. Y un gran cartel que indica "Toros en San Sebastián". Veo una larga mesa y una vieja grapadora junto a un tampón de caucho. Una escalera para acceder a los estantes más altos y cráneos de animales, recuerdos africanos. Aquí, en esta sala, veo, forzando el pescuezo, el libro Spain, de Madariaga. Y uno sobre Joyce, de Harry Levin, y otro sobre Falange, de Allan Chase, con el repugnante símbolo del yugo y las flechas en la portada. Quería ver A Moveable Feast, novela -o algo parecido- célebre en España con el título de París era una fiesta, que apareció cuando ya Hemingway había muerto. En ella, cita al barón Blixen y a su esposa, la célebre Isak Dinesen, y habla de sus conocimientos de África. Pero no se distinguía ninguna edición o tal vez no haya ninguna, porque la casa está como el escritor la dejó. Se guardan aquí sus cartas, las botellas en que bebía, algunas todavía con alcohol. Nadie las consume ahora, porque nadie entra, a no ser -ya se sabe- celebridades como García Márquez o Arthur Miller. Al lado, estaba el dormitorio, con dos camas con colchas del color de las lilas, y dos armarios blancos, una gran cabeza de antílope y un enorme espejo redondo frente a las camas. El piso era algo desigual y mostraba zonas de baldosas sin dibujo, diferentes a las que hay en la sala. En la torre adyacente que Hemingway hizo construir para poder escribir con sosiego, aunque nunca la utilizó para ello, las barandas estaban podridas y no podía entrarse a la salita de arriba, que el escritor nunca utilizó y que era dominio de sus gatos. En la sala inferior de la torre hay fotografías: una con Fidel Castro, de mayo de 1960; otra de Gregorio Fuentes. Dicen algunos que aquí escribió Hemingway El viejo y el mar. Aún, otras fotografías del rodaje de El Viejo y el mar, con Spencer Tracy. Esta sala guardaba también los útiles de pesca y de caza, y arriba tenía un catalejo para mirar el mar y el horizonte. Después, los visitantes, algo melancólicos, recorren un camino que lleva a la piscina, donde guardan el barquito de Hemingway, Pilar, que indicaba en la popa: "Pilar, KEY-WEST, FLA". También, se ven las tumbas de sus cuatro perros: Black, Negrita, Linda, Nerón. Se fue de esta casa para morir, en los Estados Unidos, aunque cuando salió aún no lo sabía. En julio de 1960, Hemingway se fue a Nueva York, y después a España. En octubre, vuela a Nueva York, de nuevo, desde Madrid. Después, fue ingresado en una clínica, lleno de amargura y depresión, y a comienzos de 1961 va a Ketchum, donde según sus biógrafos tuvo lugar la terrible escena del escritor mirando obsesivamente los cartuchos de una escopeta, cuando ya barajaba la idea del suicidio. De nuevo será ingresado en una clínica, de la que saldrá el 26 de junio de 1961: de los últimos seis días de su vida, pasa cuatro viajando en automóvil para volver a casa, y los dos días de vida que le restaban buscando la forma de apoderarse de una escopeta para volarse la cabeza: el día 2 de julio de 1961 lo consiguió. Desde entonces, la casa está como Hemingway la dejó el día de su partida. Cuando me iba, encontré en la entrada al conductor del Oldsmobile de 1956, que me miraba en silencio, como si supiera, como si esperase.