A veces, al hacer cola en el supermercado o al aceptar un folleto publicitario para depositarlo dos metros más adelante en una papelera, uno nota esa intensa sensación de artificialidad que se respira en las cabalgatas de reyes. En esos momentos uno debería correr a leer (o ver) algo de Pasolini, un autor que desarrolló a lo largo de toda su obra una brutal crítica del consumismo como dimensión cultural tras la que se oculta una profunda miseria tanto económica como moral. Pier Paolo Pasolini –novelista, poeta, cineasta y periodista– nació en Bolonia en 1922 y creció en la campiña del Friul en el seno de una familia noble venida a menos. En 1949 se trasladó con su madre a Roma donde conoció de primera mano el mundo del subproletariado italiano al que dedicó sus primeras novelas, con las que dejaba atrás una obra poética juvenil muy estilizada. Chicos del arroyo (1955), Una vida violenta (1959) o Il sogno di una cosa (1962) son historias duras pero al mismo optimistas que sacan a la luz cómo la clase trabajadora de entonces aún se regía por pautas culturales arcaicas: la continuidad entre el mundo rural y el proletariado urbano. Lo que planteaba Pasolini era que cualquier propuesta de reforma social tenía que tomar como punto de partida los materiales tradicionales existentes: "Los obreros son distintos de vosotros, los burgueses. Ellos quieren un futuro distinto. Sin embargo el futuro tarda en llegar (...) La revolución tiene la pereza del sol que luce sobre los edificios desconchados (...) El mundo obrero es físicamente campesino y su tradición antropológica reciente no es transgresora" (Cartas luteranas). Esta primera labor narrativa se prolonga en el plano cinematográfico con dos películas míticas –Acattone (1961)y Mamma Roma (1962)– con las que concluye este periodo. A partir de entonces, Pasolini se embarca en una reflexión sobre los límites teóricos y políticos del realismo (un asunto muy de la época) e inicia una búsqueda de un lenguaje propio que, como cabía esperar, desemboca en cierto oscurantismo. Es la época de películas como Pajaritos y pajarracos o Teorema (novela y película de 1968). A pesar de que Pasolini bordeó los aspectos más risibles del experimentalismo artístico, casi siempre logró salir airoso e incluso quienes somos poco aficionados al vanguardismo tenemos que admitir que películas como Teorema resultan paradójicamente interesantes: deberían ser un auténtico tostón pero casi nunca resultan exactamente aburridas. Algo parecido pasa con su poesía, para algunos la parte más importante de su obra: la tensión que logra entre el lirismo y los aspectos más cotidianos de la experiencia política resulta más inquietante que pedante. En años inmediatamente anteriores a su asesinato, en 1975, Pasolini realizó una demoledora crítica del progresismo más fatuo que en aquel momento se disfrazaba de radicalismo. Es un tema presente elípticamente en las películas de la Trilogía de la vida y explícitamente en sus cruciales escritos periodísticos recogidos en Escritos corsarios y Cartas luteranas. Para Pasolini se había consumado un auténtico genocidio de las clases populares a causa de la hegemonía cultural del consumismo y la izquierda italiana no sólo no había denunciado aquel crimen sino que incluso parecía celebrarlo. Veinticinco años después y en vista de la carrera política de muchos radicales de la época, las acusaciones de Pasolini –que muchos calificaron en su momento de reaccionarias– resultan más bien proféticas. P. P. Pasolini, Chicos del arroyo (Cátedra, 1990)
Desde hace décadas la sombra de Pasolini se prolonga lenta pero incesantemente. Sólo en el último año han aparecido reediciones de poemarios como Transhumanar y organizar y Poesía en forma de rosa (Visor, 2002), ensayos como sus notas sobre la India y estudios sobre su obra como Una fuerza del pasado de Antonio Giménez (Trotta, 2003), sin olvidar la reposición de sus películas en la Filmoteca. De todos modos, la mejor puerta de acceso a la obra de Pasolini sigue siendo su primera novela: Chicos del arroyo, una extraordinaria crónica de la vida en los suburbios romanos. Chicos del arroyo es una obra maestra –tanto por sus aspectos más etnográficos como por los puramente literarios– que atrapa la atención desde la primera línea a pesar (o tal vez a causa) de su complejidad. Se trata de una narración intencionadamente deslavazada en la que Pasolini va retratando a personas cuyas vidas siguen una lógica periférica, ajena a las ilusiones tanto de las clases altas como del obrerismo tradicional. Chicos del arroyo nos recuerda hasta qué punto en nuestras ciudades y en nuestras vidas, por entre las excrecencias de la alta tecnología, asoman como siempre los dialectos del pasado. Tal vez por eso el propio Pasolini veía a los personajes de su novela "moverse remotos como en una urna griega".