20 de noviembre del 2003
La «Campaña Admirable» de Bolívar recordada por Juvenal Herrera Torres
Miguel Urbano Rodrigues
Es que el pensamiento de Bolívar -como acontece con el pensamiento de hombres
como Carlos Marx-, transciende los tiempos. Tiene y tendrá continuadores.
Por eso se habla del pensamiento bolivariano, como se habla del pensamiento
marxista. Cada cual, naturalmente, con sus propios esquemas y acentos.
Uno y otro, partiendo de mundos y realidades diferentes, hicieron
la crítica fulminante de la opresión existente y trazaron
caminos a los pueblos
Juvenal Herrera Torres, en Bolívar: la libertad del ser y del pensar, pág.119
No es frecuente sentir el deseo de escribir sobre un libro inmediatamente después de leerlo. Eso aconteció ahora con Bolívar y su Campaña Admirable (1).
Conocía ya otras obras del autor. Apreciaba de modo especial Simón Bolívar- el hombre de América, presencia y camino (2), un ensayo fascinante sobre el gran revolucionario latinoamericano.
Juvenal Herrera Torres es un colombiano de Medellín, mirado en su país por los intelectuales de la oligarquía como historiador maldito. No le perdonan su esfuerzo como académico y escritor por «recuperar» a Bolívar y reflexionar sobre la actualidad de su pensamiento y de su obra.
Al encontrarlo hace días en La Habana hablamos durante muchas horas de Bolívar y de la telaraña de calumnias que las fuerzas más reaccionarias del continente continúan montando alrededor del hombre, del político y del revolucionario.
Desde la insurrección que abrió el camino hacia la I República en Venezuela, la vida de Bolívar ha sido una batalla ininterrumpida por la independencia y la unidad de los pueblos de América Latina.
Precisamente por haber sido un revolucionario, el Libertador se transformó en pesadilla para las fuerzas que han hecho todo lo posible por destruir su obra y apagar su memoria.
No siendo posible ignorar su intervención en la historia, han creado el mito de los dos Bolívares: rinden homenaje al general victorioso, pero satanizan al estadista y al reformador social.
Juvenal Herrera desmonta en su último libro esa tesis fantasiosa. Para ello utiliza como instrumento una de las campañas menos conocidas de Bolívar.
El discurso del historiador es transparente y permite al lector, colocado en el escenario temporal de los acontecimientos, acompañar la historia en movimiento día a día. Es de los actos y palabras que nace la evidencia: entre el militar y el político no hay contradicciones, al contrario, hay una gran armonía. Son complemento uno del otro.
Es natural que la memoria de la campaña de Bolívar en 1812-13 sea muy incómoda para las oligarquías colombiana y venezolana. Ella quedó como marco de una asombrosa hazaña militar, con implicaciones políticas continentales y llamó la atención de los pueblos de América sobre el genio del joven que la concibió y ejecutó.
Bolívar tenía 29 años cuando en Cartagena - uno de los últimos reductos en el Caribe de la rebelión contra la corona española- ofreció sus servicios al Congreso de la Nueva Granada. O coronel Manuel Castillo, então comandante militar com Labatut, de aquel bastión independentista, no ha tomado en serio el pedido del joven caraqueño que regresaba derrotado de Puerto Cabello, en Venezuela. Pero, ante la insistencia, por iniciativa de Camilo Torres, presidente del Congreso de la Nueva Granada, fue confiada a Bolivar uma tarea muy secundária instalarse con 70 hombres en Barranca, un pueblo del Bajo Magdalena. Quedó claro que su misión sería de simple vigilancia. Le estaba prohibido iniciar cualquier operación militar sin recibir órdenes de Cartagena.
Las tropas españolas ocupaban entonces las principales ciudades de la Nueva Granada, incluyendo Santa Fe de Bogotá.
Por la imaginación, talento y concepción estratégica, lo que Bolívar hizo en las semanas siguientes trae a la memoria -guardadas las proporciones, por sus insignificantes recursos humanos y materiales- campañas de Alejandro, Aníbal, César y Bonaparte.
En Barranca, Bolívar reforzó su destacamento de soldados famélicos con 130 voluntarios, construyó diez balsas y navegó río arriba.
El 23 de diciembre atacó y tomó Tenerife, defendida por una guarnición de 500 hombres. Venció.
Su victoria fue comunicada a Cartagena, pero no aguardó la respuesta. Siguió para el Norte, por el Magdalena, y derrotó a los españoles en Mompós.
Allí encuentra 15 barcos, y la expedición crece con la adhesión de más 300 voluntarios.
Las guarniciones realistas -miles de soldados y oficiales- al recibir noticia de su aproximación abandonan las plazas que ocupaban.
Bolívar entra así, casi sin combatir, en El Banco, Chiriguaná, Tamalameque y Puerto Real. En solo 17 días limpió de tropas españolas el valle del Bajo Magdalena.
En enero de 1813 dispone ya de un pequeño ejército de 700 hombres. Para financiar la campaña expropia los bienes de los enemigos de la independencia en los pueblos liberados y grava con empréstitos obligatorios a los vecinos más adinerados.
Antes de iniciar las operaciones militares, el 15 de diciembre, Bolívar había divulgado una proclama que se hizo conocida como El Manifiesto de Cartagena, que anticipó, por el rumbo esbozado y la opción ideológica, a la Carta de Jamaica, al discurso al Congreso de Angostura, al Congreso Anfictiónico de Panamá y al proyecto de Constitución para Bolivia.
El Manifiesto de Cartagena es simultáneamente un plan de campaña, una reflexión sobre la historia y la síntesis de su futura estrategia revolucionaria. Según el filósofo Fernando González, «Está allí la historia de la revolución hasta 1813, y es y será siempre una enseñanza para Sudamérica».
Bolívar deja percibir su objetivo inmediato:
«La Nueva Granada ha visto sucumbir a Venezuela: por consiguiente debe evitar los escollos que han destrozado a aquella. A este efecto presento la reconquista de Caracas como medida indispensable para la seguridad de la Nueva Granada. A primera vista parecerá este proyecto inconducente, costoso, y quizás impracticable, pero examinado atentamente con ojos previsivos, y una meditación profunda, es imposible desconocer su necesidad, como dejar de ponerlo en ejecución, probada la utilidad».
En Cartagena de Indias y Tunja, donde se instalara el Congreso, las noticias de las victorias de Bolívar provocan reacciones antagónicas. El pueblo las recibe con entusiasmo. Los políticos, con pocas excepciones, y los mandos militares, afirman que Bolívar no respetó las instrucciones recibidas y está actuando de manera irresponsable, desafiadora. El coronel Castillo identifica en el joven caraqueño un «demente» que no entiende nada del arte de la guerra.
Los comandantes españoles concluyen que Bolívar va a quedarse donde está para consolidar las áreas reconquistadas. Sin embargo, su plan es otro. Después de simular que va a subir por el Magdalena para atacar Bogotá, abandona el valle y, en una maniobra rapidísima, el 8 de enero, toma la plaza de Ocaña, punto estratégico que domina los pasos de la Cordillera Oriental de los Andes.
Mientras, en Cartagena, entre los politiqueros, recrudece el clamor contra el «caudillo venezolano».
Bolívar no rompe, pero no se somete. Solicita incluso autorización para avanzar sobre Cúcuta y Mérida, rumbo a Caracas.
Castillo, indignado e intrigante, declara que el proyecto es una «aventura quimérica» propia de una «cabeza delirante». Pide una corte marcial para juzgar a Bolívar.
La desproporción de fuerzas, en efecto, es enorme. Mientras Bolívar cuenta entonces con 1600 soldados mal alimentados, peor vestidos y armados, las fuerzas realistas, bajo el mando de Monteverde, disponen de 16 000 hombres (y una excelente artillería) concentrados en lugares estratégicos.
Entretanto, los enemigos del Libertador son derrotados militarmente por los españoles en la Costa, lo que hace cambiar la relación de fuerzas en el Congreso. Camilo Torres ,con el apoyo solidário de António Nariño - el gran prócer de la independencia - consigue entonces que Bolívar sea nombrado comandante en jefe. De repente todo cambia, y recibe autorización para avanzar sobre Venezuela.
Esa segunda fase de la campaña fue el complemento natural de la primera. El genio estratégico y táctico de Bolívar se impuso. Confundir un adversario que, al inicio, tenía sobre él una superioridad de 10 a 1 ha sido su permanente preocupación. Cartas con planes falsos aprehendidas a mensajeros suyos , ayudaron mucho, desorientando el enemigo. Nunca estaba donde los peninsulares lo imaginaban, y aparecía cuando y donde era menos esperado. El 23 de mayo entró en Mérida.
No cabe aquí una síntesis de lo que fue su cabalgata. A fines de julio destrozó a los realistas en Targuanes después de expulsarlos de Trujillo. Avanza sobre Valencia y la ocupa, y el 6 de agosto es recibido triunfalmente en Caracas, abandonada por el ejército español. En menos de ocho o meses, durante los cuales recorrió más de dos mil kilómetros, obligó a las fuerzas realistas, repetidamente derrotadas, a retirarse de un vastísimo territorio de ambos lados de la Cordillera, y liberó Caracas.
EL DECRETO DE «GUERRA A MUERTE»
Juvenal Herrera llama la atención en su libro a la importancia que en la «Campaña Admirable» tuvo una decisión de trascendental significado tomada por Bolívar: el polémico decreto de «!guerra a muerte!».
Al ocupar Trujillo, se percató de la indiferencia de la población al recibir a los que llegaban para libertarla.
En Venezuela -al contrario de lo que ocurría en la Nueva Granada, donde la herencia de la rebelión de los comuneros, en el siglo XVIII, había dejado raíces en la conciencia de las masas -, el pueblo no se sentía representado en el discurso de los próceres de la I República. Esta fue creación de una aristocracia de blancos criollos, descendientes de españoles, una casta que, aunque asumiendo los ideales de la Revolución Francesa, mantenía la esclavitud y despreciaba a indios y mulatos. Casi todos esos señores pretendían conservar sus privilegios.
El mismo Bolívar pertenecía, por cuna, a esa clase social.
Atentos al sentimiento de las clases oprimidas, los realistas han comprendido que, recurriendo a una política y un discurso demagógicos podrían trasformar en aliada a la gran masa de los oprimidos. Por un lado iniciaron una feroz represión contra la clase de los «mantuanos», la aristocracia blanca. Simultáneamente promovieron el levantamiento de los negros, los indios esclavizados, los mestizos, los libertos. El clero, ultra reaccionario, ayudó, exigiendo en las iglesias fidelidad al rey de España, Fernando VII, que representaba a Dios. Vale la pena recordar que su padre, Carlos IV, afirmaba públicamente que «un americano no tiene necesidad de saber leer (...) que le baste con reverenciar a Dios y a su representante, el rey de España».
Como subraya Juvenal Herrera, «Bolívar no olvidaba que mucho más de la mitad de las fuerzas realistas en Venezuela estaba conformada por nativos que habían adquirido el hábito de la obediencia al imperio, que nunca habían sido libres, y, por lo tanto, nada sabían de libertad, y que, por lo tanto, la guerra de independencia tenía al mismo tiempo cierto carácter de confrontación civil».
Al declarar por decreto una guerra sin cuartel a los ocupantes extranjeros, Bolívar pretendió «divorciar la fidelidad a Cristo de la fidelidad al estado español». El objetivo era la «sustitución del rey como símbolo de hermandad y justicia, por América y la República».
«Al oponer la guerra a muerte al odio de castas y de razas -comenta Juvenal Herrera- le indicó al pueblo que la brecha no se haría ya según el nivel social o el color de la piel, que la patria era el patrimonio común de todos los nacidos en ella ».
La «Campaña admirable » no ambicionaba liquidar la dominación española en el continente. Bolívar tenía conciencia de que a corto plazo eso era imposible. Meses después de la reconquista de Caracas, terminada la guerra contra Francia en Europa, España quedó con las manos libres para enfrentar la rebelión de las colonias en América. No pasó mucho tiempo para que el general Pablo Morillo desembarcara con un ejército de 15 000 veteranos de las guerras contra Napoleón. Diez años de lucha transcurrieron hasta la capitulación en Ayacucho del último ejército de España en Sur América.
Pero la «Campaña Admirable» fue, además de prodigiosa hazaña militar, una experiencia que permitió a Bolívar conocer mejor los pueblos de la región, reflexionar sobre el tipo de instituciones más adecuadas y estructurar su concepción del ejército libertador.
Para el joven general, el ejército debería ser el pueblo en armas, un instrumento de garantía de las libertades y derechos de la ciudadanía, al servicio de la nación, garantía de su futura independencia.
Datan de esa época sus primeros choques con Santander, que años después seria su principal adversario.
El ejército imaginado por Bolívar no se formó inmediatamente. Fue la dialéctica misma de la guerra la que lo hizo posible. El hecho que las campañas contra el enemigo obligaron al Libertador a luchar en territorios muy diferentes no hizo más que reforzar sus ideas sobre la necesidad absoluta de la unidad futura de los pueblos de América Latina. El ejército ha sido la primera imagen de la materialización de su proyecto continental. En los escuadrones que, bajo el mando de Sucre, vencieron en Ayacucho la última batalla, pelearon, hombro a hombro, colombianos, venezolanos, ecuatorianos, peruanos, bolivianos, panameños, chilenos, argentinos. Fue el primero, y hasta ahora el único, ejercito internacionalista de América.
EL REFORMADOR REVOLUCIONARIO
Cuando, finalizada la guerra, Bolívar trató de aplicar en la Gran Colombia - Venezuela, la actual Colombia, Panamá y Ecuador - sus ideas libertarias, se hizo inevitable el conflicto con muchos de sus generales y los defensores de un parlamentarismo de fachada formalmente inspirado en modelos europeos.
Bolívar libertó a los esclavos, determinó que las tierras fueran restituidas a los indios, instituyó la educación gratuita, creó hospitales, creches, protegió la producción nacional de la competencia con las mercancías importadas, incentivó la industria y el comercio, nacionalizó las minas y decretó el monopolio estatal de todas las riquezas del subsuelo, combatió la corrupción, defendió la soberanía nacional en el diálogo con los EUA e Inglaterra, en la época primera potencia mundial.
Su dictadura del año 28, tan calumniada por las fuerzas de la derecha, ha sido, por su concepción y fines, una anticipación de la dictadura del proletariado, tal como la definiría Lenin casi un siglo después.
Para las oligarquías locales, que ya detentaban el poder económico, la independencia debería garantizarles el poder político. Se oponían a cambios de fondo en las estructuras sociales y económicas heredadas del imperio español.
Bolívar concluyó que la victoria militar seria inútil socialmente si no adoptaba una política que permitiese la reconstrucción del estado en beneficio de las grandes mayorías. Sus ideas universales chocaban con el regionalismo conservador, los egoísmos de clase, la arrogancia y las envidias mezquinas de la nueva aristocracia militar y terrateniente.
La Iglesia excomulgó a Bolívar, lo comparó a Satanás mismo. Los enemigos le llamaban el «caudillo de los descamisados», «monstruo del género humano»,«tirano libertador de esclavos», etc.
Para el general Francisco de Paula Santander, que consideraba dádiva de la providencia ser vecino de los EEUU, el ejército debería ser el brazo armado del estado oligárquico, tal como lo concebía. La propiedad privada era, en su concepción de la democracia liberal, sagrada. Hubo, por lo tanto, lógica en su oposición irredutible al Bolívar revolucionario cuando éste, al regresar del Perú, después de cinco años de ausencia, alarmado con el espectáculo de miserea y degradación ofrecido por las masas oprimidas, le escribió :
«No se cómo todavía no se levantaron todos estos pueblos y soldados al concluir que sus males no vienen de la guerra, sino de leyes absurdas.»
Santander, entonces vice-presidente de la Gran Colombia, lo acusó de querer provocar «una guerra interior en que ganen los que nada tienen, que siempre son muchos, y que perdamos los que tenemos, que somos pocos ».
No sorprende que Washington condenara con vehemencia el proyecto bolivariano de una América Latina unida en una confederación de estados hermanos. Los gobiernos de Monroe y de John Quincy Adams identificaban en él «un déspota militar de talento». Le llamaron «el loco de Colombia», el «libertador de esclavos»...
Los agentes consulares norteamericanos en el Perú financiaron conspiraciones contra el revolucionario cuyas ideas y actos eran incompatibles con ambiciosos proyectos de Washington. Uno de esos diplomáticos incentivó la invasión de Ecuador, por el ejército peruano de La Mar, un ex-general de Bolívar. Otros han dado apoyo permanente al general Obando, responsable del asesinato del mariscal Sucre, el más puro de los grandes soldados de Bolívar.
Como nos recuerda Juvenal Herrera en su importante libro sobre la Campaña Admirable, se asistió en aquella época, tan mal estudiada en las escuelas de América Latina, a una alianza espuria de cuantos se oponían a la concreción del ideal bolivariano que identificaba la guerra de liberación con una revolución social que echara abajo los privilegios y que eliminara todas las formas de opresión y elevara a sus habitantes al rango de ciudadanos.»
Sucre solía decir que Bolívar difería de sus compañeros de armas porque tenía el don de «ver el futuro».
En 1830, cuando el héroe murió, las clases dominantes celebraron su desaparición física en todo el hemisferio. Creían que su obra había sido destruida para siempre. Engaño. El Libertador desarrolló una unidad orgánica armoniosa entre el pensamiento y la acción. Su ejemplo, su concepción de la unidad latinoamericana, sus lecciones no han sido olvidados. Persisten. El proyecto bolivariano permanece vivo y sus banderas son enarboladas en toda América Latina.
Notas
(1) Juvenal Herrera Torres, Bolívar y su Campaña Admirable, Ed. de Corporación bolivariana Simón Rodriguez, Medellín, Colombia, 2003
(2) Juvenal Herrera Torres, Bolívar, el hombre de América, presencia y camiño,Ed. Universidad Autónoma de Guerrero, 2ª edición, México, 2001
El original portugués de este articulo se encuentra en http://resistir.info