Una vez que un pariente de lo más lejano llegó a ministro, nos
arreglamos para que nombrase a buena parte de la familia en la sucursal de Correos
de la calle Serrano. Duró poco, eso sí. De los tres días
que estuvimos, dos los pasamos atendiendo al público con una celeridad
extraordinaria que nos valió la sorprendida visita de un inspector del
Correo Central y un suelto laudatorio en La Razón. Al tercer día
estábamos seguros de nuestra popularidad, pues la gente ya venía
de otros barrios a despachar su correspondencia y a hacer giros a Purmamarca
y a otros lugares igualmente absurdos. Entonces mi tío el mayor dio piedra
libre, y la familia empezó a atender con arreglo a sus principios y predilecciones.
En la ventanilla de franqueo, mi hermana la segunda obsequiaba un globo de colores
a cada comprador de estampillas. La primera en recibir su globo fue una señora
gorda que se quedó como clavada, con el globo en la mano y la estampilla
de un peso ya humedecida que se le iba enroscando poco a poco en el dedo. Un
joven melenudo se negó de plano a recibir su globo, y mi hermana lo amonestó
severamente mientras en la cola de la ventanilla empezaban a suscitarse opiniones
encontradas. Al lado, varios provincianos empeñados en girar insensatamente
parte de sus salarios a los familiares lejanos, recibían con algún
asombro vasitos de grapa y de cuando en cuando una empanada de carne, todo esto
a cargo de mi padre que además les recitaba a gritos los mejores consejos
del viejo Vizcacha. Entre tanto mis hermanos, a cargo de la ventanilla de encomiendas,
las untaban con alquitrán y las metían en un balde lleno de plumas.
Luego las presentaban al estupefacto expedidor y le hacían notar con
cuánta alegría serían recibidos los paquetes así
mejorados. «Sin piolín a la vista», decían. «Sin el lacre tan
vulgar, y con el nombre del destinatario que parece que va metido debajo del
ala de un cisne, fíjese». No todos se mostraban encantados, hay que ser
sincero. Cuando los mirones y la policía invadieron el local, mi madre
cerró el acto de la manera más hermosa, haciendo volar sobre el
público una multitud de flechitas de colores fabricadas con los formularios
de los telegramas, giros y cartas certificadas. Cantamos el himno nacional y
nos retiramos en buen orden; vi llorar a una nena que había quedado tercera
en la cola de franqueo y sabía que ya era tarde para que le dieran un
globo.