¿Quién es el terrorista?
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Condenar Auschwitz, absolver Hiroshima
Santiago Alba
Pensar después de Auschwitz, lo que queda de Auschwitz, sobrevivir a Auschwitz,
no olvidar Auschwitz, nunca más Auschwitz: la decisión occidental, tras la
segunda guerra mundial, de convertir los lager y el llamado Holocausto
judío en una brecha metafísica y en un nuevo umbral cronológico,
acontecimiento del mal a partir del cual habría que volver a pensar toda la
historia y de cuyo horror la humanidad en su conjunto (incluidas las otras
numerosísimas víctimas de nuestro imperialismo) tendrían que sentirse
culpables, apenas si ha tenido algún efecto moral en la barbarie cotidiana,
salvo el muy dudoso de dar la razón a Israel en su violento anschluss
tribal de Palestina.
Pero ha tenido, sin duda, un efecto ideológico: el de hacer olvidar o aceptar,
con una extraña radical mansedumbre, las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y
9 de agosto de 1945, las cuales constituyen el primer acontecimiento
verdaderamente mundial de la historia del hombre. De un modo quizás
esquemático, Costanzo Preve describe muy bien los hechos: "La humanidad ha
producido Auschwitz y ha pedido disculpas; ha producido también Hiroshima y no
ha pedido perdón. De esta asimetría escandalosa nace no sólo la condición
postoccidental en la que nos encontramos sino la legitimación ulterior de todos
los bombardeos futuros, más exactamente del Bombardeo como acción legítima
contrapuesto al Campo de exterminio como acción ilegítima". Muy poco se ha
pensado después de Hiroshima y es mucho lo que queda de ella. Mientras nos
horrorizamos una y otra vez, en una sana reacción moral, ante las cámaras de
gas, nos parece natural seguir viviendo normalmente bajo ese modelo inaugurado
de modo experimental en Guernica y que sobrevivió y sobrevive -como un nuevo
medio ecológico del hombre nuevo- a los horrores condenados de Auschwitz:
Camboya, Vietnam, Panamá, Bagdad, Yugoslavia, otra vez Bagdad, Afganistán,
Faluya, Qaim. La matanza horizontal de inocentes es un crimen; la matanza
vertical de inocentes es natural, como la nieve, o tal vez divina, como esos
chuzos de fuego que destruyeron Sodoma y Gomorra por orden de un Yahvé menos
radicalmente bíblico que los estadounidenses, los cuales no encuentran un solo
Lot -ni un solo Noé- entre los habitantes de Faluya.
¿Por qué -por qué- condenamos Auschwitz y absolvemos Hiroshima? ¿Por qué nos
hace pensar tanto Eichmann, con sus virtudes asesinas, y tan poco el coronel
Thibet, a los mandos del Enola Gay, orgulloso de su acción y dispuesto a
repetirla, homenajeado por sus conciudadanos y condecorado por su gobierno? ¿Qué
tienen de extraordinario los lager, donde se exterminaba rutinariamente a
otros pueblos, y qué de antropológicamente normal la catedral atómica de humo
bajo la cual, a dos kilómetros a la redonda, se derretían los cuerpos invisibles
de los japoneses? Antes de filosofar, simplifiquemos un poco: la única
diferencia moral que existe entre Auschwitz e Hiroshima es que Hiroshima es el
modelo elegido por el vencedor estadounidense; la única diferencia histórica es
que Hiroshima sigue vigente. Por eso, porque es nuestro modelo y porque
seguimos utilizándolo, conviene olvidar Hiroshima y recordar solamente Auschwitz.
Pero luego -digámoslo sin ambages- hay muchas más cosas que pensar en Hiroshima
que en Auschwitz. A nadie debería resultar ofensiva, salvo al hombre mismo, la
afirmación de que los lager se inscriben en una continuidad histórica de
la que sólo son, en todo caso, su colofón industrial: decenas de pueblos, peor
protegidos -si eso es posible- que los judíos, han desaparecido de la faz de la
tierra en los últimos 10.000 años, reunidos, trasladados y apriscados como
rebaños antes de ser risueñamente aniquilados por el enemigo (la Biblia misma
nos cuenta cómo la tribu de Gad acabó con todos los miembros de la de Efraim
tras identificarlos uno a uno por una diferencia de pronunciación).
Frente a la práctica antiquísima, dolorosamente descrita por Primo Levi, de
deshumanizar a los prisioneros de Auschwitz antes de matarlos, para hacer así
más fácil o más justo su exterminio, hay algo radicalmente nuevo, por mucho que
nos hayamos acostumbrado, en la desontologización absoluta de las víctimas del
bombardeo, privadas de existencia de una sola vez y retrospectivamente por una
fuerza descendente e imparcial que ni siquiera las numera.
Frente a la antiquísima maldad banal de Eichmann, riguroso contable y fiel
subordinado, que en nada se diferencia de la estricta racionalidad y diminuto
moralismo de los tratantes de esclavos (ver algunos ejemplos en Los negros
esclavos, de Fernando Ortiz), hay también algo radicalmente nuevo en la
figura de Thibet, o en la de ese piloto maravillado que creía "adornar un árbol
de Navidad" mientras dejaba caer sus misiles sobre Bagdad: el problema del mal
es mucho menos enigmático y, en todo caso, mucho más viejo que éste otro,
vástago del Bombardeo, de la ausencia de mal como fuente de destrucción.
Ya no se trata de cómo el mal infiltra o construye su propia normalidad sino de
cómo la normalidad misma -la inocencia más inatacable- destruye el universo a
través de una ventana. La nor-malidad gobierna el lager; la normalidad (o
nor-bondad) bombardea.
Frente a la vieja y familiar destrucción particular (contra los comunistas,
contra los homosexuales, contra los judíos) del lager, la bomba de
Hiroshima introduce la vitualidad de una destrucción total, de un verdadero
Holocausto en su sentido etimológico, un exterminio general que borraría las
fronteras entre víctima y verdugo y entre muerte natural y muerte no-natural: el
uso de hecho desde 1945 de armas radioactivas (el uranio empobrecido, por
ejemplo) ha instalado ya la amenaza, como una larva, en las condiciones mismas
de la vida biológica, el aire, el agua, la cadena alimenticia, de manera que la
normalidad misma se vuelve no sólo criminal sino además suicida. Por eso Gunther
Anders, uno de los pocos filósofos que pensó después de Hiroshima, podía
escribir en 1958 acerca de las dos bombas atómicas lanzadas sobre Japón como
productoras de un hombre nuevo y fundadoras de una época radicalmente
distinta, sin precedentes y sin vuelta atrás: del "todos los hombres son
mortales" del estado natural y del "todos los hombres son eliminables" del
lager se ha pasado, sin posibilidad de retorno, a la premisa silogística de
la nueva era: "la humanidad entera es eliminable". Podemos decir, de hecho, que
la humanidad no existía antes de Hiroshima; podemos decir que la Humanidad es
el resultado de la bomba. Al contrario de lo que pretende Costanzo Preve, la
Humanidad no produjo Hiroshima sino que es un producto suyo: antes había clases,
naciones, individuos y la Humanidad constituía apenas el Sujeto ilusorio bajo el
que se trataban de emborronar diferencias irreconciliables. La bomba atómica
lanzada sobre Hiroshima, con su latencia de Holocausto, constituye a la
Humanidad por vez primera, pero como objeto de amenaza, como unidad
negativa susceptible de destrucción. Ni la globalización ni la televisión ni la
revolución tecnológica: desde el 6 de agosto de 1945 existe la Humanidad; desde
el 6 de agosto de 1945 -mucho antes de la invención de internet- todos vivimos
ya en el mismo mundo. Y sólo porque ese mundo, dure lo que dure, estará
siempre a punto de desaparecer.
Esa es la novedad de Hiroshima, universalmente vigente, frente a la caduca
modernidad de Auschwitz, cuyo totalitarismo de baja intensidad aún encuentra
islotes donde enquistarse y reproducirse sin resistencias (Guantánamo, Abu
Gharaib, los gulag flotantes de la CIA) a la espera de que el Terror
borroso y general legitime de nuevo su uso contra el Mal. El destino del mundo,
si no lo evitamos antes, es que Auschwitz e Hiroshima se unan en un último
abrazo y fundan para siempre las excelencias, vertical y horizontal, del
Bombardeo y del Campo.
Hiroshima, como bien demostró Jacques Pauwels, fue el primer acto de la Guerra
Fría, la cual tuvo al menos la virtud de congelar la amenaza mediante el aumento
mismo de sus medios de destrucción. Hiroshima, por eso mismo, es la terible
metáfora de la hybris capitalista y de su capacidad ilimitada para
multiplicar sus medios sin aumentar sus efectos (más alimentos y la misma
hambre, más bombas y el mismo daño total). Hiroshima es también, como sugiere
Fennell, el umbral de una nueva época post-occidental que, al condenar los
lager y absolver la bomba atómica, abandona definitivamente toda ilusión de
humanismo (sustituido apenas, como en la Roma imperial, por un funcional y
despectivo humanitarismo). Hiroshima, finalmente, es el paradójico acto
inaugural de una época sin miedo: la misma bomba que obligó y obliga a
los hombres a asumir la mortalidad como especie (y no sólo ya como
individuos) abrió en Occidente en 1945 un período -que sobrevive a todas las
evidencias en contra- marcado por la ilusión de crecimiento ilimitado y de
inmortalidad garantizada. Contra el destino humano revelado, como un Dios
bíblico, en el hongo de la bomba estadounidense, nuestra normalidad -si
no ya de pensamiento- sigue siendo muy occidental y empeñarse en ser
normal en estas circunstancias es votar de hecho a favor simultaneamente del
Bombardeo y de los Lager.
El propósito debe ser, pues, el de conquistar una normalidad post o
para-occidental. Todavía hay clases: la clase de los que ven el peligro y la
clase de los que no quieren verlo. Esta lucha de clases, que no por casualidad
sigue siendo la del Manifiesto Comunista, es la lucha por rescatar a la
Humanidad -mortalmente Una- al mismo tiempo de la injusticia y de la extinción.