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Heinz Dieterich Steffan

6 de julio del 2003

Poder público y democracia real

Heinz Dieterich

La organización del poder público es un problema de la humanidad que se ha quedado sin solución adecuada durante los últimos dos mil años. Desde las monarquías absolutas hasta las democracias formales y populares, el problema del control real de las mayorías sobre los asuntos del Estado (res publica) requiere nuevas respuestas estructurales.

Sin embargo, no se observa un debate de los grandes pensadores constitucionalistas, de los arcontes y de las cabezas de la filosofía política a la altura del desafío milenario. No se vislumbran un Edmund Burke, un Thomas Paine, un Montesquieu o un Jeremy Bentham contemporáneos, que tratasen de concebir la arquitectura de un nuevo "edificio inteligente", donde la sociedad política y la civil pudiesen coexistir en igualdad de condiciones.

La vieja casona de la democracia parlamentaria, construida sobre las obras pioneras de las revoluciones inglesas, francesas y la independencia estadounidense, ha sido remodelada múltiples veces; pero con todas las modificaciones no puede ocultar su creciente disfuncionalidad para ser habitada provechosamente por la especie.

Hoy día, toda la institucionalidad política burguesa se encuentra en crisis, porque sus instituciones fundamentales no cumplen con los principales requisitos de todo sistema democrático real: 1. carecen de legitimidad, porque la correspondencia entre sus prácticas y sus credos fundacionales es virtualmente cero; 2. sus capacidades de control democrático del Estado y de los titánicos poderes económicos de las elites dominantes, son raquíticas.

3. Una función trascendental de todo sistema de conducción y dirección consiste en protagonizar el ascenso de los ciudadanos más talentosos y honestos a los puestos de poder, y no hay evidencia empírica alguna de que esto suceda; 4. Ninguna democracia puede funcionar sin la voluntad ética y la vocación democrática de las elites económicas y políticas; pero, pese a este requisito vital, no se advierte que el "espíritu de las leyes", ni el imperativo del bien común, ni los preceptos constitucionales inspiren mayormente a los colonos de las alturas del poder.

El deterioro de la superestructura política contemporánea, que a todas luces parece terminal, tiene dos aspectos nodales: 1. la triada de partidos políticos, soberanía popular y Estado legítimo, sobre la cual descansa toda la maquinaria del Estado burgués; 2. el control de las mentes mediante la "fabricación del consenso" por los sistemas oligárquicos de comunicación.

La democracia parlamentaria de hoy es el resultado de las luchas por el poder entre las clases aristocráticas y burguesas, con marginal incidencia formativa de los sectores pobres. Es una construcción histórica que combina las "tres formas puras de gobierno" de la antigüedad occidental ---la monarquía, la aristocracia y la democracia--- ideadas por los grandes intelectuales de los regímenes clasistas de Grecia y Roma.

El defecto de nacimiento de este constructo formal-democrático radica en que los elementos democráticos- plebeyos nunca han sido más que un aspecto secundario, frente a los poderes plutocráticos y verticales de las elites. Pese al magnicidio de Oliver Cromwell, la primera democracia moderna, la inglesa, divide los poderes entre la monarquía, la Cámara de Lores y la Cámara de Comunes, concediéndole al Parlamento la pálida facultad del impeachment del jefe del Ejecutivo (destitución constitucional), mientras que éste disfruta la poderosa prerrogativa real del veto a las leyes aprobadas por los Lores y los Comunes.

Esta arquitectura política, caracterizada por la alianza entre la plutocracia y el Ejecutivo, es, prácticamente, la replica constitucional del imperio romano, donde el emperador es caput, principium, et finis (cabeza, principio y fin) de todo cuerpo legislativo. Se trata del principio universal constitutivo de toda sociedad de clase que nunca ha sido desmantelado por la democracia burguesa.

Por eso, el gran republicano estadounidense, Thomas Paine, escribía en 1776, que la Constitución inglesa reflejaba las bases remanentes de dos antiguas tiranías, mezcladas con algunos nuevos elementos republicanos: los restos de la "tiranía monarquíca en la persona del rey..., los restos de la tiranía aristocrática en las personas de los Pares" y los "nuevos republicanos en las personas de los Comunes".

Ninguna de las cuatro grandes corrientes de la filosofía política o constitucionalista del Estado burgués ha pretendido resolver estructuralmente ese problema de la república democratica participativa de "los Comunes", frente a la democracia elitista de la bourgeoisie.

Los liberales entienden al Estado como un mal necesario, es decir, el Leviatán que tiene que ser controlado por diversos mecanismos de poder, para mantenerlo lo más débil posible. Las corrientes formaldemocráticas, a su vez, deliberan sobre el sometimiento del gobierno al Parlamento y, en menor medida, de éste al pueblo.

Los presidencialistas conceptualizan, en la tradición del Augustus romano y del monarca absoluto, al gobierno como el motor del quehacer político de la nación y, por lo tanto, al parlamento como una instancia subordinada a la voluntad regia del Ejecutivo.

El fascismo, que es la consumación de esta corriente bajo condiciones del Estado de excepción, resuelve el dilema de la democracia real a plomazos: disuelve el Parlamento y regresa a la todopoderosa estructura vertical de los Cesares romanos, al servicio propio y de la plutocracia.

El engranaje de la democracia formal no puede democratizarse sin profundos cambios del papel de los partidos políticos en la estructura constitucional del Estado y, por supuesto, en su praxis de conquista y ejecución del poder. El partido político solo puede ser un sostén de la democracia cuando cumple con la definición de Edmund Burke, de que debe tratarse de "un grupo de hombres unidos para fomentar, mediante sus esfuerzos conjuntos, el interés nacional".

Este afán no es incompatible con la ambición del poder, siempre que se trate de una ambición "generosa", cualitativamente diferente a la que motiva "la lucha mezquina e interesada" por obtener "puestos y emolumentos", que es el objetivo de las "facciones", como la de los "amigos del rey" en el Parlamento.

Hoy día, el Rey es el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Casa Blanca y sus amigos son omnipresentes en los parlamentos y los medios de comunicación. Las tendencias de involución hacia las "facciones" se han vuelto casi irresistibles; la discusión del "interés nacional" ya no es de interés nacional y el genoma de la dimensión política ha sido sustituido por el del mercado, donde el principio formaldemocrático de la fuerza numérica del voto ciudadano sucumbe ante la fuerza adquisitiva del poder económico.

El desarrollo socio-económico de la sociedad moderna ha llevado a la integración de las elites aristocráticas con las elites burguesas, amalgamándolas en una sola clase dominante que mantiene, sin embargo, la expresión bicéfala partidista de su antigua superestructura política: los Liberales y Conservadores o, lo que es lo mismo, los Socialdemócratas y Demócratacristianos, respectivamente.

Bajo esas condiciones de clase dominante homogénea, de estructura partidista duopólica, de Parlamentos controlados por los amigos del Rey y de Estados desligados de las masas, la organización participativa del poder público y la democracia real no pueden florecer.

Será tarea de la civilización postburguesa convertir la res publica en causa común de todos los ciudadanos.