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Modelos
Eduardo Galeano
Página 12
Son dos los campeonatos mundiales de fútbol. En uno juegan los deportistas
de carne y hueso. En el otro, al mismo tiempo, juegan los robots. Las selecciones
humanoides disputan la RoboCup 2002 en el puerto japonés de Fukuoka,
frente a la costa coreana. Los torneos de robots ocurren, cada año,
en un lugar diferente. Este es el sexto. Sus organizadores tienen la esperanza
de competir, de aquí a algún tiempo, contra las selecciones
de verdad. Al fin y al cabo, dicen, ya una computadora ha derrotado al campeón
Gary Kasparov en un tablero de ajedrez, y no les cuesta tanto imaginar que
los atletas mecánicos lleguen a lograr una hazaña semejante
en una cancha de fútbol. Los robots, programados por ingenieros, son
fuertes en defensa y rápidos y cañoneros en el ataque. Jamás
se entretienen con la pelota. Cumplen sin chistar las órdenes del director
técnico y ni por un instante cometen la locura de creer que los jugadores
juegan.
***
¿Cuál es el sueño más frecuente de los empresarios, los
tecnócratas, los burócratas y los ideólogos de la industria
del fútbol? En el sueño, cada vez más parecido a la realidad,
los jugadores imitan a los robots. Triste signo de los tiempos, el siglo XXI
sacraliza la mediocridad en nombre de la eficiencia y sacrifica la libertad
en los altares del éxito. "Uno no gana porque vale sino que vale porque
gana", había comprobado, hace ya algunos años, Cornelius Castoriadis.
El no se refería al fútbol, pero era como si. Prohibido perder
tiempo, prohibido perder: convertido en trabajo, sometido a las leyes de la
rentabilidad, el juego deja de jugar. Cada vez más, como todo lo demás,
el fútbol profesional parece regido por la Uenbe (Unión de Enemigos
de la Belleza), poderosa organización que no existe, pero manda. Ignacio
Salvatierra, un árbitro injustamente desconocido, merece la canonización.
El dio testimonio de la nueva fe. Hace seis años exorcizó al
demonio de la fantasía en la ciudad boliviana de Trinidad. El árbitro
Salvatierra expulsó de la cancha al jugador Abel Vacca Saucedo. Le
sacó tarjeta roja "para que aprenda a tomarse el fútbol en serio".
Vaca Saucedo había cometido un gol imperdonable. Eludió a todo
el equipo rival, en un desenfreno de gambetas, túneles, sombreros y
taquitos y culminó su orgía de espaldas al arco, con un certero
culazo que clavó la pelota en el ángulo.
***
Obediencia, velocidad, fuerza, y nada de firuletes: éste es el molde
que la globalización impone. Se fabrica en serie un fútbol más
frío que una heladera. Y más implacable que una máquina
trituradora. Según los datos publicados hace un par de años
por France Football, el tiempo de vida útil de los jugadores profesionales
ha bajado a la mitad en los últimos veinte años. El promedio,
que era de doce años, se ha reducido a seis. Los obreros del fútbol
rinden cada vez más y duran cada vez menos. Para responder a las exigencias
del ritmo de trabajo, muchos no tienen más remedio que recurrir a la
ayuda química, inyecciones y pastillas que les aceleran el desgaste,
las drogas tienen mil nombres, pero todas nacen de la obligación de
ganar y merecen llamarse exitoína. Las comunidades indígenas
disputan en Brasil su propio campeonato de fútbol. En la Copa del año
2000, el equipo de los indios makuxis llegó a la final después
de jugar tres partidos seguidos a lo largo de ocho horas. La proeza se explica
por los prodigiosos poderes de otra droga, que el fútbol profesional
no puede pagar. Esa pócima mágica, que no tiene precio, se llama
entusiasmo. La palabra no viene de la lengua de los makuxis sino del idioma
de la Grecia antigua y significa "tener a los dioses adentro".
***
Dos mil quinientos años antes de Blatter, los atletas competían
desnudos y sin ningún tatuaje publicitario en el cuerpo. Los griegos,
fragmentados en muchas ciudades, cada cual con sus propias leyes y sus propios
ejércitos, se juntaban en los Juegos Olímpicos. Haciendo deporte,
aquellos pueblos dispersos decían: "Nosotros somos griegos", como si
recitaran con sus cuerpos los versos de La Ilíada que habían
fundado su conciencia de nación. Mucho después, durante buena
parte del siglo XX, el fútbol fue el deporte que mejor expresó
y afirmó la identidad nacional. Las diversas maneras de jugar han revelado,
y celebrado, las diversas maneras de ser. Pero la diversidad del mundo está
sucumbiendo a la uniformización obligatoria. El fútbol industrial,
que la televisión ha convertido en el más lucrativo espectáculo
de masas, impone un modelo único, que borra los perfiles propios, como
ocurre con esas caras que se vuelven máscaras, todas iguales, al cabo
de continuas operaciones de cirugía plástica. Se supone que
este aburrimiento es el progreso, pero el historiador Arnold Toynbee había
pasado por muchos pasados cuando comprobó: "La más consistente
característica de las civilizaciones en decadencia es la tendencia
a la estandarización y la uniformidad".
***
Desde hace ya un buen tiempo, la selección brasileña parece
dedicada a dejar de ser brasileña. "Aquel fútbol de gambetas
espectaculares ha pasado a la historia", sentencia el director técnico
de la selección, Luiz Felipe Scolari. Mientras emite su certificado
de defunción al fútbol más hermoso del mundo, este fervoroso
de la mediocridad practica la disciplina militar. Scolari admira al general
Pinochet, adora el orden y desconfía del talento. Condena al exilio
a los desobedientes Romario y Djalminha, como en otros tiempos hubiera fusilado
a aquel ingobernable rey del circo llamado Garrincha.
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El fútbol profesional practica la dictadura. Los jugadores no pueden
decir ni pío en el despótico señorío de los dueños
de la pelota, que desde su castillo de la FIFA reinan y roban. El poder absoluto
se justifica por la costumbre: así es porque así debe ser, y
así debe ser porque así es. Pero, ¿ha sido siempre así?
Vale la pena recordar, ahora, una experiencia que ocurrió en el país
de Scolari, hace no más que veinte años, todavía en tiempos
de la dictadura militar. Los jugadores conquistaron la dirección del
club Corinthians, uno de los clubes más poderosos del Brasil, y ejercieron
el poder durante 1982 y 1983. Insólito, jamás visto: los jugadores
decidían todo entre todos, por mayoría. Democráticamente
discutían y votaban el método de trabajo, el sistema de juego,
la distribución del dinero y todo lo demás. En sus camisetas,
se leía: Democracia Corinthiana. Al cabo de dos años, los dirigentes
desplazados recuperaron la manija y mandaron a parar. Pero mientras duró
la democracia, el Corinthians, gobernado por sus jugadores, ofreció
el fútbol más audaz y vistoso de todo el país, atrajo
las mayores multitudes a los estadios y ganó dos veces seguidas el
campeonato local.