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Los intrusos
Por Eduardo Galeano
Cuando alguna adivina se ofrece a leer el destino, más vale pedirle
que elija otra víctima: déjeme creer, señora, que el
futuro es una sorpresa y no un aburrimiento.
Afortunadamente, el mundo no deja de ofrecer asombros. Hasta el fútbol
profesional, una industria programada para las monotonías del poder,
contiene imprevistos conejos en la galera.
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Más de una cuarta parte de la humanidad asistió, por televisión,
a la primera sorpresa del Mundial 2002. Ocurrió en la noche de la inauguración,
en el estadio de Seúl. Contra todos los pronósticos, Francia,
el país campeón del Mundial anterior, fue vencido por Senegal,
que había sido una de sus colonias africanas y que por primera vez
participaba de una Copa del Mundo. Francia quedó por el camino en la
primera rueda, sin meter ni un solo gol. Argentina, el otro país favorito
en las apuestas, también cayó en las primeras de cambio. Y después
se marcharon Italia y España, asaltadas a mano armada por los árbitros.
Pero todas estas escuadras poderosas fueron sobre todo víctimas de
la obligación de ganar y del terror de perder, que son hermanos gemelos.
Las grandes estrellas del fútbol actual habían llegado a la
Copa abrumadas por el peso de la fama y de la responsabilidad, y extenuadas
por el feroz ritmo de exigencia de los clubes donde actúan.
Sin historia mundialera, sin estrellas, sin la obligación de ganar
ni el terror de perder, la selección de Senegal jugó en estado
de gracia y fue la revelación. Llegó invicta a los cuartos de
final, no pudo pasar más allá, pero su bailito incesante nos
devolvió una sencilla verdad que suelen olvidar los científicos
de la pelota: el fútbol es un juego y quien juega, cuando juega de
verdad, siente alegría y da alegría. Fue obra de Senegal el
gol que más me gustó en todo el torneo, pase de taquito de Thiaw,
certero disparo de Camara; y uno de sus jugadores, Diouf, hizo la mayor cantidad
de gambetas, a un promedio de ocho por partido, en un campeonato donde ese
placer de los ojos parecía prohibido.
La otra sorpresa fue Turquía. Nadie creía. Llevaba medio siglo
de ausencia en los mundiales. En su partido inicial, contra Brasil, la selección
turca fue alevosamente estafada por el árbitro, pero siguió
viaje y acabó conquistando el tercer puesto. Su fútbol, mucho
brío, buena calidad, dejó mudos a los expertos que lo habían
despreciado.
Casi todo lo demás fue un largo bostezo. Por suerte, en sus partidos
finales, Brasil recordó que era Brasil. Cuando se desataron, y jugaron
a la brasileña, sus jugadores se salieron de la jaula de mediocridad
donde el director técnico, Scolari, los tenía encerrados. Y
entonces, por fin, después de tanto fiasco, Brasil pudo ser una fiesta.
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Se juega con nada. O casi nada: una sola pelota alcanza, o cualquier cosa
que ruede, de trapo, goma, cuero o plástico. El fútbol es el
deporte más barato del mundo. Pero la pelota tiene mágicos poderes
y puede hacer brotar mucho dinero del pasto. La pelota que Adidas estrenó
en el Mundial es de alta tecnología: una cámara de látex,
rodeada por una malla de tela cubierta por espuma de gas, que tiene por piel
una blanca capa de polímero decorada con el símbolo del fuego.
Ella mueve fortunas.
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El negocio del fútbol, como todos los negocios, está organizado
para recompensar a los más fuertes. A veces, sin embargo, los países
imprevistos y los clubes chicos, sin ningún valor de mercado, rompen
las rutinas del poder.
Hace un par de años, el club Calais, un equipo de aficionados de poca
experiencia y poca hinchada, fue casi campeón de Francia. Perdió
la final por un pelito, por culpa de un penal dudoso. Era de no creer: los
jugadores del Calais, empleados, obreros, jardineros, maestros, habían
dejado por el camino a los equipos franceses de alto nivel profesional.
Cerquita nomás, en Italia, un enanito está faltando el respeto
a los clubes más ricos del mundo. Nunca en la historia italiana había
ocurrido: un cuadro de pueblo chico ha entrado en la serie A. Este año
disputó los primeros lugares, entró quinto, a un punto del Milan,
y se clasificó para la Copa europea. El convidado de piedra se llama
Chievo. Proviene de una parroquia de tres mil quinientos habitantes, campesinos
que producen kiwis, duraznos, salames y buenos vinos. En el café del
pueblo, donde reina María la Pantalona, los hinchas celebran, lloran,
discuten y deciden: el Chievo es de todos. El equipo entero, titulares y suplentes
y todo lo demás, cuesta cincuenta veces menos que el dinero que recibió
el club Juventus por la venta de un solo jugador, Zinedine Zidane, al Real
Madrid.
A las grandes empresas del fútbol italiano no les gusta ni un poquito
el fulgurante ascenso de estos nadies que juegan un fútbol suelto,
audaz, atrevido. También sus vecinos, de la ciudad de Verona, los miran
de reojo.
Los fanáticos de la barra brava del club Verona, que hacen el saludo
fascista, tienen la costumbre de insultar a sus rivales africanos y entre
los jugadores del Chievo brillan los inmigrantes negros.
Al otro lado del mar, en el Brasil, la novedad se llama San Caetano. Este
club nació en un suburbio obrero de la ciudad de San Pablo, en el anillo
industrial que incubó el nuevo sindicalismo y el partido de Lula.
El San Caetano, que tiene por símbolo un pájaro silvestre de
color azul, practica un fútbol ofensivo y fulminante, fiel a la profesión
de fe formulada por el presidente del club: "Hoy en día predomina
el fútbol europeo, que es pura marcación. Pero el fútbol
brasileño no debería mudar su estilo, su sello: jugar para adelante".
Mal no le ha ido, que digamos. En sus escasos trece años de vida, el
San Caetano se ha abierto paso hasta la primera división y los primeros
lugares de la tabla, y este año está disputando, por segunda
vez, la Copa Libertadores, contra los mejores equipos de América latina.
Y eso a pesar del problema de siempre, el drama de los clubes chicos y de
los países pobres: el San Caetano crea jugadores y los pierde. Los
mejores se van, comprados por los clubes grandes del Brasil (Corinthians,
Palmeiras) o se marchan a Europa, al Stuttgart, al Lazio.
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El poder dice: se acabó la historia. Y dice: el destino soy yo. Pero
en el fútbol, como en todo lo demás, hay intrusos. No están
previstos en el guión y, sin embargo, se meten donde no los llaman,
sin permiso, de contrabando, y actúan. Ellos son consuelo y profecía.
Se agradece