Tiempos
Por Eduardo Galeano
La ultratumba
Según dicen los
que saben, los enterradores confundieron los muertos. Palada va, palada viene,
han metido a Nenona Santamaría en la tumba de Froilán Rotundo,
y Froilán Rotundo ha ido a parar a la tumba de Nenona Santamaría.
La virtuosa mujer, que yace bajo la lápida del canalla, no recibe flores
ni visitas. El, hombre de infame memoria en todo el golfo de Maracaibo, tan
malo que la gente hacía cola para odiarlo, tiene un jardín encima,
y nunca le faltan dolientes con quienes conversar.
A Socorrito, la hija de Nenona, le suena rara la voz de la mamá, un vozarrón
de matón borracho, pero ha de ser la muerte, piensa, que la ha dejado
ronca. Sentada en el suelo, junto al mármol tapado por la florería,
Socorrito cuenta tristuras y recibe consejos.
Le gusta la ropa ajena:
–Róbala.
El padre está gagá:
–Echalo.
El pueblo la aburre:
–Quémalo.
El bebé no la deja dormir:
–Martíllalo.
La vecina miente:
–Mátala.
El marido huele a perfume de otra:
–Destrípalo.
Ella se siente fea:
–Suicídate.
La estrella fugaz
Algunas noches, en los
cafés, la competencia venía feroz:
–A mí, allá en la infancia, me meó un león –decía
uno, sin alzar la voz, como negando importancia a su tragedia.
–A mí, me gustaba caminar por las paredes. En casa, no me dejaban -confesaba
otro, como si su prohibida proeza fuera cosa de nada.
Y otro:
–Yo, de muchacho, escribía poemas de amor. Los perdí en un tren.
¿Y quién los encontró? Neruda.
Y cabeceando sonreía, como si fuera incapaz de rencor contra quien le
había robado sus llaves del Olimpo. Pero don Arnaldo, de profesión
odontólogo, no se dejaba intimidar. Acodado en el mostrador, soltaba
un nombre:
–Libertad Lamarque.
Esperaba el impacto, y después:
–¿Les suena?
Y entonces evocaba su encuentro con la Novia de América.
Don Arnaldo no mentía. Una madrugada, allá por los años
treinta, la actriz y cantante argentina Libertad Lamarque venía sufriendo
duro castigo en un hotel de Santiago de Chile. El marido le estaba gritando
puta, no por lo que era sino por lo que podía llegar a ser, mientras
le volaba bofetadas, como tenía costumbre, porque más vale prevenir
que curar. En plena biaba, Libertad gritó:
–¡Basta! ¡Vos lo quisiste! –y se arrojó en picada desde la ventana del
cuarto piso. Rebotó en un toldo, y aplastó al odontólogo,
que venía de visitar a la mamá y justo en ese momento pasaba por
la vereda. Libertad quedó intacta, y también intacto quedó
su pijama de seda roja bordado de dragones chinos, pero el infortunado don Arnaldo
fue conducido, en ambulancia, al hospital.
Cuando se le recompuso el hueserío, y le quitaron sus vendajes de momia,
don Arnaldo empezó a contar la historia que después siguió
contando, hasta el fin de sus días, en los cafés y en todo lugar
donde hubiera alguna oreja: desde el cielo, desde la alta nube donde moran las
diosas del cine y del tango, aquella estrella fugaz se había dejado caer
sobre la tierra, y entre millones de hombres lo había elegido a él,
sí, a él, y entre sus brazos se había desplomado, por no
morirse sola.
Maleficios
Según Sara Hermann,
cualquier avión puede venirse abajo si contiene un equipo deportivo completo,
aunque sea de ajedrez. También constituye grave amenaza la exaltación
patriótica en cualquiera de sus formas, desde la ostentación de
escarapelas o banderitas hasta la entonación de himnos.
Eric Nepomuceno tiene la convicción de que ningún avión
puede sostenerse en el aire si contiene más de tres monjas o más
de seis niños con orejas del ratón Mickey.
Sara y Eric saben que nadie muere en la víspera, salvo el pavo de Navidad,
y que cada persona tiene su día marcado para morir, a ras de tierra o
en los altos aires. Pero cuando suben a un avión, sudan la gota gorda
pensando: Yo no sé si ha llegado mi día. Pero, ¿y si ha llegado
el día del piloto?
La alfalfa
Cuando el tiempo está
enemigo, cielos negros, días de hielo y tormentas, la alfalfa recién
nacida se queda quieta y espera. Los tímidos brotecitos se echan a dormir,
y en la dormición sobreviven, mientras dura el mal tiempo, por mucho
tiempo que el mal tiempo dure.
Cuando por fin llegan los soles, y azulea el cielo y se entibia el suelo, la
alfalfa despierta. Y entonces, recién entonces, crece: tanto crece, que
uno la mira y la ve crecer. Y pronto los campos de alfalfa alzan una mar bajo
el cielo, una mar de verdería: la alfalfa ondula, en oleajes verdes,
empujada por un viento que no viene del aire, sino de sus propias ganas de vivir,
y que quizá sube desde el fondo de la tierra encantada.
La mar
En una terraza de la ribera,
echado al sol, Rafael Alberti estaba mirando la mar, tocándola con los
ojos, respirándola: el vuelo sin ningún apuro de las gaviotas
y los veleros, la espuma luminosa, el viento azul. Y de pronto se estremeció,
como si fuera la primera vez, y sintió el asombro de estar, de seguir
estando. Se volvió hacia Marcos Ana, que callaba a sulado y, apretándole
el brazo, dijo, como si nunca lo hubiera sabido, como si recién lo descubriera:
–Qué corta es la vida.
Unos días después, Alberti murió, de cara a la mar, en
esta bahía de Cádiz donde noventa y seis años antes había
nacido.