27 de enero de 2004
Son cada vez más los
países que se están hartando de recitar el papel del bobo en esta gran farsa
universal
Malas costumbres
Eduardo Galeano
La Jornada
Un pequeño gesto de dignidad nacional desató tremendo escándalo a principios de
este año. En todo el mundo la prensa le dedicó títulos de primera página, como
informando de algo rarísimo, algo así como: "Hombre muerde perro".
¿Qué había ocurrido? Brasil estaba exigiendo a los visitantes estadunidenses lo
mismo que Estados Unidos exige a los visitantes brasileños: visa en el
pasaporte y fichaje en la frontera, incluyendo foto y huella digital.
Muchos condenaron ese acto de normalidad como una expresión de peligrosa
locura. Quizá, si el mundo no estuviera tan mal acostumbrado, las cosas se
hubieran visto de otro modo. Al fin y al cabo, lo anormal no era que el
presidente Lula actuara así, sino que fuera el único: lo anormal era que los
demás aceptaran sin chistar esas condiciones que Bush impuso a todos los
países, con excepción de unos pocos privilegiados que están más allá de
cualquier sospecha de terrorismo y maldad.
* * *
Todo se explicaba, faltaba más, por el 11 de septiembre. Esta tragedia, que el
presidente Bush sigue utilizando como una póliza de perpetua impunidad, obliga
a su país a defenderse sin bajar nunca la guardia.
Sin embargo, como cualquiera sabe, ningún brasileño ha tenido nada que ver con
la caída de las Torres Gemelas de Nueva York. En cambio, como pocos recuerdan,
el más grave atentado terrorista de toda la historia del Brasil, el golpe de
Estado de 1964, contó con la fundamental participación política, económica,
militar y periodística de Estados Unidos.
Este asunto de los fichajes de viajeros, que tanto lío armó, no es más que un
caso de justicia retributiva, y sería ridículo confundirlo con una tardía
venganza histórica. Pero las rutinas de la indignidad tienen mucho que ver, en
América Latina, con la mala costumbre de la amnesia, de modo que no está de más
recordar que la participación oficial y oficiosa de Estados Unidos en aquel
golpe de Estado terrorista ha sido documentalmente probada y confesada por sus
principales actores. Y valdría la pena recordar también que ese cuartelazo no
sólo abrió paso a una larga dictadura militar, sino que además asesinó y
sepultó las reformas sociales que el gobierno democrático de Jango Goulart
estaba llevando adelante para que fuera menos injusto el país más injusto del
mundo.
Aquel impulso justiciero demoró 40 años en resucitar. En esos 40 años, ¿cuántos
niños brasileños murieron de hambre? El terrorismo que mata por hambre no es
menos abominable que el que mata por bomba.
* * *
Malas costumbres: indignidad, amnesia, resignación. Por miedo, nos cuesta
cambiarlas; por pereza mental, nos cuesta imaginarnos sin ellas.
Se nos hace inconcebible el revés de la trama, la contracara de cada cara.
Preguntarnos, pongamos por caso, ¿qué hubiera pasado si Irak hubiera invadido
Estados Unidos, con el pretexto de que tiene armas de destrucción masiva? ¿Y si
la embajada de Venezuela en Washington hubiera impulsado y aplaudido un golpe
de Estado contra George W. Bush, como hizo la embajada de Estados Unidos en
Caracas contra Hugo Chávez? ¿Y si el gobierno de Cuba hubiera organizado 637
tentativas de asesinato contra los presidentes de Estados Unidos, en respuesta
a las 637 veces que intentaron matar a Fidel Castro?
¿Y qué pasaría si los países del sur del mundo se negaran a aceptar una sola de
las condiciones impuestas por el Fondo Monetario y el Banco Mundial, a menos
que estos organismos empezaran por imponerlas a Estados Unidos, que es el mayor
deudor del planeta? ¿Y si el sur aplicara los subsidios y los aranceles que los
países ricos practican en casa y pro-híben afuera? ¿Y si...?
* * *
Malas costumbres: el fatalismo. Aceptamos lo inaceptable como si fuera parte
del orden natural de las cosas y como si no hubiera otro orden posible. El sol
enfría, la libertad oprime, la integración desintegra: nos guste o no nos
guste, no hay manera de evitarlo. Elija usted entre eso o eso. Así se vende,
por ejemplo, el Alca.
* * *
Allá en el principio de los tiempos, el viejo Zeus, el mandón mayor, no se
equivocó. Entre todos los moradores del Olimpo griego, Hermes era el más
mentiroso, el tramposo que a todos engañaba, el ladrón que todo robaba. Zeus le
regaló unas sandalias con alitas de oro y lo nombró dios del comercio. Fue
Hermes, después llamado Mercurio, quien engendró la Organización Mundial del
Comercio, el Nafta, el Alca y otras criaturas concebidas a su imagen y
semejanza.
El Nafta, el acuerdo comercial entre Estados Unidos, Canadá y México, acaba de
cumplir diez años. La mano de Hermes ha guiado, paso a paso, toda su infancia.
Vida y obra del Nafta, primera década: recordemos no más que un par de
episodios reveladores de lo que nos espera si se concreta el Alca y esta
llamada libertad de comercio, humilladora de soberanías, se extiende a todo el
espacio americano:
* En 1996, el gobierno de Canadá prohibió la venta de "una neurotoxina
peligrosa para la salud humana". Era un aditivo para la gasolina,
fabricado por la empresa estadunidense Ethyl. Ese aditivo tóxico, prohibido en
Estados Unidos, sólo se vendía en Canadá. La empresa Ethyl, que lleva muchos
años dedicada a la noble misión de envenenar a los países extranjeros,
reaccionó demandando al Estado canadiense porque la prohibición de su producto
liquidaba sus ventas, dañaba su reputación e implicaba "una
expropiación". Los abogados canadienses advirtieron a su gobierno que
estaba perdido: no había nada qué hacer. En el Nafta, las empresas mandan. A
mediados de 1998, el gobierno de Canadá levantó la prohibición, pagó una
indemnización de 13 millones de dólares a la empresa Ethyl y le pidió
disculpas.
* En 1995, otra empresa estadunidense, Metalclad, no pudo reabrir un depósito
de basura tóxica en el estado mexicano de San Luis Potosí. Lo impidió la
población, machetes en mano, para que la empresa basurera no continuara
envenenando la tierra y las napas subterráneas de agua. Metalclad demandó al
gobierno de México por ese "acto de expropiación". Según lo
establecido por el Tratado de Libre Comercio, en el año 2001 la empresa recibió
una indemnización de 17 millones de dólares.
* * *
La Organización de Naciones Unidas nació al fin de la Segunda Guerra Mundial.
John Fitzgerald Kennedy y Orson Welles estuvieron entre los 2 mil 500
periodistas que publicaron crónicas del gran acontecimiento. La Carta
fundacional de Naciones Unidas estableció "la igualdad de derechos de las
naciones grandes y pequeñas".
Era la gran promesa: a partir de la igualdad soberana de todos sus miembros, el
nuevo organismo internacional iba a cambiar el rumbo de la historia de la
humanidad. Sesenta años después, a la vista está. Cambió para peor.
* * *
Pero las malas costumbres no son un destino, y son cada vez más los países que
se están hartando de recitar el papel del bobo en esta gran farsa universal.
Hace un año, comprobaba Thomas Dawson, vocero del Fondo Monetario
Internacional: "Tenemos muchos alumnos destacados en América Latina".
Era el lenguaje de siempre. Ahora, advierte el presidente argentino Néstor
Kirchner: "Ya no somos alfombra". Es el nuevo lenguaje.
Nuevo lenguaje, nueva actitud. Nuestros países se llevan muy mal con sus
pueblos y se llevan todavía peor con sus vecinos, y ésta es una larga y triste
historia de divorcios. Pero las más recientes reuniones internacionales -en
Cancún, en Monterrey- han sido sacudidas por el soplo de vientos que el aire
agradece. Después de tantos años de soledad, los débiles estamos empezando a
entender que por separado estamos fritos. Ya pocos creen, como el presidente
uruguayo Jorge Batlle, que todavía podemos aspirar a ser mendigos felices.
Hasta los más cabezaduras se están convenciendo de que en este vasto
humilladero, donde los poderosos practican impunemente el proteccionismo
comercial, la extorsión financiera y la violencia militar, la dignidad es
compartida o no es.
Habría que apurarse, digo yo, antes de que quedemos igualitos a las fotos ésas
que están llegando de Marte.