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Eduardo Galeano

31 de mayo de 2002

Contra la guerra o la fiesta

Eduardo Galeano
La Jornada

En los conflictos en el mundo, el futbol es el único instrumento de conciliación que no ha fracasado

El año pasado murió el hombre más viejo de Inglaterra. La vida de Bertie Felstead había atravesado tres siglos: nació en el siglo 19, vivió en el 20, murió en el 21.

El era el único sobreviviente de un célebre partido de futbol, que se jugó en la Navidad de 1915. Se enfrentaron en ese partido los soldados británicos y los soldados alemanes. Una pelota apareció, venida no se sabe de dónde, y se echó a rodar, no se sabe cómo, entre las trincheras. Entonces el campo de batalla se convirtió en campo de juego, los enemigos arrojaron al aire sus armas y saltaron a disputar la pelota, todos contra todos y todos con todos.

Mucho no duró la magia. A los gritos, los oficiales recordaron a los soldados que estaban allí para matar y morir. Pasada la tregua futbolera, volvió la carnicería. Pero la pelota había abierto un fugaz espacio de encuentro entre esos hombres obligados a odiarse.

El barón Pierre de Coubertin, fundador de las olimpiadas modernas, había advertido: "El deporte puede ser usado para la paz o para la guerra".

Al servicio de la guerra mundial que estaban incubando, Hitler y Mussolini manipularon el futbol. En los estadios, los jugadores de Alemania y de Italia saludaban con la palma de la mano extendida a lo alto. "Vencer o morir", mandaba Mussolini, y por las dudas la escuadra italiana no tuvo más remedio que ganar la Copa del Mundo en 1934 y en 1938. "Ganar un partido internacional es más importante, para la gente, que capturar una ciudad", decía Goebbels, pero la selección alemana, que lucía la cruz esvástica al pecho, no tuvo suerte. La guerra de conquista vino poco después, y el delirio de la pureza racial implicó también la purificación del futbol: 300 jugadores judíos fueron borrados del mapa. Muchos de ellos murieron en los campos alemanes de concentración.

Años después, en América Latina, las dictaduras militares también usaron el futbol, al servicio de la guerra contra sus propios países y sus peligrosos pueblos. En el Mundial de 70, la dictadura brasileña hizo suya la victoria de la selección de Pelé: "Ya nadie para a este país", proclamaba la publicidad oficial. En el Mundial de 78, en un estadio que quedaba a pocos pasos del Auschwitz argentino, la dictadura argentina celebró "su" triunfo, del brazo del infaltable Henry Kissinger, mientras sus aviones arrojaban a los prisioneros vivos al fondo de la mar. Y en 80, la dictadura uruguaya se apoderó de la victoria local en el llamado Mundialito, un torneo entre campeones mundiales, aunque fue entonces cuando la multitud se atrevió a gritar, por primera vez, después de siete años de silencio obligatorio. Rugieron las tribunas: "Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar..."

Hay partidos que terminan en batallas campales, hay fanáticos que encuentran en el futbol un buen pretexto para el ejercicio del crimen y en las gradas desahogan los rencores acumulados desde la infancia o desde la última semana. Como suele ocurrir, es la civilización la que da los peores ejemplos de barbarie. Entre los casos de más triste memoria se podría citar, por ejemplo, la matanza de 39 hinchas italianos del club Juventus a manos de los hooligans ingleses del Liverpool, hace poco menos de 20 años.

Pero, żeso da para decir que el futbol incuba huevos de serpiente? En 1969, se llamó "guerra del futbol" a la matanza entre hondureños y salvadoreños, porque la primera chispa de ese incendio se había encendido en los estadios. Pero la guerra venía, en realidad, de mucho antes. Y su nombre mentiroso logró ocultar una historia larga: la guerra fue la trágica desembocadura de más de un siglo de rencores entre dos pueblos vecinos, entrenados para odiarse mutuamente, pobres contra pobres, por sucesivas dictaduras militares fabricadas en la Escuela de las Américas.

El espejo no tiene la culpa de la cara, ni el termómetro tiene la culpa de la fiebre. Casi nunca proviene del futbol, aunque casi siempre lo parece, la violencia que a veces hace eclosión en los campos de juego. Es revelador lo que está ocurriendo en la Argentina. La locura de las "barras bravas" no tiene nada de nuevo; pero se han multiplicado los líos, los balazos y los garrotazos, desde que se desencadenó esta última crisis que ha precipitado al país a una caída en picada y ha dejado a los argentinos pataleando en el aire.

Los estadios de futbol son los únicos escenarios donde se abrazan los etíopes y los eritreos. Durante los torneos interafricanos los jugadores de esas selecciones consiguen olvidar por un rato la larga guerra que periódicamente rebrota entre sus países.

Y después del genocidio que ensangrentó a Ruanda, el futbol es el único instrumento de conciliación que no ha fracasado. Los hutus y los tutsis se mezclan en las hinchadas de los clubes y juegan juntos en los diversos equipos y en la selección nacional.

El futbol abre un espacio para la resurrección del respeto mutuo que reinaba entre ellos antes de que los poderes coloniales, el alemán primero y el belga después, los dividieran para reinar.

En Medellín, una de las ciudades más violentas del mundo, nació y se desarrolló el proyecto Futbol por la Paz, que durante algún tiempo funcionó con milagroso éxito. Mientras duró demostró que no era imposible cambiar balazos por pelotazos.

El futbol resultó ser el único lenguaje alternativo para las bandas armadas de los diversos barrios, acostumbradas a dialogar a tiros.

Jugando al futbol los enemigos empezaron a conocerse entre sí, al principio de muy mala manera y en cada partido un poquito mejor. Y los muchachos empezaron a aprender que la guerra no es el único modo de vida posible.

Antes de cada partido, en cada Copa del Mundo, los jugadores escuchan y tararean sus himnos patrios. Por regla general, salvo algunas excepciones, los himnos los invitan a matar y a morir.

Esos cánticos marciales profieren terribles amenazas, convocan a la guerra, insultan a los extranjeros y exhortan a hacerlos picadillo o con gloria sucumbir en heroicos baños de sangre.

Ya vamos para el campeonato mundial número 17. A lo largo de las Copas del Mundo se ha visto que no faltan los jugadores dispuestos a actuar como obedientes soldados, siempre dispuestos a castigar con feroces patadas a los enemigos de la patria y, sobre todo, a los que cometen la imperdonable ofensa de jugar lindamente.

Pero, la verdad sea dicha, la gran mayoría de los jugadores no ha hecho caso a las órdenes que sus himnos imparten, ni a los delirios épicos de ciertos periodistas que compiten con los himnos, ni a las instrucciones carniceras de algunos dirigentes y directores técnicos, ni a los clamores guerreros de unos cuantos energúmenos en las gradas.

Ojalá los jugadores, o al menos la mayoría de ellos, se sigan haciendo los sordos en el Mundial que viene. Y que no se confundan a la hora de elegir entre la guerra o la fiesta.

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