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28 de julio del 2002
50 años de la muerte de Eva Perón
Tomás Eloy Martínez
El País
Preparación de un atentado
A los 75 años, el coronel conserva su gallardía. Aunque
hace pocos meses han debido quitarle la hernia de disco que lo atormentaba,
camina erguido, marcial, como si encabezara un desfile. Rechaza el café
y acepta sólo un vaso de agua. 'Cuando era joven', dice, 'me retiraba
de los placeres por disciplina. Ahora los placeres están retirándose
de mí'. En la oficina solitaria de la calle Venezuela a la que acude
para contar su historia, una ventana da a un jardín de enredaderas en
el que llueve sin parar. 'La humedad me destroza la espalda', se queja el coronel.
La lluvia persiste desde hace dos semanas. Todo en Buenos Aires se ha vuelto
líquido y pegajoso.
'Es la primera vez que voy a hablar', repite. Le he oído decir lo mismo,
sin embargo, en una película de Tulio Demichelli, El misterio Eva Perón,
que se exhibió en Buenos Aires sin pena ni gloria en 1987. La cara de
matrona del coronel desentona con la fuerza que exhala su cuerpo: debajo de
unos ojillos recelosos, inquisitivos, siempre a la caza de segundas intenciones,
cuelgan unas bolsas pesadas, que le rozan los pómulos. La barbilla le
ha desaparecido bajo una descomunal papada de batracio. Durante las siete horas
que durará la conversación, a lo largo de tres días de
abril, en 1989, el coronel no va a sonreír ni una sola vez.
'La mayor frustración de mi vida es no haber llegado a ser general de
la nación', se lamenta. 'Cumplí con todo lo que se le exige a
un oficial de honor para alcanzar ese rango. No pude porque me enredaron en
intrigas y envidias. La otra ambición que se me escapó de las
manos fue matar a Juan Perón. Tres veces estuve a punto de conseguirlo.
Si hubiera tenido suerte, habría salvado a la Argentina de sus desgracias.
Todavía lamento ese fracaso. Y vea lo que son las ironías de la
vida: la persona que no pudo acabar con Perón es la misma que rescató
a la Eva de las atrocidades que se estaban haciendo con su cadáver. Tuve
la historia de la Argentina en mis manos, pero la historia me ha pasado por
encima. Nadie se acuerda, nadie me conoce. Tal vez sea mejor así'.
Podría haber sido secretario de Guerra, dice. En algún momento,
hace poco menos de medio siglo, imaginó que llegaría a presidente
de la nación. Ha tenido que contentarse, sin embargo, con dirigir una
empresa de seguridad privada. 'Se llama Orpi', explica. 'Fue la primera de su
tipo en el país'.
Trata de encontrar en el sofá donde está sentado una posición
que alivie su espalda. Le ofrezco unos almohadones y él los rechaza con
energía, como si yo estuviera acusándole de debilidad. Despliega
sobre el escritorio algunos recortes de periódicos viejos, irreconocibles,
publicados entre 1969 y 1971. 'Estos artículos que escribí', me
dice, 'resumen todo lo que pienso'. Leo una frase al azar, esperando encontrar
palabras vacías. Pero lo que el coronel fue o era sale a la luz allí,
de cuerpo entero: las grandes epidemias no se propagan en sus comienzos con
espectaculares manifestaciones visibles sino en forma silenciosa y taimada.
Así, sin declaraciones, solapadamente, se va extendiendo la infección
comunista. 'La escribí el mismo día en que decidí revelar
al mundo dónde había ocultado yo el cadáver de Eva Perón',
dice, orgulloso. '¿No se acuerda de cómo sucedieron los hechos? El 29
de mayo, en 1970, un grupo de muchachones sin conciencia secuestraron al ex
presidente Pedro Eugenio Aramburu. Tres días después le mataron.
Oí por radio que sólo entregarían su cuerpo si el Gobierno
devolvía el cadáver de esa mujer, la Eva. ¿Cómo lo iba
a devolver si el único que sabía dónde estaba era yo? Me
indignó que los asesinos, al informar sobre el crimen, invocaran a Dios.
Que Dios se apiade de su alma, decían en el comunicado. Me pareció
una burla. Y escribí lo que escribí porque me di cuenta enseguida
de que eran comunistas. El tiempo me dio la razón'.
El coronel toma aliento. Un gesto de dolor le ensombrece la cara. ¿Es la columna?,
pregunto. 'Las vértebras', admite. 'Las vértebras y la humedad.
No sé qué han hecho los médicos conmigo'.
'Pensé en revelarle mi secreto a Onganía (1), pero hablé
con gente del Servicio de Inteligencia del Ejército y me advirtieron
que a su Gobierno lo estaban por derribar de un momento a otro. Decidí
entonces acudir a Lanusse. Le pedí una entrevista reservada y le conté
todo lo que yo había hecho: cómo había sacado a Eva del
país, donde la había escondido, todo. Hasta le mostré el
título de propiedad de la tumba, que estaba a mi nombre. Tendría
que haber visto usted su cara de asombro. Trataba de mostrarse impasible, pero
mi relato le desencajó. Guarde silencio hasta que yo le avise, me dijo.
Por ahora, hablar no sirve de nada. Ya no podemos salvar la vida del pobre Aramburu'.
El coronel yergue la cabeza y la papada inmensa tiembla. 'Ya sabe usted lo que
siguió. Callé. Más de un año después, Lanusse
-que para esa época ya era presidente- me ordenó que desenterrara
el cadáver y lo devolviera yo mismo a Perón. Cuando fui a la casa
de ese hombre, en Madrid, ya no le miré como a un enemigo. Le miré
como a un derrotado'.
Podría responderle que nada de lo que hizo es heroico, pero el coronel
sólo quiere oírse a sí mismo. Lleva años sin oír
nada más que su voz monocorde y ese sonido único lo mantiene vivo.
Se llama Héctor Eduardo Cabanillas y su vida ha estado siempre limpia
de dudas. Desde que le entregaron el sable de subteniente de infantería,
a fines de 1934, no ha tenido otra idea fija que servir al Ejército y,
a través de él, a la nación. En verdad, no le parece que
haya diferencias entre uno y otra. El Ejército y la nación son
un mismo ser: 'Como las personas y su imagen en el espejo', dice. ¿Cuál
de los dos es la imagen?, le pregunto. 'Depende en qué lado se sitúe
usted', responde con una arrogancia que delata cuál es su lado.
Las infinitas conspiraciones que aquejaron a la Argentina durante sus años
como oficial subalterno no fueron una amenaza para su carrera. Simpatizaba sin
entusiasmo con la causa de los Aliados y, aunque la mayoría de los coroneles
y generales que tomaron el poder en 1943 eran pro fascistas, su perfil era entonces
tan poco importante que ascendía por la mera inercia del escalafón.
A mediados de 1945 le sucedió lo que ahora siente como 'la primera llamada
de mi destino'. En los casinos, los oficiales jóvenes hablaban con malestar
de un coronel que 'alentaba el odio de clases y dictaba leyes que protegían
a la chusma de las fábricas contra la autoridad de los patrones'. Cabanillas
detestaba a ese hombre, que había concentrado en sus manos la Secretaría
de Trabajo, el Ministerio de Guerra y la vicepresidencia del Gobierno de facto:
Juan Perón.
El único medio de sacarle de la historia era lo que ahora llama 'un fusilamiento
patriótico', dice. 'Fui de los primeros en darse cuenta'. El coronel
está a punto de contar la historia y se detiene. 'Apague el grabador',
me pide. Luego, se levanta con esfuerzo del sofá y abre la ventana. La
lluvia no ha amainado y el viento la lleva y la trae por los arbustos del jardín.
Cuando habla, se sitúa de espaldas al grabador, impulsando la voz hacia
el otro lado de la ventana, para que me llegue enredada con los otros sonidos.
'Era un martes', empieza el coronel; 'el 9 de octubre de 1945. Tres días
antes, el general Eduardo Ávalos, comandante de la guarnición
de Campo de Mayo, había cometido el error de visitar a Perón en
su departamento para exigirle que quitara del Gobierno a un cuñado de
la Eva. Perón era ministro, no lo olvide, y coronel de la nación.
Sin embargo, actuaba con desvergüenza. Le había montado a la Eva
una garçonnière al lado de su propio domicilio. Cuando Ávalos
hizo la visita, la que le abrió la puerta fue esa mujer. Vaya a saber
qué insultos le habrá dicho, con sus modales de prostíbulo.
Ávalos no tuvo más remedio que retirarse. Imagínese lo
que significaba entonces para la dignidad de un oficial superior ser maltratado
por una cómica que se le apareció vestida como bataclana, con
unas chancletas de tacos altos. El comandante regresó a la guarnición
con la cabeza gacha. Esa noche decidimos que la única manera de quitar
de en medio a Perón era matándole'.
Mientras el coronel habla, yo sé que cada frase se está tatuando
en mi memoria. De todos modos, anoto a hurtadillas algunas palabras claves.
Esa tarde, apenas se marche, voy a reconstruir su monólogo.
'Yo era entonces capitán. Tenía 31 y llevaba dos en mi curso para
graduarme como oficial de Estado Mayor, en la Escuela Superior de Guerra. Mi
profesor de logística era el teniente coronel Manuel A. Mora, un visionario
que ya imaginaba en qué se convertiría la Argentina si Perón
llegaba a presidente.
Al caer la tarde del lunes 8 de octubre, con el pretexto de un entrenamiento
al aire libre, nos llevó a 30 de sus discípulos a una caseta alejada,
en Campo de Mayo. Nos advirtió que se trataba de un encuentro de honor
en el que conspiraríamos contra Perón. Quien se sintiera incómodo
podría marcharse. Nadie se fue. Recuerdo muy bien la expresión
de Mora: estaba pálido, demacrado. Nos preguntó si sabíamos
qué estaba por suceder en la escuela al día siguiente. Nada fuera
de lo común, dijimos. Sólo el comienzo de un nuevo curso sobre
energía atómica. Precisamente, dijo Mora. Ese aprendiz de tirano,
Perón, va a venir a inaugurarlo. A dos kilómetros de aquí
hay una barrera de ferrocarril. Cuando el auto de Perón se acerque, vamos
a bajarla. Diez de ustedes le capturarán y le llevarán hasta una
fábrica vacía. Allí vamos a juzgarle y a ejecutarle. Necesito
saber quiénes son los voluntarios. Alcé la mano antes que nadie.
Sabía que iba a contar con usted, Cabanillas, me dijo. Le ordeno que
dirija el secuestro. Dentro del camión, en la guantera, va a encontrar
los datos de la fábrica donde tiene que llevar a ese hombre.
Una y otra vez repasamos el plan. Era perfecto. Pero esa noche, el general Ávalos
reunió a todos los jefes de Campo de Mayo y les dijo que el ministro
de Guerra tenía noticias de que se preparaba una sublevación y
estaba dispuesto a reprimir. Existe el peligro de una guerra civil, advirtió
Ávalos. Hay que mantenerse quietos. Perón suspendió la
visita del día siguiente y la oportunidad única que tuvimos entonces
tardó diez años en repetirse'.
'Diez años', vuelve a decir. Cierra la ventana y pide más agua.
'Hace tres horas que no tomo aspirinas y el dolor de las vértebras me
está matando'. Le ofrezco ir en busca de un calmante más fuerte.
Al lado de la oficina donde estamos, en la calle Venezuela, hay un médico
al que le he pedido ayuda más de una vez. 'Lo único que quiero
son aspirinas', me detiene. 'Todo lo demás es tóxico, mentira'.
Llama por teléfono a su casa y avisa que tardará una hora en regresar.
La lluvia le incomoda: la mira caer con tanto encono que tal vez las nubes se
abran en cualquier momento. 'Diez años', le repito. 'Me decía
usted que lo intentaron diez años más tarde'.
'Como usted sabe, al tirano le derrocamos en septiembre de 1955', dice.
¿Qué hago con el cadáver?
A partir de ahora, el coronel aludirá a la historia en primera persona:
'Viajamos, conspiramos, luchamos': todos los verbos lo incluyen a él.
Los otros personajes quedarán siempre en las sombras, salvo cuando hable
de Evita y del último atentado.
'Septiembre, entonces', sigue. 'Entramos en Buenos Aires con el general Eduardo
Lonardi, jefe triunfante de la revolución, y nos hicimos cargo del Gobierno.
Yo me puse al frente del Servicio de Informaciones del Ejército, un organismo
delicado, que debía limpiar el arma de peronistas infiltrados, a la vez
que vigilar al propio tirano, refugiado en Paraguay. Creímos que la derrota
lo silenciaría por un tiempo, pero desde que llegó a Asunción,
dio declaraciones contra nuestro Gobierno. Elevamos una protesta diplomática
y logramos que lo confinaran en Villarrica, un pueblo de poco más de
20.000 habitantes situado 140 kilómetros al sureste de la capital. Ni
aun allí el tirano retuvo su lengua. Decidimos darle su merecido. Sin
informar ni una sola palabra a Lonardi -que sin duda iba a oponerse-, me instalé
en la ciudad de Posadas y desde allí envié a siete suboficiales,
con identificaciones falsas, para que me informaran sobre lo que sucedía
en Villarrica. Todos ellos hicieron su papel a la perfección: fingieron
ser peones que andaban en busca de trabajo, y se alojaron en ranchos de gente
muy pobre, tanto en Borja como en otro pueblito vecino. Lo que hicieron fue
muy sacrificado. El tirano iba de un lado a otro de Villarrica, con la pistola
al cinto, y a veces hasta andaba en motocicleta. Decidimos secuestrarlo el 22
de octubre durante uno de esos paseos y llevarlo en jeep por caminos de selva
hasta Puerto Esperanza, que era el pueblo argentino más cercano. Allí
lo ejecutaríamos. Yo me había reservado el derecho de darle el
tiro de gracia. Uno de nuestros hombres cometió un error fatal. Tenía
un hijito enfermo de difteria y llamó a su casa para saber cómo
estaba. Alguien detectó la llamada y nos siguió el rastro. El
21 de octubre, los siete suboficiales fueron detenidos. Jamás se dio
a conocer la identidad de ninguno. Al Gobierno le costó un mes de trabajo
sacarlos de la cárcel'.
El coronel mueve la cabeza, sarcástico. 'Tal vez haya oído usted
algo de lo que estoy contándole', dice. 'Rumores. Nunca supo nadie la
verdad de lo que tramábamos. Hasta ahora'.
No lo dice, pero el fracaso de Villarrica le costó al coronel una discusión
áspera con Lonardi. El presidente y el jefe de sus espías se distanciaron
tanto que el coronel temió ser apartado del Servicio de Informaciones
del Ejército a fines de aquel 1955 y, quizá, obligado al retiro.
Pero lo que se imagina como desgracia es, a veces, sólo el comienzo de
la salvación. Tres semanas después del incidente en Paraguay,
el 13 de noviembre, la pugna que se había entablado entre militares liberales
y nacionalistas terminó con la victoria de aquéllos. Lonardi fue
sustituido por el general Pedro Eugenio Aramburu. Por su atentado contra Perón,
al coronel se lo imaginaba en el bando de los vencedores. En vez de caer, fue
ascendido a jefe del Servicio de Informaciones del Estado.
Aunque agradeció la confianza del Gobierno, el coronel se preparó
para un año de aburrimiento. En el Servicio de Inteligencia del Ejército
(SIE) lo reemplazó un coronel astuto, brillante, exacto como un prusiano:
Carlos Eugenio de Moori Koenig, experto en la difusión de rumores y en
teorías sobre el secreto. A los diez días de asumir, Moori Koenig
retiró del segundo piso de la Confederación General del Trabajo
el cadáver de Eva Perón, que hasta entonces había estado
al cuidado de Pedro Ara, el médico español que la embalsamó.
Al coronel habría querido que le encomendaran ese trabajo y sintió
una envidia que tardaría años en admitir.
Durante meses, nada se supo del cadáver. Algunos de los hombres que estaban
bajo su mando trataron de confirmar la veracidad de las versiones que circulaban
entre los peronistas: que la habían sepultado en el lecho del río
de la Plata, cubriéndola con una losa de cemento, o que la habían
incinerado, arrojando sus cenizas en un basural. El coronel pensaba que el cadáver
de Eva Perón debía yacer, más bien, en un cementerio despoblado,
bajo un nombre cualquiera.
Como el destino de aquel cuerpo no estaba entre sus deberes, dejó de
inquietarse. Lo que le sorprendió fueron las historias que se oían
en los casinos de oficiales sobre el SIE. Alguien había visto salir de
allí una noche a Moori Koenig, borracho, y subir al camión de
una empresa de mudanzas. Se hablaba de luces que subían y bajaban por
los pisos altos del edificio, situado en la esquina de Viamonte y Callao, en
pleno centro de Buenos Aires. 'Allí celebran misas negras', decían.
O bien: 'En ese lugar se rinde culto al demonio'.
El coronel desdeñaba esas suposiciones. La imaginación es atributo
de los débiles, se dijo. Suponía, por lo tanto, que los chismes
venían de fuera: de peronistas solapados, con certeza. El rumor sobre
su reemplazante le parecía el más inverosímil de todos:
lo único que bebía aquel hombre era agua.
En julio de 1956, sin embargo, sucedió un hecho inquietante. Uno de los
oficiales que estaban a las órdenes de Moori Koenig, el mayor Eduardo
Arandía, mató de dos balazos a su esposa, Elvira Herrero. La mujer
estaba embarazada de dos meses y tenía una hija de un año. Un
parte reservado del Ejército informó de que el mayor guardaba
documentos confidenciales en la buhardilla de su casa, de la que nadie tenía
llave. Al oír ruidos en la buhardilla, temió que hubiera un ladrón.
Subió con sigilo, distinguió un bulto que se movía y disparó
a ciegas.
Afuera, en el jardín de la calle Venezuela, el cielo se ha ensombrecido.
Se oyen truenos a lo lejos. 'Tengo que irme', dice el coronel. 'En casa van
a empezar a preocuparse'. No tendrían por qué, le replico. Usted
parece saludable. 'No crea', me corrige. 'Estoy perdiendo la vista. Y por las
noches, a veces me despierto con la lengua dura, como piedra. Quiero hablar
y no puedo'. Hace el ademán de levantarse, pero se detiene. Siente que
en la historia hay un punto que debería dejar claro ya mismo. Alza otra
vez la quijada orgullosa y dice: 'Dos o tres meses después del incidente
de Arandía, el ministro de Guerra, Arturo Ossorio Arana, me citó
en su despacho y me pidió que guardara silencio sobre todo lo que estaba
por revelar. Me preocupé. Lo he llamado porque el presidente Aramburu
quiere que usted regrese al SIE, me dijo. Esta misma tarde tiene que tomar posesión.
¿Y Moori Koenig?, atiné a preguntar. Hemos tenido que ponerlo bajo arresto.
Está en la Patagonia, en Comodoro Rivadavia. Me quedé de una pieza.
Y eso que aún faltaba por saber lo más importante. Al caer la
tarde, Ossorio Arana reunió al personal de Inteligencia y me entregó
el mando. Después del acto nos quedamos a solas. Me hizo una señal
de silencio y abrió la puerta de un cuarto que estaba junto al despacho
y que se usaba para guardar papeles. Prepárese para una sorpresa, me
dijo. Vi un ataúd abierto. Allí estaba el cadáver embalsamado
de Eva Perón. Todo lo que atiné a preguntar fue: ¿Qué hago
con esto ahora? Nada, me dijo Ossorio Arana. Lo dejo bajo su custodia personal.
Pronto vamos a decidir su destino. Lo acompañé hasta la puerta
y me quedé un largo rato mirando a esa mujer por la que tantas personas
habían llorado. Parecía viva, como si en cualquier momento se
fuera a despertar'.
A la tarde siguiente, el coronel regresa con puntualidad a la oficina de la
calle Venezuela. Se quita el impermeable, deja a un lado las galochas con las
que ha protegido sus zapatos impecables y se pasea de un lado a otro del cuarto.
La lluvia le altera el humor, dice. Tiene los nervios de acero, pero la humedad
que no cesa le quita las ganas de salir a la calle. 'He salido con un esfuerzo
enorme', repite. 'Pero no quiero que muera conmigo esta historia que llevo dentro
como un fuego'.
'Qué sabe uno lo que nos va a pasar', dice. Es abril de 1989. El coronel
vivirá casi nueve años más. Irá quedándose
ciego y sin habla hasta que, a fines de enero de 1998, la muerte le llegará
como una bendición.
Tarda un largo rato en volver al sofá. Casi todo lo que cuenta ahora
lo hace de pie, a veces frente a la ventana, sin mirarme, y otras veces apoyándose
en la escueta biblioteca que cubre una de las paredes de la oficina.
Le pregunto si el ataúd donde estaba el cuerpo de Evita era el mismo,
lujoso, ante el que habían desfilado millones de dolientes en agosto
de 1952. 'No', responde. 'Era un cajón común, sin chapa ni nada.
Hasta poco antes de que yo llegara lo habían tenido cerrado y de pie,
con un letrero que decía: Equipos de radio. Fue por eso que tenía
fisuras, heridas en la carne muerta. Yo mismo lo acosté. Fue fácil.
Con el tiempo, el cuerpo se había vuelto muy liviano'.
Durante los primeros meses, la idea de que el cadáver estaba en el cuarto
de al lado no le daba sosiego. La calma vino sólo cuando decidió
quedarse a dormir allí. Los hijos lo extrañaban y él extrañaba
a los hijos 'Uno de ellos', cuenta, 'estaba preparándose para el Colegio
Militar. Venía por las tardes al SIE y se quedaba en mi despacho, estudiando.
Siempre se quejaba del olor raro que había. Yo negaba lo que era evidente:
Es tu imaginación, le decía. Es el spray que se usa para limpiar
las armas. También a mí me faltaba el aire. También yo
sentía aquel olor partiéndome la cabeza'.
De vez en cuando, el coronel se lleva las manos a la espalda, como si fuera
allí donde le duele lo que recuerda. La suerte del cadáver, dice,
empezó a obsesionarlo. Investigó con celo lo que le habían
hecho con él desde que lo sacaron del laboratorio de la CGT, donde yacía
en piletas que mantenían húmedos y tensos los tejidos. Supo que,
cuando lo llevaron al SIE, un oficial vertió vino sobre la mortaja. Supo
que, temerosos de que lo secuestraran, lo habían mudado después
de un lado a otro, deambulando -dice el coronel- para ocultarlo. 'Estuvo en
una casa de las barrancas de Belgrano, estuvo en un arsenal, y también
en la buhardilla del mayor Arandía. Fue allí donde la esposa entró
en sospecha de que se guardaba algo y violentó la entrada, como la mujer
de Barba Azul. Fue allí donde Arandía la escarmentó con
dos balazos'.
Luego, una noche, cuando salía a despedir al hijo, el coronel distinguió,
junto a la puerta contigua a su despacho, dos flores silvestres. Parecía
que alguien las hubiera dejado caer al azar, pero el incidente lo intrigó:
nadie llevaba flores al Servicio de Inteligencia. Estuvo a punto de pedir que
se investigara el hecho. No lo hizo. Recogió las flores y decidió
esperar. Al día siguiente ya no eran flores, sino una vela encendida.
De inmediato salió en busca del ministro Ossorio Arana. Ambos, sin vacilar,
pidieron una audiencia de prioridad con el presidente Aramburu y le confiaron
su zozobra: 'El cadáver de esa mujer ha sido localizado', informó
el coronel. 'Hay peligro de que el SIE sea infiltrado y copado por partidarios
del tirano prófugo. Hay peligro de una acción de fuerza para secuestrarlo'.
Sentado bajo el busto de la República, el presidente se quedó
en silencio, cavilando. Pasaron dos, tres minutos. Entonces dijo: 'Hemos obrado
mal al retener tanto tiempo a esa muerta. Le ordeno, coronel, darle cristiana
sepultura en un lugar anónimo, del que nadie sepa nada. Y guarde usted
el secreto hasta el momento en que debamos devolverla a sus legítimos
deudos'.
Sintió que la solemnidad de aquella orden comprometía su vida,
que no tendría descanso hasta cumplirla por completo.
El buen trabajo de monseñor
Lo más difícil de resolver era el traslado del cadáver.
Tenía que ser fuera de la Argentina, donde estaba expuesto a escrutinios
incesantes. Pensó en Uruguay, en México, en Alemania. Un visitante
asiduo del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), el sacerdote
Francisco Rotger, le ofreció la solución: dejar el cuerpo al cuidado
de la Iglesia. Rotger pertenecía a la orden de San Pablo y conocía
en detalle todos los movimientos que Perón había hecho para sacar
de Alemania a ex nazis peligrosos, como Mengele y Eichmann. 'Sin los albergues
secretos que ofrecía la Iglesia, esos rescates no habrían sido
posibles', les dijo Rotger. 'Pusimos esos recursos al servicio de Perón
hace diez años. ¿Por qué habríamos de negárselo
a ustedes?'.
La orden de San Pablo se encargaría de encontrar una tumba anónima,
en cualquier lugar de Italia, y protegería el traslado. 'Pero el responsable
de la operación tiene que ser usted, Cabanillas', dijo Rotger. El coronel
no era hombre de estrategias sofisticadas sino de acciones simples. Si se necesita
un pasaporte italiano para la muerta, reflexionó, entonces debo conseguirlo
en el consulado sea como fuere.
'¿Se acuerda de un robo que denunció el cónsul italiano en marzo
de 1957?', pregunta el coronel, con los ojos brillantes de astucia. No, no lo
recuerdo, digo. 'Salió en los diarios. Fue un robo con fractura. Se llevaron
dos cuadros, máquinas de escribir y pasaportes en blanco. Lo hicimos
nosotros. Nos importaban sólo dos de los documentos. Nos apropiamos de
todo lo demás para disimular'.
Tardaron sólo tres días en fraguar los papeles que se necesitaban
para el traslado del cadáver: el pasaporte de la muerta y de su acompañante,
el certificado de defunción, el testamento. Luego, acudieron a las oficinas
del cónsul para pedir la repatriación de los restos. A la muerta
le habían asignado ya el nombre falso con el que afrontaría sin
trastornos los catorce años siguientes: María Maggi viuda de Magistris.
Los otros papeles se fraguaron para el devoto cuñado que la acompañaría
en el viaje: Giovanni Magistris.
En vísperas de la travesía a Italia, y con la ayuda de un solo
hombre, el mayor Alberto Hamilton Díaz, sacó el ataúd de
su escondite y lo depositó en el camión de una empresa de mudanzas,
estacionado a cincuenta metros de su oficina. La tarde antes había dado
franco a todo el personal, retirado las guardias y asegurado, con una patrulla
de suboficiales que venían de seis provincias y no se conocían
entre sí, la absoluta soledad de la calle. Nadie sabía nada. Nadie
lo supo nunca, dice, regresando por fin al sofá.
A veces se le escapa uno que otro tic. Guiña involuntariamente el ojo
izquierdo, le tiemblan las comisuras de los labios. Pero por lo demás
su expresión es impasible. Sólo la papada va y viene, como un
oleaje manso. Le ofrezco té. ¿O prefiere un dedo de Jack Daniels, con
hielo? El coronel aparta mi oferta con un gesto desdeñoso de las manos.
Sólo agua, responde. Nunca bebo otra cosa.
Si el padre Rotger conocía el secreto, le digo, debió informar
al superior de la orden de San Pablo, con lo que ya eran dos más los
que sabían. Y el superior, a su vez, debió de confiarle la historia
al Papa, con lo que ya eran tres. 'Por fortuna, el Santo Padre era entonces
Pío XII', informa el coronel. 'Estaba muy enfermo y murió al año
siguiente. Había sido misericordioso con los alemanes que huían
en 1947. ¿Cómo no iba a serlo con una mujer a la que había conocido
en vida? Nunca tuve la menor duda de que de esos hombres jamás saldría
una sola palabra. Si la Iglesia fuera incapaz de guardar secretos, habría
desaparecido hace mucho'.
El 23 de abril de 1957, el coronel repatrió los restos de la falsa María
Maggi de Magistris en la bodega del transatlántico Conte Biancamano.
El propio cónsul de Italia estaba en la dársena, sólo para
asegurarse de que el ataúd no tuviera tropiezos. Sobre la travesía,
el coronel cuenta una historia que los hechos desmienten: 'El destino final
del barco era Génova. El cajón que conseguimos para el traslado
era enorme, y el cuerpo de la Eva demasiado chico. Para que no se bamboleara,
tuvimos que rellenarlo con polvo de ladrillo, con la mala suerte de que en el
puerto estaban embarcando también el cadáver de un director de
orquesta famoso, Arturo Toscanini. Pesaron las dos cajas: la de Toscanini marcó
120 kilos, la de Eva casi 400. Cuando los envíos llegaron a Génova,
la diferencia de peso hizo entrar en sospechas a los agentes aduaneros. Pensaron
que estábamos contrabandeando armas o alguna otra cosa. Por fortuna,
en el puerto estaba esperándonos monseñor Giulio Maturini, superior
de la orden de San Pablo. Fue él quien intervino para que no se abriera
el cajón. Les dijo a los agentes aduaneros que cometerían sacrilegio
y así los disuadió'.
Pocas horas después, el féretro fue trasladado al cementerio Maggiore,
en Milán, donde quedó en una tumba provisional, al cuidado de
una monja de la orden de San Pablo llamada Giuseppina Airoldi, quien había
servido como misionera en Argentina cuando Eva era todavía una niña.
Con extremo celo y diligencia, la hermana Giuseppina compró un lote en
el jardín 41, sector 86 del cementerio, y ordenó abrir allí
una tumba revestida de cemento. Encomendó una lápida de granito
gris con una cruz de un metro de altura. Sobre la losa, hizo grabar esta inscripción:
María Maggi viuda de Magistris 23-2-51. Requiem.
Fue una obra maestra de sigilo a la que retrospectivamente podría señalársele
un solo error. El título de propiedad de la tumba, válido por
30 años, fue puesto a nombre de alguien que no tenía relación
alguna con la difunta: el coronel Héctor Eduardo Cabanillas. 14 años
más tarde, en 1971, ese detalle estuvo a punto de arruinar la trama que
con tanta paciencia habían tejido la Iglesia y los militares argentinos.
El coronel sintió que aún le faltaba un último paso: entrevistarse
a solas con el presidente Aramburu. Le pidió una entrevista reservada.
Dos días después se paseó con él en los jardines
de Olivos. Le entregó un sobre lacrado en el que estaban todos los datos
de la tumba y un documento notariado por el cual Cabanillas cedía al
Gobierno argentino la propiedad de la tumba. El presidente rechazó el
sobre. 'No, coronel', le dijo. 'No quiero ver absolutamente nada. Cuanto menos
sepa de esta historia será mejor para todos. ¿El cadáver está
en un cementerio cristiano?'. Sí, mi general, respondió Cabanillas.
Todo se hizo como usted ordenó. 'Para mí, entonces', dijo el presidente,
'este asunto ha terminado'.
El coronel depositó los papeles en la caja de seguridad que estaba a
su nombre, en el Banco Francés, y dejó de pensar en el cadáver.
Tenía ahora una misión más importante, en la que ya había
fracasado dos veces: matar a Perón.
'Usted dirá que la tercera iba a ser la vencida', supone el coronel,
sucumbiendo a otro de sus lugares comunes. 'También nosotros creímos
eso. Jamás planificamos un atentado con tanto esmero, tanta atención
por el detalle. Perón debía morir y nada iba a evitarlo. Olvidábamos
algo elemental: el hombre propone, pero el que dispone es Dios'.
Cada vez que la lluvia deja de caer, el jardín de la calle Venezuela
se inunda de insectos voladores que van y vienen en bandadas compactas, ellos
también como una lluvia fina. Hay mariposas blancas y hormigas aladas,
de color herrumbre, que a veces se lanzan contra los vidrios de la ventana.
'Habrá que ponerle más cuidado a esos rosales', dice el coronel.
'Seguro que, si buscan entre las raíces, van a encontrar dos o tres hormigueros.
No hay nada tan resistente como las hormigas. A veces pienso que cuando las
explosiones atómicas hagan desaparecer el mundo, tres especies saldrán
intactas del fondo de la tierra: las cucarachas, las ratas y las hormigas'.
A medida que avanza la tarde lo va derrumbando la fatiga. Trata de mantenerse
de pie, camina erguido, finge gallardía. Pero a intervalos cada vez más
breves, el dolor lo acosa y cae, doblado, en el sofá. En lo que resta
de la tarde, va a contar la historia del atentado en Caracas con imprecisiones
y lagunas, pero más tarde podré verificar que la sustancia de
los hechos es verdadera. Se interrumpe a menudo para tomar aliento. Yo nada
digo. Dejo que el relato fluya, porque he leído en los diarios parte
de lo que sucedió y, sin embargo, lo que el coronel cuenta ahora es asombroso
y nuevo.
Una bomba para Perón
'En julio de 1956 supimos que Jorge Antonio, el empresario que siempre se mantuvo
fiel al tirano, había conseguido que éste fuera admitido en Venezuela.
Perón tuvo que salir de Panamá con extremo apuro, porque no podía
estar allí durante la reunión de presidentes americanos, y pasó
una temporada corta y feliz en Nicaragua, donde fue huésped privilegiado
de los Somoza. Allí se compró un automóvil Opel, que su
chofer Isaac Gilaberte llevó hasta el puerto de La Guaira, cerca de Caracas'.
El tejido de estos hechos es tan abigarrado, dice el coronel, que conviene ser
minucioso. Sobre una hoja de papel escribe a veces signos que no parecen tener
significado: flechas, líneas onduladas, indicaciones de cuerpos en movimiento.
'A las nueve de la noche', continúa, 'el 8 de agosto, Perón llegó
a Caracas. Lo acompañaba Isabel, que se mantenía siempre en un
discreto segundo plano. Recuerde que ella y Perón aún vivían
amancebados, y que su figura insignificante contrastaba con la de Eva. Supimos
que se habían instalado en una residencia modesta de El Bosque, y que
el tirano era inagotable escribiendo cartas a sus partidarios'.
'Cuando completé con éxito el envío del cadáver
de la Eva a Italia, empecé a ocuparme del tirano. En esa época,
marzo de 1957, trabajaba conmigo en el Servicio de Inteligencia del Ejército
(SIE) un sargento primero de mi más absoluta confianza, un hombre abnegado
y muy astuto. Se llamaba Manuel Sorolla. No pude encontrar mejor instrumento
para el nuevo atentado. Aunque era más bien un hombre sin posiciones
políticas definidas, aceptó hacerse pasar por peronista furioso.
Hablaba en los pasillos de los cuarteles a favor del tirano y se agarraba a
trompadas con cualquier suboficial que lo contrariara. Como era obvio, terminaron
metiéndolo preso por subversivo. Eso era lo que esperábamos. Los
únicos que conocíamos la simulación éramos Hamilton
Díaz y yo. Sorolla quedó arrestado en los calabozos del SIE, donde
tenían la orden de informarme sobre cualquier cambio de conducta, porque
el hombre sufría -dije- de serios desarreglos nerviosos. Esa misma madrugada,
tal como habíamos previsto, se tomó un frasco de somníferos
que eran en verdad pastillas de azúcar y fingió entrar en coma.
Me llamaron de emergencia. 'Hay que enviar a Sorolla inmediatamente al hospital',
ordené. Como parecía inconsciente, le pusimos sólo una
persona de custodia en la ambulancia. Apenas el vehículo arrancó,
no le costó nada incorporarse y derribar a su guardián de un golpe.
Escapó sin problemas. Hamilton Díaz estaba a 200 metros, esperándolo
en un automóvil, y lo llevó hasta el puerto, donde Sorolla tomó
un vapor que iba a Montevideo. La farsa estuvo tan bien armada que en seguida
corrió la voz entre los peronistas. Para ellos, Sorolla se convirtió
en un héroe, y pronto le llegaron al tirano noticias de la fuga'.
En ninguno de los infinitos documentos de la resistencia peronista he leído
esa historia, y me parece extraño que nadie haya hablado de ella. Se
lo digo al coronel. 'Todo sucedió como se lo cuento. Pregúnteselo
a Sorolla, si quiere'. Se lo pregunto dos días más tarde, cuando
nos encontramos en un café de San Telmo. Es un hombre alto, canoso, bien
parecido, al que creo haberlo visto en algunas fotos. 'No puede haberme visto',
se incomoda él. 'Nadie sabe nada de mi vida'. Trabaja como asistente
del coronel, en la agencia de seguridad Orpi, eso es todo lo que puede decir.
Y además confirma, punto por punto, el relato de Cabanillas. Cuando nos
despedimos, me exige que no vuelva a llamarlo.
Volví a llamarlo, sin embargo, casi 15 años después, en
mayo de 2002. Tenía el mismo teléfono y acababa de enviudar. 'Estoy
abatido', me dijo. 'Usted sabe lo que son estas cosas'. Me pareció extraña
esa confesión personal en boca de un hombre para quien, según
el coronel, no existían los sentimientos ni el miedo ni las debilidades
que afligen a los demás seres humanos. Cabanillas lo había definido
como 'un cruzado de la obediencia y del deber'.
En 1971 Sorolla fingió ser Carlo Maggi, hermano menor de la difunta enterrada
en Milán -eso ya lo he averiguado-, pero lo que ahora me interesa es
confirmar por segunda vez que también fue él quien puso una bomba
en el auto de Perón en Caracas. 'No le diré que sí ni que
no', responde con parquedad. 'A veces el coronel Cabanillas hablaba de más'.
Al lenguaje distante y cauteloso de los años ochenta lo sustituye ahora
una voz segura de sí. La muerte del coronel acaso lo ha liberado de una
vida que no quería y el anonimato es ya para él una elección,
no un acto de servicio.
'Sí, yo fui el de la bomba', admite Sorolla. En abril de 1957, después
de su escandalosa fuga, viajó de Montevideo a La Paz y de allí
a Lima y Bogotá, desde donde llegó en ómnibus a Caracas.
Lo primero que hizo fue presentarse ante Perón. El general se había
mudado entonces a una casa de varios cuartos en El Rosal, disponía de
cocineros, mucamas y guardaespaldas. Sorolla le contó la historia que
el SIE había fraguado para él y Perón le dijo que simpatizaba
con su caso. 'He venido hasta acá para ponerme a sus órdenes,
mi general', se cuadró Sorolla. 'Disponga de mí para lo que sea
necesario'. '¿Qué sabe hacer usted, hijo, aparte de pegar buenas trompadas?',
le preguntó Perón. 'Soy mecánico de coches y sé
limpiar armas', respondió el fugitivo. 'Entonces hable con Gilaberte',
le indicó el general. 'Lleva ya años sirviéndome de chofer
y no tiene quien lo alivie. Quédese y trabaje con él'.
Sorolla era comedido, silencioso y jamás se quejaba. En pocos días
ganó la confianza de los otros domésticos y empezó a tomar
notas cuidadosas de las rutinas de Perón, que rara vez variaban. Según
los servicios de inteligencia de Estados Unidos, 15 custodios del ex presidente
argentino vivían en un edificio situado al frente de su nueva casa. Cada
vez que éste salía a dar un paseo, se apostaban a lo largo de
la ruta e iban indicando si los 100 o 200 metros siguientes estaban libres de
peligro. Aunque es posible que el embajador argentino en Caracas -un general
llamado Carlos Severo Toranzo Montero, frenético antiperonista- haya
tramado alguna conjura contra el incómodo huésped de El Rosal,
la misión de Sorolla se hizo en absoluto secreto y sin el menor contacto
con la embajada. Perón culpó siempre a Toranzo Montero de sus
desgracias venezolanas y hasta mencionó a un mercenario yugoslavo conocido
como Jack, que había roto un contrato con el diplomático para
asesinarlo, seducido por la lucha de Perón en favor de los oprimidos.
La historia de Jack quizá sea otro de los actos de ilusionismo con los
que el general solía enriquecer su mito, y el relato de los custodios
sin duda es uno de los errores habituales de la inteligencia norteamericana.
Sorolla, que era escrupuloso, no vio nada de eso en Caracas. El general se levantaba
todos los días a las seis, y a las siete, luego de un desayuno frugal
y de una ojeada a los titulares de los diarios, se hacía llevar por Gilaberte
hasta el parque Los Caobos, para una caminata de 45 minutos. Su único
guardián era entonces Sorolla, que iba armado con un revólver
calibre 38. Después, Perón se daba una ducha y salía rumbo
a sus oficinas de la avenida Urdaneta, en el centro de la ciudad, donde se encerraba
a trabajar con el mayor Pablo Vicente, que lo asistía en aquellos meses.
Los cambios de horario eran mínimos: los sábados y domingos empleaba
más tiempo en leer los diarios, porque el tránsito de la ciudad
era fluido y llegaba al centro en 15 minutos. Sorolla tenía medido cada
movimiento, calculado todo percance imprevisible, estudiada hasta la más
ínfima desviación de la rutina. El 22 de mayo le llegó
una bomba que estallaría al calentarse el motor del Opel junto con un
mensaje de Cabanillas que decía, simplemente: 'D-25'. Significaba que
el atentado debía perpetrarse el sábado 25, aniversario de la
libertad conquistada por Argentina en 1810.
Sorolla averiguó que el general festejaría la fecha patria con
un asado en El Rosal, a la misma hora en que el embajador Toranzo Montero ofrecía
una recepción. Supo también que Gilaberte había comprado
ya vino, carne y chorizos para 50 personas. No se preveía, por lo tanto,
ningún desplazamiento en la rutina. Esa tarde pidió hablar con
el general. 'He recibido un mensaje de Buenos Aires', le dijo. 'Mi madre estaba
muy enferma cuando la dejé y ahora me avisan que ha entrado en agonía.
Quiero ir a verla sea como sea, y le ruego que me dé permiso para salir
mañana mismo'. '¿Tiene dinero para irse, hijo?', le preguntó Perón.
'¿Con qué documentos piensa entrar en la Argentina?'. 'Tengo ahorrada
la plata justa para un pasaje a Montevideo', mintió Sorolla. 'De ahí
voy en ómnibus a Carmelo, donde algunos compañeros peronistas
van a pasarme en bote hasta la costa argentina, por la noche. Es un viaje seguro,
mi general. Pienso estar de vuelta en pocas semanas. Lo que yo tarde en volver
no depende de mí, sino de cuánto permitirá Dios que viva
mi madre'.
Esa noche, Sorolla se despidió de Gilaberte y le prometió limpiar
las bujías del motor. 'Mañana es 25 de mayo', le dijo. 'El Opel
tiene que andar como una seda'.
El chofer recordaría la frase al día siguiente, cuando bajó
a calentar el auto para llevar al general hasta el parque Los Caobos. Entonces
sucedió algo imprevisto. Perón acababa de leer en el diario que
a la recepción de la embajada argentina acudirían 100 personas,
y decidió él también aumentar el número de sus invitados.
El día anterior, su amigo Miguel Silvio Sanz -jefe de Seguridad de la
dictadura de Marcos Pérez Jiménez y uno de los hombres más
perversos del régimen- le sugirió que invitara a su inmediato
superior, Pedro Estrada, un funcionario de modales aristocráticos y cultura
refinada, que había organizado la más temible red de espías
y asesinos de la historia de Venezuela. El general se enorgullecía de
esas amistades. Si Estrada acudía a El Rosal, la carne que hemos comprado
va a ser insuficiente, le dijo a Gilaberte. Antes de que salgamos para Los Caobos,
vaya por más asado y más chorizos.
Esa misma mañana de sábado, antes del amanecer, Sorolla había
colocado una carga poderosa en el block del motor. Tres o cuatro décadas
más tarde no recordará qué tipo de explosivo era. También
Cabanillas lo ha olvidado. 'Era suficiente para matar a Perón, eso sí
tengo claro', dirá la segunda tarde, en la oficina de la calle Venezuela.
'No sé por qué fallamos. La suerte estaba del lado equivocado,
como siempre sucede'.
Sorolla sabía muy bien qué hacer. La rutina de Gilaberte consistía
en calentar el motor durante cinco a siete minutos, salir del garage y esperar
al general, que salía de la casa dos o tres minutos más tarde.
El trayecto hasta el parque les tomaba 13 a 15 minutos. Según sus cálculos,
la bomba debía estallar cuando el vehículo estuviera en la avenida
Andrés Bello, a la altura de El Bosque, no lejos del primer domicilio
de Perón. Pero aquella mañana, el chofer ni siquiera se inquietó
por el motor. ¿Acaso el Opel no había quedado como una seda? Lo arrancó
de inmediato y salió en dirección oeste. Estacionó en la
esquina de Venus y Paradero, en la parroquia de La Candelaria, a diez pasos
de la carnicería. Acababa de entrar en el comercio cuando la calle se
sacudió y el aire se impregnó de humo y astillas de vidrio.
La lucha por el cadáver
De todos modos, la bomba estaba mal colocada. Sorolla la había pegado
al block de tal manera que el motor saltó hacia arriba y voló
destrozado, pero el asiento trasero, en el que debía ir Perón,
no sufrió daños. Un par de astillas de vidrio se incrustaron en
las mejillas de Gilaberte. La revista Élite resumiría esa semana
que las únicas víctimas del atentado fueron los tres edificios
que daban a la esquina de Venus y Paradero, a los que se les rompieron todos
los cristales. Y el Opel, por supuesto, que se inutilizó para siempre.
A Perón no lo inquietó el percance. Ese mediodía celebró
la fiesta patria con un asado que compartieron sus amigos de Caracas. Miguel
Silvio Sanz y Pedro Estrada estaban allí, por supuesto. Sorolla se enteró
de todo cuando el avión en que había huido esa mañana llegó
a Bogotá. Ni siquiera tuvo la fortuna de que Gilaberte o Perón
sospecharan de él. En todas las declaraciones, el general atribuyó
la conjura al embajador argentino y a su agregado militar. En 1970, cuando me
contó en Madrid la historia de su vida, Perón seguía pensando
que todos los atentados contra su vida habían sido tramados por Aramburu.
Yo no conocía entonces el papel que habían jugado Cabanillas y
Sorolla, pero estoy seguro de que si hubiera preguntado por ellos, el general
habría respondido: '¿Quiénes?'. El ayudante de chófer que
lo sirvió en Caracas durante dos meses se esfumó rápidamente
de su memoria.
'El fracaso de aquel atentado fue una de las grandes decepciones de mi vida',
dice ahora el coronel, mientras deja sobre el escritorio el tercer vaso de agua
que ha bebido esa tarde y se apresta a partir. 'Nos llevó meses de preparación
y todo se vino abajo por un ramalazo de mala suerte. La historia de la Argentina
sería otra sin Perón. Era temprano todavía para que se
lo viera como un mártir, y era ya tarde para que el movimiento peronista,
con todos sus dirigentes presos o dispersos, pudiera unirse. He cometido pocos
errores en la vida, y esos pocos me duelen. Tal vez ninguno me duela tanto como
no haber podido matar a Perón'.
La lluvia ha cesado a la tarde siguiente y un sol húmedo, de ceniza,
vierte sus vapores sobre Buenos Aires. La temperatura es inferior a los 20 grados,
pero apenas se puede respirar. Al coronel le duelen todos los huesos cuando
llega a la oficina de la calle de Venezuela. Lo acompaña esa tarde un
hombre vivaz, de movimientos rápidos, mirada aguda y una nuez de Adán
que sube y baja por el cuello con impaciencia, como si no supiera en qué
lugar ponerse. Se llama Jorge Rojas Silveyra, es brigadier, y ha sido embajador
del general Lanusse en Madrid durante los cruciales años de 1971 y 1972,
cuando el cadáver de Eva Perón le fue devuelto a su viudo por
el Gobierno argentino. Entre los dos hombres parece haber familiaridad, confianza,
acaso complicidad. Cabanillas llama 'Flaco' a Rojas Silveyra. El apelativo es
previsible. Aunque macizo, nervioso, el brigadier conserva una delgadez juvenil.
En la adolescencia debió de ser como un fósforo: largo, de cabeza
pequeña. A su vez, Flaco se dirige al coronel llamándolo 'Lalo'.
Rojas Silveyra abre la tarde con oscuras referencias al teniente coronel Jorge
Osinde, el siniestro oficial de Inteligencia que había sido uno de los
torturadores más notorios durante el segundo Gobierno de Perón,
delegado militar en la última etapa del exilio del general, en Madrid,
y secretario de Deportes del Gobierno de Héctor Cámpora. El embajador
invoca un dato que ya todos saben: Osinde fue uno de los organizadores de la
matanza de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, cuando Perón regresaba a Buenos
Aires por última vez. Pero también cita un detalle que yo, al
menos, desconocía: Osinde fue compañero de promoción del
coronel Cabanillas en el Colegio Militar. El 20 de septiembre de 1955, en vísperas
de la caída de Perón, Cabanillas lo arrestó y lo trasladó
en su auto a la prisión de Campo de Mayo. Durante la travesía,
Osinde se jactó de haber enviado al presidente derrocado decenas de cartas
advirtiéndole sobre la conjura que se preparaba contra él, a la
vez que le había entregado, sin equivocarse, los nombres de todos los
insurrectos. 'El general no quiso oírme, o estaba harto ya de todo y
prefirió dar un portazo', le dijo el detenido. 'Lo mejor que podés
hacer es detenerme, Cabanillas. Soy el mejor oficial de Inteligencia de este
país y, si en este momento hay una persona peligrosa, ésa soy
yo. Algún día voy a traer de vuelta a Perón, a Evita. La
historia es un péndulo, Cabanillas, ¿sabías? El poder es un péndulo.
Hoy salta hacia la izquierda, mañana estará en el lado opuesto'.
¿Osinde?, pregunto. ¿Cómo podría encajar en este relato? 'Ya lo
verá', dice Cabanillas. 'Es el comodín de la partida de naipes
que el Gobierno empezó a jugar con Perón en julio de 1971'.De
pronto, algunas piezas del rompecabezas encajan. Recuerdo fragmentos de la historia
de aquellos meses. El 5 de julio de 1971, el presidente de facto Alejandro Lanusse
decidió establecer un canal directo de comunicación con Perón.
Nombró embajador en Madrid a Jorge Rojas Silveyra pensando que su estilo
informal y campechano le facilitaría las relaciones con el exiliado.
Los objetivos del brigadier eran simples y difíciles: debía lograr
que el general autorizara a sus adictos a aceptar cargos en el Gobierno, que
no se opusiera a los proyectos políticos de la Junta Militar y que se
pronunciara de manera pública e inequívoca contra los guerrilleros
que actuaban en su nombre y a los que Lanusse no podía controlar. Lo
que ofrecía a cambio era poco a los ojos de Perón: la devolución
de su pasaporte argentino, el reconocimiento de las pensiones que se le debían
como ex presidente -y que sumaban unos 50.000 dólares- y la anulación
de las acusaciones criminales que pesaban contra él. La promesa final
era devolverle el cadáver de Eva Perón.
'Lanusse sabía que yo tenía el cadáver, pero ni él
ni yo podíamos imaginar en qué estado estaba, después de
tantos años', apunta Cabanillas.
He oído versiones de que el Gobierno de Aramburu ordenó hacer
tres o cuatro copias perfectas de la momia de Eva con resinas de poliéster
y fibra de vidrio, y que una de esas copias fue a dar al puerto de Hamburgo,
donde el coronel Moori Koenig la confundió, en 1961, con el cadáver
verdadero. La viuda de Moori Koenig ha confirmado ese dato. Cabanillas lo niega
con énfasis.
'No hubo copias', dice. 'Nunca se nos ocurrió que podía haberlas.
En los asuntos de inteligencia, como usted sabe, echar a correr un rumor suele
tener más peso que imitar la realidad'.
¿También lo de las flores y las velas es falso?, pregunto. Aludo a la
versión de que, donde quiera estaba el cadáver, aparecían
flores y velas.
'Eso es verdad', dice Cabanillas. 'Sucedió cuando la teníamos
deambulando por Buenos Aires. Las flores y las velas nos volvían locos.
Pero en Italia ya nadie supo dónde estaba ella y nos dejaron tranquilos'.
'Hasta que apareció Osinde', señala Rojas Silveyra.
'Sí. Osinde casi nos echa a perder el trabajo de muchos años',
admite el coronel.
El brigadier está ansioso por hablar. Recuerda que el 16 de agosto de
1971, a eso de las diez de la noche, recibió en la residencia del embajador,
en Madrid, la visita de Cabanillas. El emisario le entregó en silencio
una carta de Lanusse. Rojas Silveyra ha retenido cada línea en la memoria:
'Querido Flaco. Ahí te lo mando a Lalo para que entre los dos resuelvan
una operación de extrema importancia. Él te explicará de
qué se trata'.
Hacía calor, recuerda el brigadier. 'Salimos al jardín para evitar
posibles grabaciones y allí nos quedamos hablando hasta las tres de la
mañana. Convinimos en que al cadáver lo llamaríamos Valija...'.
'Paquete', interrumpe Cabanillas. 'La palabra clave era Paquete'.
'Valija', porfía Rojas Silveyra.
De todos modos, ya qué importa, digo. Y en el acto me doy cuenta de que
todo importa.
Acordaron que, cuando Cabanillas recuperara el cadáver, enviaría
un aviso para que el embajador lo esperara en la frontera con Francia y lo hiciera
escoltar desde allí por la policía española. A la embajada
llegaría un mensaje simple de advertencia: 'Valija localizada. Estimo
que llegará al puesto fronterizo de La Junquera tal día a tal
hora. Parada anterior: Perpignan'.
Recuperar el cadáver no fue tan fácil como se contó cuando
las cosas sucedieron, apunta ahora el coronel. No sé qué quiere
subrayar: si su capacidad para vencer una dificultad tras otra o la importancia
de su hazaña. O ambas cosas, que para él son una. Repite otra
vez lo que ya ha dicho con frecuencia a lo largo de su relato: 'Si no fuera
por mí, quién sabe dónde estaría la Eva ahora'.
Cabanillas llegó a Milán el 3 de agosto y allí esperó
a su infalible escudero, el suboficial mayor Manuel Sorolla. Éste era
la pieza central para la recuperación del cadáver, porque llevaba
la autorización consular para exhumar el cuerpo -conseguida una vez más
por la Orden de San Pablo- y una identidad falsa: Carlo Maggi, hermano menor
de la difunta. La noche antes de la llegada de Sorolla, el superior de la Orden,
monseñor Giulio Maturini, transmitió al coronel una noticia inquietante:
decenas de las losas del cementerio Maggiore habían sido removidas y,
en algunos sitios, los ataúdes habían sido abiertos, profanados.
Cabanillas sintió que alguien estaba siguiéndole los pasos, pero
no imaginaba quién ni por qué. Monseñor Maturini le sugirió
una respuesta. Alguien había pedido a los dos grandes cementerios de
la ciudad el registro de los propietarios de las tumbas. La información
era pública y no se podía negar. Así encontraron, en el
cementerio Maggiore, el nombre de Cabanillas. Por fortuna, en el registro no
constaba cuál era el predio de cada quien, pero obtener esa información
era cuestión de días. ¿Pudo averiguar quién está
detrás de todo esto?, preguntó el coronel. Un teniente coronel
argentino, respondió Maturini. Alguien a quien tal vez usted conozca.
Tengo aquí apuntado su nombre: Jorge Manuel Osinde.
Último acto
'Imagine usted mi angustia', dice Cabanillas. 'Sabía que no era posible
perder un solo minuto'.
La humedad es ya tan densa que en cualquier momento podría llover dentro
del cuarto. El brigadier se quita el saco y se afloja el nudo de la corbata.
Yo también, aunque no llevo corbata, aflojo los hilos invisibles de la
historia, que me están sofocando.
'Por suerte, estaba allí monseñor Maturini para aliviar las tensiones',
sigue el coronel. 'Consiguió que la alcaldía de Milán pusiera
una vigilancia de 24 horas en el cementerio. Las excavaciones cesaron. Faltaba
aún elaborar una estrategia para trasladar sin peligro el cadáver
desde Milán hasta Madrid. Primero, sin embargo, debíamos identificarlo.
Ese tema me dejó noches y noches sin dormir: ¿y si el cadáver
no estaba ya donde lo habíamos dejado? ¿Si Osinde se lo había
llevado ya, devolviendo a su lugar la losa de granito? ¿Y si el polvo de ladrillo
lo hubiera corroído? Esa mujer, la Eva, se había convertido ahora
en una cuestión de Estado. Compréndame. Yo me estaba jugando el
honor, y tal vez el pellejo'.
A mediados de agosto, casi todas las oficinas del municipio milanés entraron
en un receso de verano y la autorización para exhumar el cuerpo se retrasó.
El martes 31, por fin, les permitieron abrir la tumba. Aunque Maturini había
logrado que el cementerio se cerrara al público durante los trabajos,
los guardianes que trabajaban allí no podían ser enviados a sus
casas. Monseñor sugirió que se los empleara como ayudantes y se
les entregara algunos millares de liras con una recomendación de extremo
silencio.
¿No podía ser alguno de ellos un hombre infiltrado por Osinde?, pregunto.
'No', responde el coronel. 'Los habíamos investigado a todos. El que
menos antigüedad tenía en el cementerio llevaba 15 años'.
'Sin embargo, podían reconocer a Evita. Su foto seguía apareciendo
en las revistas'.
'Ése no era el peligro', explica el coronel. 'Se trataba de gente muy
ignorante. El peligro fue otro, inesperado'.
Cabanillas había comprado, por precaución, un ataúd y una
mortaja nuevos. También le pidió a monseñor Maturini que
la misma hermana Giuseppina, encargada de limpiar y cuidar la tumba durante
14 años, estuviera la mañana de la exhumación, por si era
necesario lavar el cuerpo.
Abrieron la losa bajo el sol candente del mediodía. A primera vista,
el ataúd parecía el mismo que Alberto Hamilton Díaz había
depositado allí en 1957. El enorme peso acentuó la evidencia.
'Fue necesario recurrir a un artificio de poleas y ganchos de acero para mover
aquellos 400 kilos. No sin dificultad, llevamos la caja al depósito del
cementerio, donde había guardias y cerrojos de seguridad. Abrir el ataúd
no era problema. Lo complicado era romper con extremo cuidado la vieja soldadura
de la tapa, evitando daños al cuerpo que estaba dentro. Del conjunto
de guardianes, elegimos a seis o siete operarios expertos. Ya estábamos
a punto de empezar el trabajo cuando se presentaron tres inspectores a verificar
lo que hacíamos. Sospeché que podían ser enviados de Osinde.
De ningún modo podía permitir que estuvieran presentes cuando
sacáramos el cadáver'.
'Era gente de Osinde', interrumpe el brigadier. 'Después los hicimos
verificar por nuestro consulado en Milán y nadie los conocía'.
'Maturini intervino una vez más', continúa Cabanillas. 'Con el
pretexto de que se trataba de una ceremonia religiosa, no les permitió
entrar. Por fin, abrimos la tapa del ataúd. Me paralizó la sorpresa.
Estaba todo lleno de polvo de ladrillo, de cascotes. El aire se llenó
de una bruma bermeja, y hasta que no se despejó no pudimos ver el cadáver
que seguía allí, intacto. Uno de los operarios se inquietó
al verlo. ¿Acaso esta mujer no murió en febrero de 1951?, dijo en alta
voz. Todos asentimos. ¿Se dan cuenta? Lleva en la tumba más de 20 años
y parece que siguiera viva. ¡Es una santa!, gritó otro de los operarios.
Entonces cayeron todos de rodillas rezando el Ave María y repitiendo
¡Miracolo! ¡Miracolo! Una vez más, la sabiduría de la Iglesia
acudió a salvarnos. Dos de los hombres estaban despavoridos y querían
salir. La hermana Giuseppina los detuvo y les dijo: ¿no ven que ha sido embalsamada?
Esa simple verdad los tranquilizó. De todos modos, tuve que repartir
otra vez miles de liras para que se calmaran y juraran secreto'.
'Esa tarde me llamaste por teléfono para decirme que todo había
salido bien', dice el brigadier, impaciente.
'Sí, pero antes pasaron otras cosas', sigue Cabanillas. El coronel está
sudando. Le corren hilos de agua desde las patillas hasta la papada inmensa.
Toma de su bolsillo un pañuelo perfumado y se enjuga el sudor con delicadeza.
'La hermana Giuseppina desnudó el cadáver y lo limpió con
mucha destreza. Nos sorprendimos de que fuera tan chico, casi como el de una
muñeca, y de que diera tanta impresión de vida. Volvimos la espalda
cuando quedó al descubierto el monte de Venus, con su pelusa fina, y
ayudamos a la monja a que le pusiera una mortaja y le cubriera la cabeza con
una mantilla. Hizo falta desenredarle el pelo, quitarle algunos broches oxidados
y volver a peinarla. Sólo entonces la pusimos en el ataúd nuevo.
Imagínese si Perón la hubiera visto en el estado en que la encontramos.
Qué papelón habría sido, ¿no?'.
Durante dos días quedó el cadáver a solas en el depósito
del cementerio Maggiore, sólo con guardias en la puerta y monjas que
iban, de tanto en tanto, a rezar oraciones. El 1 de septiembre, Cabanillas contrató
los servicios de la empresa Irof para que transportara el cadáver de
María Maggi, viuda de Magistris, por la ruta que iba de Milán
a Génova, y de allí a Savona, Toulon, Montpellier, Perpignan.
'Fue entonces cuando me llamaste por teléfono', insiste el brigadier.
'No usé el teléfono', lo corrige Cabanillas. 'Tenía miedo
de que lo hubieran intervenido. Te despaché un mensaje en clave, tal
como habíamos acordado. Te dije: Valija llega La Junquera el viernes
3, aproximadamente a las 8 am. Con Sorolla habíamos calculado el itinerario
en un mapa, la velocidad del vehículo -que fue un furgón Citroën-Transit-,
la duración de las paradas. El horario se cumplió rigurosamente'.
'Yo había arreglado ya con el Gobierno español el relevo en la
frontera', se ufana el brigadier. 'En la noche del jueves 2, tanto Perón
como Franco sabían que Eva estaba en viaje. Desde La Junquera, trasladamos
el cuerpo hasta Madrid en una camioneta que tenía inscripta la palabra
Chocolates. Yo estaba en la residencia del embajador, comunicándome todo
el tiempo por radio. Lalo y monseñor Maturini habían llegado esa
mañana y estaban conmigo'.
'Viajamos por avión', acota el coronel secamente. 'Y en Madrid nos separamos,
después de entregar el cuerpo. Nunca volví a ver a Maturini. Lo
lamento. Era un santo'.
El brigadier está exultante. Es ahora cuando siente que tiene los hilos
de la historia entre las manos y que puede tejerla como quiere.
'Estuvimos a punto de cometer un error', dice. 'Cuando el chófer me llamó
por última vez, advertí que la camioneta con el cuerpo llegaría
a Puerta de Hierro justo a las 20:25, la hora en que se inmovilizaron los relojes
cuando murió Eva. Le ordené que se detuviera 15 minutos en la
Glorieta de los Embajadores. De modo que el cadáver entró en la
quinta de Perón a las nueve menos cuarto'.
'Creo que el tirano me reconoció al verme en la casa', dice el coronel.
'No, Lalo, ¿cómo iba a reconocerte? Me había preguntado quién
estaba a cargo del traslado del cuerpo y yo le di tu nombre. Sabía quién
eras. Sabía que habías tratado de matarlo'.
'Será por eso que me dio la espalda y ni siquiera me miró cuando
firmé el acta en la que constaba la entrega del cadáver'.
'A mí, en cambio', dice el brigadier, 'me tomó del brazo y me
sacó al jardín. Lo vi lagrimear. Ah, Rojitas, me dijo. ¡Si usted
supiera cuánto quise a esta mujer! Yo me quedé en silencio, y
al cabo de un minuto me despedí'.
'La dejaron sobre la mesa del comedor', cuenta el coronel, 'y, por lo que sé,
quedó allí dos o tres meses. Al volver a Buenos Aires, tuve la
secreta esperanza de que me reincorporaran al servicio activo y me ascendieran
a general. Ésa fue mi mayor ambición en la vida y nunca pude alcanzarla.
Ahora nadie se acuerda de mí, nadie me conoce. Tal vez sea mejor así'.
El sol se abre de pronto paso entre las nubes y descarga su peso sobre Buenos
Aires. De todos lados parecen brotar hormigas aladas que suben hacia ninguna
parte. Es abril de 1989 y aún tendré que vivir, pocas semanas
más tarde, el último acto de esta historia.
EPÍLOGO BREVE
El 26 de julio de aquel 1989 se cumplieron 37 años de la muerte de Evita.
La peregrinación del cadáver no había terminado en Madrid.
En noviembre de 1974, cuando la viuda de Perón era la presidenta de Argentina
y su astrólogo José López Rega se había convertido
en el hombre fuerte del Gobierno, éste viajó en un avión
especial para rescatar el cuerpo de la quinta de Puerta de Hierro y trasladarlo
a Buenos Aires. Una vez allí, la depositó junto al ataúd
de Juan Perón en la capilla de la residencia presidencial de Olivos.
En 1976, poco después de que la viuda fuera derrocada por una junta de
militares depredadores, ambos cadáveres fueron retirados una mañana
de lluvia y enterrados en lugares distintos: a Perón se le asignó
un mausoleo en el cementerio de la Chacarita, donde una década más
tarde lo profanarían, cortándole las manos. A Eva la llevaron
al de la Recoleta, en una zona oligárquica de Buenos Aires que ella odiaba.
Con Perón no se tomaron precauciones de vigilancia. Eva, en cambio, yace
en el fondo de una cripta, cubierta por tres planchas de acero, cada una de
las cuales tiene una cerradura con claves de combinación.
Hacia el mediodía de aquel 26 de julio decidí visitar la tumba
de Evita. El lugar estaba desierto, y en la entrada de su mausoleo había
unas pocas alverjillas blancas y un par de velas encendidas. De pronto vi que
se aproximaban al lugar cinco o seis viejos. Arrastraban los pies, caminaban
con un curioso bamboleo. A la cabeza marchaba un personaje macizo, marcial,
al que no hacían mella los años. Levantaba un bastón y
trataba de llamar la atención de los escasos paseantes: 'Vamos a rezarle
a nuestra santa', decía. '¡Vamos a despertar a Evita!'.
El grupo se acercó a donde yo estaba. Todos inclinaron la cabeza al unísono.
Una de las ancianas dejó otro ramo de alverjillas junto a la puerta del
mausoleo, al pie de una placa de bronce: 'Eva Perón. Eterna en el alma
de su pueblo'. Luego, rezaron un Ave María. Yo habría querido
retirarme, pero me pareció inoportuno. Al final de la plegaria, el anciano
del bastón se dirigió con soltura hacia mí, que era un
extraño, y me dijo, como si yo supiera de qué hablaba: '¿Sabe,
hijo? Yo estuve a punto de rescatar a nuestra santa cuando la tenían
secuestrada en Milán. No pude. Quería entregársela al general,
que era su legítimo dueño. Pero he jurado que voy a sacarla de
aquí. La han escondido bajo tres planchas de acero, pero igual voy a
liberarla. Ahora que el general no está, yo soy el único que tiene
derecho a cuidarla'. Me preguntó mi nombre. Se lo dije. Le pregunté
por el suyo. 'Soy el teniente coronel Jorge Osinde', contestó. 'Ha oído
hablar de mí, sin duda'.