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La Izquierda debate
 

La voz met�lica de Trotski


Higinio Polo

El Viejo Topo

Tenemos muchas im�genes de Trotski en nuestra memoria colectiva. La mayor�a, confusas; incluso, imaginarias. Algunas, est�n envueltas en la bruma de la revoluci�n bolchevique, y nos han llegado pese a Stalin, y, a�n, recordamos sus �ltimas escenas, las del exilio final, en M�xico, cuando, justificadamente, est� ocult�ndose de la larga mano del georgiano. Se conserva una fotograf�a en la que Trotski tiene once a�os: est� vestido con casaca y pantal�n largo, y se le ve apoyado en una silla, en los a�os en que a�n se llamaba, para todos, Le�n Dav�dovich Bronstein, y nadie pod�a imaginar que aquel ni�o se convertir�a en un revolucionario perseguido por las polic�as de media Europa. Lo imaginamos, tambi�n, en su escuela de Odesa, interesado por la �pera italiana; despu�s, organizando los n�cleos obreros, recorriendo las c�rceles, prisionero; viviendo en el exilio, hablando a los trabajadores en los d�as luminosos de la revoluci�n de octubre, recorriendo el frente en un tren blindado para defender la revoluci�n proletaria del ataque militar combinado de veinte potencias capitalistas. Trotski es un hombre �ntegro, capaz de escribir, en los primeros d�as de la revoluci�n bolchevique, frases as�: �La revoluci�n no ser� tal si, con todas sus fuerzas y medios, no permite que la mujer, doble y triplemente alienada, se desarrolle social y personalmente.� O �la lucha contra la groser�a forma parte de la lucha por la pureza, la claridad y la belleza del lenguaje.� Hoy, sin embargo, pese a su celebridad, es un autor poco le�do, que merece ser estudiado por todos.

Se recuerda, menos, la voz met�lica de Trotski. La recoge, entre otros, Isaac Deutscher. Tambi�n, nuestro Andreu Nin. Sabemos que Nin recordaba la voz met�lica de Trotski y el talento y la sencillez de Lenin. Y lo poco que le gustaba Stalin. En Mosc�, coincide pocos a�os la mirada rusa, y oriental, de Lenin, con el empe�o de Trotski, porque la revoluci�n no podr� descansar un solo d�a. Despu�s, el tren blindado, la guerra civil y la agresi�n extranjera, la amargura de la represi�n en Cronstadt, las disputas con Stalin, la deportaci�n a Sibera, el exilio. Y la muerte, a manos de Mercader. Y de Stalin. Antes, hab�a estado en Espa�a, forzado por la polic�a y por los mapas. Siempre me ha intrigado saber qu� hizo Trotski en Barcelona, cuando, en 1916, recorri� las calles de la ciudad, conocer con precisi�n hacia d�nde se dirig�a, con qui�n hablaba, qu� tiendas miraba, d�nde com�a: man�as de habitante de esa ciudad. Es probable que pasease sin m�s, aunque, creo, alguien le hablar�a de la Semana Tr�gica, de Ferrer i Gu�rdia, del boxeador Cravan que encontrar�a despu�s, de los padecimientos de los miles de obreros que fueron desalojados de sus casas a la fuerza para construir la Via Laietana, del hartazgo popular hacia la monarqu�a, que Trotski detecta, y le hablar�an de los dignos anarquistas catalanes, claro, contra quienes la burgues�a de la ciudad ya estaba preparando los piquetes de pistoleros que llenar�an de sangre las calles. Pero no lo sabemos, con precisi�n. Aquel hombre que, menos de un a�o despu�s, se convertir�a en un dirigente c�lebre en todo el mundo que protagonizar�a el asalto al Palacio de Invierno, y, despu�s, la firma del tratado de paz con la Alemania guillermina, en Brest-Litovsk, y la salida de Rusia de la gran guerra, como deseaban todos sus habitantes, con fervor, era un hombre discreto y no conoc�a a nadie en Espa�a.

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Trotski recuerda en sus memorias �Mi vida, ay, las titul� la figura de su padre, que aprendi� a leer, mal, cuando ya era un anciano, para entender los t�tulos de los libros que su hijo escrib�a: habitante de tiempos duros, el viejo David Le�ntievich Bronstein, se vio perseguido por los revolucionarios, por terrateniente, y por los blancos, que no perd�an de vista que era el padre de Trotski. En ese libro, relata su trayectoria personal, los debates y los enfrentamientos entre los n�cleos revolucionarios, los congresos, la vieja Internacional que qued� destruida por la traici�n de sus dirigentes en el inicio de la I Guerra Mundial. Habla, tambi�n, de la represi�n estalinista, como sabemos. Que se escribir�, de forma terrible, en Kolym�, por ejemplo. Trotski, hab�a conocido tempranamente las persecuciones: con apenas 19 a�os, cuando lleva esos lentes de pinza, apenas enganchados a la nariz, ya hab�a estado en la c�rcel, en Jers�n, y en Odesa. Despu�s, recorrer� veinte prisiones distintas. En Jers�n, cuando todav�a no ten�a ni diecinueve a�os, las condiciones eran tan duras que apenas dispon�a de pan para alimentarse, y tuvo que permanecer tres meses con la misma ropa, sin cambiarse, devorado por los par�sitos y por la mugre carcelaria. Ah� se templ� el acero. Dos a�os despu�s, se casa con Alexandra Sokolovskaia, siguiendo las ceremonias jud�as: tienen que hacerlo en la c�rcel de Mosc�, mientras es conducido al este, al fr�o, al destierro. Huye. Ya tiene dos hijos, y, tras un accidentado viaje, consigue salir de Rusia. En Viena, V�ctor Adler le ayuda. Despu�s, Zurich, Par�s. Y Londres, para encontrarse con Lenin, a quien no conoc�a: llega a la capital del imperio brit�nico en octubre de 1902, en horas muy tempranas, y va a despertar a Vladimir Ilich, con quien despu�s dar� un largo paseo por la ciudad y le mostrar� la abad�a de Westminster desde un puente sobre el T�mesis. Lenin le ayuda a entrar en la biblioteca del Museo Brit�nico, deseo largamente acariciado por Trotski. S�lo tiene 23 a�os.

En 1903, en Par�s, conoce a Natalia Sedova, que se convertir� en su compa�era, hasta el final. Y oye hablar a Jean Jaur�s, el gran dirigente del socialismo franc�s: a�os despu�s, tras su asesinato, Trotski visita el Caf� du Croissant, en un particular homenaje al viejo socialista, aunque las posiciones pol�ticas de ambos no coincid�an. Trotski lleva una vida dura, y tiene ideas propias: se enfrenta a Lenin en 1904. Sabe que Rusia est� en ebullici�n. En enero de 1905, durante el domingo sangriento de Petrogrado, las descargas de fusiler�a de las tropas zaristas causan miles de muertos entre los trabajadores de la ciudad: la autocracia estaba dispuesta a todo. Surgen ya los soviets, y Trotski se convierte en el presidente del primer soviet de Petrogrado. Tiene 26 a�os. Despu�s, es detenido por la polic�a zarista.

Con 27, es deportado a Siberia, otra vez, y, en febrero de 1907, huye de la Rusia zarista, en una espectacular evasi�n que recoger�a en un op�sculo que titul� Ida y vuelta. Cuando, ya a salvo, sube a un barco que se dirige a Alemania, inicia un exilio que iba a durar diez a�os. Se relaciona entonces con Adler, Rosa Luxemburgo, Lenin, Parvus, Martov, Karl Liebknecht, Kautsky, Gorki, y vive con extrema modestia, escribiendo art�culos por los que cobra peque�as cantidades, y redactando de forma militante muchos otros textos para la prensa revolucionaria, como Pravda. Vive al d�a, casi con lo puesto, y no sabe qu� ser� de su vida. Vive para la revoluci�n. Es un hombre elocuente, cuando habla en ruso, y aunque conoce varias lenguas europeas, no llega a dominarlas perfectamente, seg�n nos cuenta �l mismo: es simple modestia, puesto que hablaba muy bien en alem�n, y, m�s que correctamente, en franc�s. En esa �poca, de entre los muchos congresos, discusiones y viajes que realiza, hay uno que me llama la atenci�n: el que realiza, andando, en el verano de 1907, por parte de Suiza, hasta Checoslovaquia, que, entonces, era a�n parte del imperio austroh�ngaro: hab�a vuelto de Londres, de un congreso del partido, y es rechazado en tierras alemanas, por lo que, antes de quedarse en Viena, camina, durante d�as, con el enigm�tico Parvus y con Natalia Sedova.

Peleado durante a�os con Lenin, recibe el calificativo de revisionista que le dedica Vladimir Ilich, y vive a caballo de las necesidades del movimiento obrerista y de las esperanzas revolucionarias. En Berl�n o en Viena, trabajando como corresponsal de guerra en los inciertos Balcanes, que se han sumergido en una nueva guerra, vive con dificultades. Despu�s, se reconcilia con Lenin, en Par�s, y, antes, ha paseado con Stalin por Viena. Trotski y Stalin, en Viena. En 1914, lo encontramos en la capital francesa, y, a finales del a�o siguiente, en Zimmerwald, cerca de Berna, donde va a celebrarse una trascendental conferencia en un momento dif�cil para el movimiento obrero europeo, casi destruido por la guerra imperialista, cuando, seg�n las palabras de Trotski, �todos los internacionalistas del mundo cab�amos en cuatro coches�. Karl Liebknecht ya estaba prisionero en Alemania. As� que, ahora, a inicios del siglo XXI, no parece que podamos quejarnos. De momento. Trotski escribe el Manifiesto de Zimmerwald; en �l, apela a que los socialistas y revolucionarios desarrollen la oposici�n a la guerra. Ser� in�til, aunque sus palabras indicar�n con precisi�n lo que ocurre: �La guerra dura ya m�s de un a�o. Millones de cad�veres cubren los campos de batalla. [�] una cosa es segura: que la guerra que ha provocado este caos es consecuencia del imperialismo, del af�n de las clases capitalistas de todas las naciones por saciar su ansia de lucro mediante la explotaci�n del trabajo humano y de los tesoros naturales de todo el mundo�. Mientras el mundo asiste aterrorizado a la matanza, Trotski intenta que la sensatez de las propuestas de Zimmerwald se abra paso. En vano. En sus memorias, nos dice: �Nunca pens� que los directivos oficiales de la Internacional fuesen capaces de tomar una iniciativa revolucionaria ante la guerra. Pero tampoco pude creer que la socialdemocracia se arrastrase de ese modo a los pies del militarismo patriotero.�

Pero la gran guerra sigue. Trotski trabaja como corresponsal de guerra, y escribe en un peque�o peri�dico, Nasche Slovo, con brillantez: en sus p�ginas analiza los acontecimientos europeos y da cuenta, en los primeros meses de trincheras, de que el conflicto ser� largo y agotar� al continente, y que, despu�s, llegar� �la dictadura mundial de los Estados Unidos�. Y lo anota cuando es imposible predecir el resultado de la guerra. En septiembre de 1916, escribe: �El imperialismo [�] apuesta en esta guerra por el m�s fuerte, y �ste se har� due�o del mundo.� Ten�a raz�n: los Estados Unidos emergen fortalecidos de la guerra, victoriosos, mientras Europa se lame sus heridas. Al mismo tiempo, Trotski sigue tejiendo los hilos de la revoluci�n, y aprende estrategia militar, leyendo en bibliotecas y conversando con veteranos del frente.

Cuando, tras la revoluci�n bolchevique, tenga que dirigir el Ej�rcito Rojo para hacer frente al ataque y a la invasi�n de la joven rep�blica sovietista de m�s de veinte pa�ses capitalistas, esas lecturas se revelar�n decisivas para que venzan los soviets. Aunque no podr� impedir el sufrimiento: si la revoluci�n de octubre apenas produce v�ctimas, el ataque combinado de las potencias capitalistas contra la Rusia revolucionaria, a partir de 1918, causar� m�s de tres millones de muertos, hasta la definitiva derrota de los rusos blancos y de los invasores, en 1921. El hambre, que la intervenci�n extranjera y la guerra hab�an desatado, causar� m�s de cuatro millones de v�ctimas. Ahora, en nuestros d�as, la desvergonzada propaganda de la derecha carga esa terrible mortandad a las espaldas de Lenin y Trotski, de los bolcheviques, por el procedimiento de hacerlos responsables de los acontecimientos posteriores al estallido revolucionario de octubre de 1917: argumentan que sin la revoluci�n no se habr�a producido la intervenci�n estranjera.

En ese 1916, mientras Trotski est� en Francia, es expulsado por el gobierno de Par�s. Al mismo tiempo, le hacen saber que no puede dirigirse ni a Italia ni a Gran Breta�a: ni tan siquiera puede viajar a un tercer pa�s atravesando territorio ingl�s o italiano. Y el gobierno de Berna se niega a darle entrada en Suiza. As�, acosado por la polic�a francesa, no le dejan m�s opci�n que dirigirse a Espa�a, pese a que Trotski se niega. Pero no tiene otra alternativa. El 30 de octubre de 1916, la polic�a francesa lo lleva hasta la frontera espa�ola, en Ir�n. Trotski permanecer� en Espa�a durante dos meses, y, aqu�, podr� reunirse con Natalia Sedova y con sus dos hijos, con quienes seguir� despu�s viaje a Nueva York.

Desde Ir�n, va a San Sebasti�n, y, despu�s, a Madrid. No conoce a nadie, y est� absolutamente solo. Visita, movido por su pasi�n por el arte, el Museo del Prado. Pero los esp�as siguen sus pasos. La polic�a espa�ola lo detiene y lo interroga durante siete horas, con int�rprete. Cuando acaban, le indican que debe abandonar Espa�a inmediatamente debido a que sus ideas �son demasiado avanzadas�. Es la polic�a que manda el gobierno liberal del conde Romanones. El mismo d�a de su detenci�n, 9 de noviembre, un polic�a donduce a Trotski a la c�rcel de Madrid. En taxi. Permanece prisionero durante tres d�as en la c�rcel Modelo ��y tiene que pagar el alojamiento en ella!�. Trotski anota su asombro, por estar encarcelado en Madrid, una circunstancia que jam�s pudo imaginar. Tras la estancia en la Modelo, es trasladado a C�diz. En la ciudad andaluza, informan a Trotski de que, al d�a siguiente, ser� embarcado en un vapor que sale hacia La Habana. La negativa de Trotski, las protestas, incluso algunas interpelaciones en las Cortes y las peticiones internacionales de ayuda y solidaridad que hace por telegrama, consiguen que le sea permitido esperar, en C�diz, el primer barco que se dirija a Nueva York.

El barco no llega, y Trotski pasa varias semanas en la ciudad, controlado por la polic�a. Finalmente, es informado de que el barco saldr� desde Barcelona, y viaja all�, donde se encuentra con su familia. Trotski en Barcelona. Casi nada. Seguidos por esp�as y por los guardias, Trotski y los suyos se lanzan a conocer Barcelona, la rosa de fuego. Nada nos cuenta de sus paseos. Apenas, que sus hijos quedaron maravillados por la visi�n del mar y por la abundancia de fruta. De cualquier forma, sorprende que Trotski no haga en sus memorias ninguna referencia a la primera a huelga general de la historia de Espa�a, que tiene lugar el d�a 18 de diciembre de 1916: forzosamente tuvo que enterarse, pese a su limitado dominio del castellano. Para convocarla, las dos confederaciones obreras de la �poca, CNT y UGT, hab�an llegado a un acuerdo en Zaragoza, a mediados de a�o. La protesta obrera, por el alza de los precios y la guerra de Marruecos, obtiene del gobierno del liberal Romanones una respuesta inmediata: suspende los derechos constitucionales, ya muy limitados, y ordena detener a los dirigentes obreros. La polic�a trabaja, ocup�ndose de los obreros espa�oles y del revolucionario ruso. Finalmente, el d�a 25 de diciembre, Trotski sube a un destartalado vapor espa�ol, el Montserrat, que, tras diecisiete d�as de navegaci�n amarra en Nueva York.

Trotski abandona Barcelona en un momento en que, en el frente de Rumania, los alemanes y los b�lgaros avanzan en Valaquia y en la Dobrudja, seg�n admiten los cables de los peri�dicos rusos. En el frente franc�s, hay duros bombardeos en Vaudaumont, en la orilla derecha del r�o Mosa. Y, seg�n afirma el alto mando alem�n, los ataques brit�nicos al sudoeste de Ipr�s han sido rechazados. En los Vosgos, hay escaramuzas entre alemanes y franceses. Y en Inglaterra, el nuevo gobierno de Lloyd George hab�a anunciado, el 10 de diciembre de 1916, que presentar�a a la C�mara el programa siguiente: combatir el peligro de los submarinos alemanes con buques mercantes armados; preparar una ofensiva para la pr�xima primavera; movilizar a la poblaci�n civil de 16 a 60 a�os; hacer efectivo el bloqueo; racionar con vales a la poblaci�n civil; prohibir todo tipo de trabajo que no se relacione directamente con la guerra; establecer d�as en que no se coma carne. Lloyd George anuncia un nuevo gobierno, el 12 de diciembre, con cinco miembros: le llamar� el gabinete del consejo de guerra. Como hab�an dicho Lenin y Trotski, quienes pagan la guerra son los trabajadores.

Mientras tanto, en Francia, Poincar�, presidente de la rep�blica, y Aristide Briand, presidente del Consejo, est�n preocupados por las operaciones militares. Lloyd George telegrafia a Briand el mismo d�a 12 y le asegura que el nuevo gobierno brit�nico luchar� con vigor contra el enemigo alem�n. Por su parte, en Berl�n, el canciller Bethman Hollweg anuncia en el Reichstag que Alemania y sus aliados han propuesto a las potencias enemigas negociaciones de paz. Los ministerios de Asuntos Exteriores, los cancilleres, los peri�dicos y los c�rculos de los hombres de negocios, discuten sobre una nota del presidente norteamericano Wilson en la que �ste llamaba a la paz en Europa. Se cree que la iniciativa de Wilson favorece a Berl�n, y tanto Londres, como Par�s y Mosc�, critican la nota de Washington a finales del mes de diciembre.

Parece que la vida sigue, pero es un espejismo: en las trincheras, se pudren decenas de miles de cad�veres. En Par�s, Bergson ha dejado de dar sus conferencias metaf�sicas, y ya no se ven los esc�ndalos y los tumultos que provocaban sus seguidores, tras escucharlo. Jean Jaur�s es una leve sombra, como los cr�ditos de guerra votados por los dirigentes de la socialdemocracia. A las seis de la tarde, las tiendas tienen que apagar las luces, y la mayor�a de los negocios cierra. Es la guerra, aunque la navidad parezca anunciar enga�osamente que de nuevo vuelven los d�as de paz. Ese es el estado de la guerra y del mundo, en el momento preciso en que Trotski se embarca en Barcelona. Las noticias que le llegan son contradictorias, y algunas, confusas: el 17 de diciembre, hab�an asesinado, en Rusia, a Rasput�n.

As�, el 25 de diciembre de 1916, Trotski sube al buque Montserrat, un desvencijado barco que era muy solicitado: al navegar bajo bandera de un pa�s neutral en la guerra, como Espa�a, los peligros de sufrir un ataque en el oc�ano Atl�ntico se reduc�an. Los pasajeros distraen a Trotski durante los diecisiete d�as que dura la traves�a. Entre ellos, viaja Arthur Cravan, que llama la atenci�n del revolucionario ruso, y a quien toma por primo de Oscar Wilde. Cravan, en realidad, es sobrino de Wilde. Tambi�n, afirma, poeta, boxeador, pintor, trabaja en circos y se dice cuidador de canguros, rata de hotel, ladr�n. Cravan hab�a protagonizado un c�lebre combate de boxeo, ama�ado, en la plaza de toros Monumental, de Barcelona, y desaparecer�a dos a�os despu�s, en 1918, mientras navegaba por el golfo de M�xico.

Cuando Trotski llega a Nueva York, el 13 de enero de 1917, la historia ha empezado a desbocarse. Permanece en Manhattan durante dos meses, donde se encuentra con Bujarin, y sigue los acontecimientos, trabajando, escribiendo. El 27 de marzo, se embarca en un buque noruego, el Christianiafjord, para volver a Rusia, y sufre nuevos problemas y persecuciones de distintos gobiernos. En Canad�, son detenidos por la polic�a brit�nica y Trotski es conducido a un campo de prisioneros alemanes, donde permanece prisionero durante un mes: all� habla a los centenares de presos, habla de la revoluci�n, de Lenin, Liebknecht, de la Internacional. El 29 de abril, consigue ser liberado, y los prisioneros alemanes, en un emocionado ambiente de fraternidad proletaria que Trotski nunca olvidar�, le despiden con canciones revolucionarias. Emprende, optimista, otra vez, el camino de regreso a Rusia, en un vapor dan�s. Llega, finalmente, a la estaci�n de Finlandia, en Petrogrado, el 17 de mayo de 1917. Lenin hab�a llegado tambi�n, un mes antes, y, all� mismo, ante la muchedumbre, en esa legendaria estaci�n de Finlandia, se oye, de nuevo, la voz met�lica de Trotski: la revoluci�n iba a comenzar.

 



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