I. Debería ser obvio, pero una genuina cultura de izquierda, y una consecuente política de izquierda, deberían basarse sobre todo en una vocación por la verdad. Desde ya que esto es lo que suele declamarse, pero no sería difícil ilustrar lo poco que se lo cumple.
II. Por un lado, está el problema del establecimiento de la verdad, la cuestión del relativismo y de la crisis de la razón tan en boga en estos tiempos postmodernos. Sin soslayar ninguna de estas cuestiones, habría que señalar que ellas no pueden ser esgrimidas para dispensar la mentira. Forzando un poco los términos, podríamos decir que todo el problema del relativismo cultural y epistemológico y de la crisis de la razón, tiene que ver con la certeza más que con la verdad. Es decir, con las dificultades para evitar el error -las "fuentes del error", como diría Popper-, que impiden establecer la indubitabilidad de una afirmación con respecto al mundo. Pero la verdad se juega en otro terreno. Se trata de la correspondencia, no entre el discurso y la realidad, sino entre el discurso y la percepción del fenónemo al que se refiere tal como éste se presenta a la conciencia. En términos más claros y simples: una cosa es equivocarse, y otra muy diferente es falsear u ocultar a conveniencia una parte de los hechos. Aun en el error, cuya condición siempre es polémica, puede habitar la verdad.
III. Otro problema tiene que ver con la pertinencia política de esta afirmación, que es sobre todo una afirmación ética. En política, el doble discurso suele ser una herramienta tan eficiente como necesaria, porque antes que de cualquier otra cosa, la política está hecha de gestos. Tanto hacia los aliados como hacia los enemigos. La información es poder y quien la posee debe saber cómo hacer de ella un instrumento eficaz. Entonces puede parecer difícil inscribir una práctica política en el marco de una genuina vocación por la verdad. Sin embargo, puede decirse que la verdad debería ser estratégica para la izquierda. Y por ello mismo, de largo plazo. Porque no puede haber emancipación social si no en el marco de la honestidad intelectual y la democratización de toda la información y de todas las interpretaciones disponibles para un conjunto de hechos. Se trata de una condición irrenunciable para todo orden de libertad donde las elecciones individuales y colectivas no sean objeto de manipulación por parte de ningún poder.
Entonces, sólo una percepción delirante de la coyuntura puede justificar la mentira de buena parte de los discursos de izquierda. Cinismo táctico, cortoplacista, que además resulta inoperante porque el tempo del juego no lo marca la izquierda sino la derecha. Al fin y al cabo, la ideología, se sabe, siempre encubre la realidad. ¿Por qué entonces no utilizarla para ocultar la parte de ella que menos nos convenga? Hay todavía un caso límite: a fuerza de cinismo y manipulación, de su persistencia en el tiempo, alguien puede terminar creyendo en las mentiras de su discurso. Habría un cinismo profesional y otro amateur, cómplice, "inocente".
IV. El capitalismo moderno y aun el postmoderno, "democráticos" ambos, están fundados en una mentira estructural: igualdad abstracta y desigualdad concreta; libertad individual y opresión social; democracia política y autocracia económica. Una cultura y una política de izquierda tienden a desocultar esta realidad, y no tienen muchas herramientas para hacerlo. La más importante de todas es la credibilidad de que puedan gozar en el conjunto social, sobre todo entre los sectores oprimidos. Y otro elemento no menor: el respeto o temor que puedan infundir en sus enemigos burgueses, aun cuando éste se manifieste muchas veces bajo las formas del desprecio y la violencia. No por casualidad los regímenes más autoritarios la emprenden directamente contra la cultura de izquierda: no es sólo por su potencialidad política efectiva, sino también por la autopercepción negativa que esta cultura genera en las élites dominantes, enfrentándolas a su propia condición de clase ideológicamente alienada.
Así las cosas, el rédito táctico de la mentira -en los pocos casos en los que se lo podría tomar en serio- puede implicar un alto costo estratégico para la izquierda. Ésta no es una cuestión de puro romanticismo, aunque nunca está de más conservar un poco de ese espíritu. No se puede rifar por cualquier motivo uno de los escasos capitales con los que jugar el juego de la hegemonía: la credibilidad pública y la integridad intelectual, y su impacto sobre propios y ajenos.
V. Todo espíritu humanitario debió sentirse aliviado por la liberación de Raúl Castells y el cese de su huelga de hambre. Dicho esto, su analogía entre Videla y Kirchner, sus "pedidos de ayuda" a Menem, y todas las acciones de su grupo y otros de la izquierda radicalizada basadas en la tesis del "cuanto peor, mejor", expresan esa forma cortoplacista y desencajada que daña profundamente a la cultura de izquierda y a toda política consecuente a la que la izquierda pueda aspirar. Porque "la verdad" es que cuanto peor, peor. Por más que se lo quiera negar, nunca estuvo más cerca el socialismo que en los años del estado de bienestar europeo o del estado social latinoamericano. No es difícil adivinar por qué: los trabajadores que cuenten con las condiciones de vida menos miserables podrán emprender acciones más efectivas en la lucha por su emancipación. Su poder político será otro, su autopercepción positiva como clase los animará a la lucha y la burguesía estará más propensa a negociar con ellos, cediendo parte de sus privilegios y ubicándose entonces en una situación de debilidad relativa. Y si así no fuera, de todos modos; cuanto peor, peor. Porque pretender el sacrificio concreto y presente de los oprimidos en el altar abstracto del socialismo futuro, no es muy distinto a sacrificar la democracia social en el altar de la igualdad política.
VI. Aunque su política nunca lo haya sido, Elisa Carrió representa una versión moderada de la cultura de izquierda. Hay que decir que más allá de sus incontables errores tácticos y estratégicos, no era posible hasta ahora adjudicarle alguna cuota de cinismo (he aquí un ejemplo de la diferencia entre el error y la mentira). Sin embargo, sus declaraciones acerca del fallo de la Corte que avaló la pesificación no pueden interpretarse en relación con una trayectoria vinculada a la verdad (hay que decir que ya había dado otros pasos en este sentido desde su "cambio de imagen"). Cualquier discusión sobre la pesificación, con todas las críticas que deben hacerse a las compensaciones a los bancos, no puede soslayar el hecho de que los ahorristas no perdieron sino que ganaron, en cuanto a su poder de compra, respecto de la situación anterior a la devaluación. A diferencia de los asalariados que sólo tímidamente recuperan una parte de los ingresos perdidos, los ahorristas conservaron e incluso aumentaron su capital en términos absolutos y relativos. Por otra parte, la redolarización de los depósitos implicaría que el Estado debiera hacerse cargo de las diferencias con nuevas compensaciones, desatendiendo otras áreas evidentemente más prioritarias. Esto es así puesto que nadie en su sano juicio puede pensar que bajo las actuales relaciones de fuerza entre los diferentes actores sociales vaya a obligarse a los bancos a hacerse cargo de devolver el dinero en cuestión.
Al congraciarse con las reacciones histéricas e histriónicas de Nito Artaza y sus "ahorristas estafados" -(¡y que fácil es hacer la analogía con la "gente decente" de Juan Carlos Blumberg!)- Elisa Carrió coincide con Menem y López Murphi, faltando a la verdad, al ocultar una parte sustancial de la realidad que de ningún modo ella puede desconocer. En pos de consolidar su rol de oposición política (o electoral) no duda en aliarse con el sector más conservador de las capas medias. Por ello su opinión no es compatible con la cultura de izquierda que, como dijimos, requiere de un apego sustantivo a la verdad, entendida ésta como expresión de honestidad intelectual.