Testimonio de Joan Jara:
EL GOLPE 11 de septiembre de 1973
Este es el testimonio de la compañera de Victor, publicado
en el libro "Victor Jara: Un canto inconcluso", acerca del golpe militar y la
muerte de Victor Jara.
Despierto temprano, como siempre. Víctor sigue durmiendo, de modo que
me levanto en silencio y llamo a Manuela, que tiene que llegar temprano a la
escuela. Bajo a poner la tetera al fuego y pocos minutos después aparece
Mónica, frotándose los ojos y bostezando. Todo es normal, dentro
de la anomalía en que vivimos. Es una mañana fría, melancólica,
nublada.
Manuela y yo desayunamos y salimos para la escuela. Yendo en coche no es lejos,
pero resulta difícil llegar en transporte público, aunque lo hubiera.
Por suerte nos queda algo de gasolina. Evidentemente somos las únicas
personas que están en movimiento. Todos los demás parecen haber
decidido quedarse en la cama, con excepción de las empleadas domésticas,
naturalmente, que se levantan temprano para hacer cola en la panadería
de la esquina. Mónica había vuelto con la noticia de que el coche
de Allende ya había bajado a toda prisa por la Avenida Colón,
acompañado por su escolta habitual, mucho más temprano que de
costumbre. En la cola del pan y en el quiosco la gente decía que se estaba
tramando algo.
El Liceo Manuel de Salas está lleno de alumnos. Aquí no hay indicios
de huelga. Sólo un mínimo porcentaje de familias no es partidaria
de la Unidad Popular. En el camino de vuelta enciendo la radio del coche y me
entero de que Valparaíso ha sido acordonado y está teniendo efecto
un movimiento de tropas desacostumbrado. Los sindicatos convocan a todos los
trabajadores a reunirse en los lugares de trabajo porque se trata de una emergencia,
una alerta roja.
Me doy prisa para contárselo a Víctor. Cuando llego le encuentro
levantado y manipulando la radio, con la intención de sintonizar Magallanes
u otra emisora partidaria de la Unidad Popular. "Parece que ya empezó",
nos decimos.
Aquella mañana Víctor debía cantar en la Universidad Técnica,
en la inauguración de una exposición sobre los horrores de la
guerra civil y el fascismo, donde hablaría Allende...
Eso no creo que se haga, dije.
No, pero creo que debo ir, de todos modos ¿Por qué no vas al tiro a buscar
a la Manuela? Es mejor que estén todas juntas en casa.
Voy a llamar por teléfono para tratar de averiguar qué está
pasando.
Mientras volvía a salir del patio, nuestros vecinos empezaban a reunirse.
Hablaban en voz alta y ya comenzaban a celebrar. Pasé a su lado sin mirarlos,
pero al fijar la vista en el retrovisor vi que una de las "damas" se agachaba
y me dedicaba el ademán más grosero del lenguaje chileno.
Al llegar me enteré de que habían dado instrucciones de que los
más pequeños volvieran a sus casas, mientras los maestros y los
alumnos mayores podían permanecer en el colegio. Recogí a Manuela
y en el trayecto de regreso oímos a Allende por la radio. Aunque la recepción
era mala, fue tranquilizador oír su voz desde el Palacio de La Moneda...
aunque sonó, casi, como un discurso de despedida.
Encontré a Víctor en el estudio, escuchando la radio, y juntos
oímos la confusión que se produjo cuando casi todas las emisoras
de la Unidad Popular dejaron de emitir a medida que sus instalaciones eran bombardeadas
o tomadas por los militares. La música marcial reemplazó la voz
de Allende:
"Esta será seguramente la última oportunidad en que me dirijo
a ustedes... Yo no voy a renunciar .... Pagaré con mi vida la lealtad
del pueblo... Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregáramos
a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no puede ser segada definitivamente...
No se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia
es nuestra y la hacen los pueblos...".
Era el discurso de un hombre heroico que se sabía a punto de morir, pero
en ese momento sólo lo escuchamos por fragmentos. A Víctor le
llamaron por teléfono en mitad del discurso. A mí me resultaba
difícil escucharlo.
Víctor esperaba mi regreso para salir. Había decidido ir a su
lugar de trabajo, la Universidad Técnica, obedeciendo las instrucciones
de la CUT. En silencio vertió nuestra última lata de gasolina
reservada para una emergencia como aquella en el depósito del coche y
mientras lo hacía vi que uno de nuestros vecinos, un piloto de las líneas
aéreas nacionales, se asomaba al balcón de su casa y le gritaba
algo burlón a Víctor, que le respondió con una sonrisa.
Fue imposible despedirnos como correspondía. Si lo hubiésemos
hecho, me habría aferrado a él, y no le habría dejado marchar,
de modo que lo hicimos con aire indiferente.
Volveré en cuanto pueda, mamita... tú sabes que tengo que ir...
mantén la calma.
Chao...
Cuando volví a mirar, Víctor ya no estaba allí.
Escuchando la radio, entre una marcha militar y otra, oí los comunicados:
"Bando número uno", "bando número dos"... las órdenes militares
anunciaban que se había dado un ultimátum a Allende para su rendición
ante los Comandantes de las tres armas al mando del general Augusto Pinochet...
que si a mediodía no se había rendido, el Palacio de La Moneda
sería bombardeado.
Mónica estaba preparando el almuerzo; Amanda y Carola Jugaban en el jardín
cuando de pronto se oyó el estruendo y el zumbido de un avión
a reacción bajando en picada y luego una tremenda explosión. Era
como estar otra vez en la guerra. Salí para meter a las niñas
en casa, cerré las persianas de madera y las convencí de que se
trataba de un juego... pero los aviones seguían volando en picada y daba
la impresión de que los proyectiles que disparaban caían sobre
la población de arriba de nuestra casa, en dirección a las montañas.
Creo que fue en aquel momento cuando me abandonó toda ilusión
que pudiera haber albergado: si luchábamos contra aquello ¿qué
esperanza podíamos tener?
Entonces llegaron los helicópteros, rasantes sobre las copas de los árboles
del jardín. Los vi desde el balcón de nuestro dormitorio, suspendidos
en el aire como siniestros insectos, ametrallando la casa de Allende. En lo
alto, hacia la cordillera, otro avión daba vueltas. Oímos el agudo
zumbido de su motor durante horas. ¿ Sería el avión de control
?
Poco después suena el teléfono Corro a contestar y oigo la voz
arma de Víctor: casa,
¿Cómo estás, mamita? No he podido llamarte antes. Estoy de la
aquí, en la Universidad Técnica. ¿Sabes lo que pasa, verdad?
Le hablé de los bombarderos en picada, pero le dije que todas estábamos
bien.
¿Cuándo volverás ?
Te llamaré más tarde ahora necesitan el teléfono chao.
No hay nada que hacer, salvo escuchar la radio, los bandos prisa militares entre
una marcha y otra. Los vecinos han salido al patio y hablan excitados, algunos
encaramados en los balcones, para ver mejor el ataque sobre la casa de Allende...
hacen brindis... en una de las casas ondea una bandera.
Oímos la noticia de que el Palacio de La Moneda ha sido bombardeado e
incendiado nos preguntamos si Allende habrá sobrevivido... no hay ningún
comunicado al respecto... se ha impuesto el toque de queda...
Telefonea Quena para saber cómo estamos y le digo que Victor ha ido a
la Universidad.
¡Qué espanto! exclama y cuelga.
Tenemos que suponer que todos los teléfonos están intervenidos,
pero Víctor vuelve a llamar alrededor de las cuatro y media.
Tengo que quedarme aquí... será difícil que vuelva por
el toque de queda. A primera hora de la mañana, en cuanto lo levanten,
vuelvo a la casa... Mamita, te quiero.
Yo también te quiero... pero me atraganto mientras lo digo, y él
ya ha cortado la comunicación.
Aquella noche me acosté pero no pude conciliar el sueño, por supuesto.
A todo nuestro alrededor se oían, en medio de la oscuridad, repentinas
ráfagas de metralletas. Esperé la llegada de la mañana
pensando si Víctor tendría frío, si podría dormir,
donde quiera que estuviese, lamentando que no se hubiese llevado al menos una
chaqueta, preguntándome si, dado que el toque de queda se había
postergado hasta la noche, no habría salido de la Universidad y decidido
ir a casa de alguien de las cercanías.
A última hora de la mañana levantaron el toque de queda y las
empleadas salieron en tropel a comprar pan pero hoy la cola estaba controlada
por soldados que golpeaban a la gente con sus armas y la amenazaban.
Rogaba por que Víctor volviera a casa, anhelaba oír el zumbido
del coche al estacionarse debajo de la flor de la pluma. Calculé cuánto
tiempo le llevaría el recorrido desde la Universidad... Mientras aguardaba
me di cuenta de que no había dinero en la casa, de modo que salí
para cubrir a pie el par de manzanas que me separaban de la tiendecita de Alberto,
que siempre había colaborado con la JAP y que quizá me cambiaría
un cheque. Por el camino, dos camiones pasaron a mi lado a toda prisa. Iban
llenos de civiles armados con fusiles y ametralladoras. Comprendí que
eran nuestros fascistas locales, salidos de sus ratoneras.
Alberto estaba muy asustado, y con toda razón. En la semana anterior
ya habían explotado un par de bombas en la puerta de su tienda. Pero
tuvo la bondad de cambiarme el cheque y me preguntó por Víctor.
Volví andando a paso largo, y por el camino tropecé con una amiga,
la esposa de uno de los miembros de Inti Illimani, que vivía cerca. También
ella estaba angustiada y, para colmo, sola, pues el Conjunto se encontraba en
Europa. Por acuerdo mutuo volvió conmigo a casa y se quedó varios
días. La víspera se había sentido enferma y no había
ido a su trabajo en una repartición gubernamental. Ahora sufría
atrozmente, pensando qué habría ocurrido allí y qué
suerte habrían corrido sus compañeras.
Esperamos juntas, pero Víctor no volvió. Pegada a la televisión,
aunque a punto de vomitar por lo que veía, contemplé los rostros
de los generales hablando de "erradicar el cáncer del marxismo" del país,
oyendo el anuncio oficial de la muerte de Allende, viendo la filmación
de las ruinas del Palacio de La Moneda y de la casa de Allende, repetida hasta
el infinito, con primeras planos de su dormitorio, de su cuarto de baño
o de lo que quedaba de ellos , con un "arsenal" que parecía patéticamente
pequeño considerando que sus guardias habían tenido que protegerle
contra ataques terroristas. Sólo a última hora de la tarde me
enteré de que la Universidad Técnica había sido reducida,
que aquella mañana habían entrado tanques en el recinto y que
un gran número de "extremistas" había sido arrestado.
Mi salvación aunque sospechosa porque tenía oídos era el
teléfono. Supe que Quena estaba tratando de averiguar. qué le
había ocurrido a Víctor, y ella estaba en mejores condiciones
que yo para hacerlo discretamente. Yo no me atrevía a dar un paso, temerosa
de identificar a Víctor ante las autoridades militares. No quería
llamar la atención sobre él ... quizás había logrado
salir de la Universidad antes de que la atacaran. Al menos, eso esperaba.
Transcurrió la noche del miércoles, otra noche fría, glacial
para septiembre. La cama era grande y percibí un doloroso vacío
a mi lado. Dormí a rachas y soñé con Víctor, en
su cuerpo entrelazado con el mío. Desperté en la oscuridad, presa
de pánico por él. Recordé sus pesadillas.
La mañana siguiente tampoco hubo noticias. Traté de telefonear
a diferentes personas que podían saber qué había ocurrido
en la Universidad Técnica. Nadie estaba seguro de nada. Después,
otra vez Quena... había averiguado que los detenidos de la UTE habían
sido trasladados al Estadio Chile, donde Víctor había cantado
tan a menudo y donde se celebraban los festivales de la canción. Quena
no sabía con certeza si Víctor se encontraba entre ellos; la mayoría
de las mujeres habían sido puestas en libertad, y le habían transmitido
la noticia... pero no estaban plenamente seguras de que Víctor hubiese
sido arrestado con los demás, pues las habían separado de los
hombres.
Por la tarde suena el teléfono. El corazón me da un vuelco y corro
a responder. Una voz desconocida, muy nerviosa, pregunta por la compañera
Joan.
Sí, soy yo.
Entonces hay un recado para mí:
Tú no me conoces, compañera, pero tengo un mensaje para ti de
tu marido. Acabo de salir del Estadio Chile. Víctor está allí.
Me pidió que te dijera que trates de mantener la calma y quedarte en
la casa con las niñas, que él dejó el coche en el estacionamiento
de la Universidad Técnica y que quizá tú puedas enviar
a alguien para que te lo traiga. No cree que le dejen salir del estadio.
Gracias por llamarme, compañero, ¿pero qué quiso decir con eso?
Eso es lo que me pidió que te dijera. Buena suerte, compañera
colgó.
Cuando Quena me telefoneó pocos minutos más tarde, le di la noticia.
A partir de ese momento se dedicó a hacer todo lo posible para averiguar
más, para descubrir cuál sería la mejor forma de salvara
Víctor. Incluso fue a ver al cardenal Silva Henríquez para pedirle
que interviniera. A mí me inmovilizaban el terror de identificar a Victor
suponiendo que todavía no supieran quién era ,las instrucciones
que me había transmitido y mi fe ciega en el poder y la organización
del Partido Comunista que, según yo creía, conocería la
mejor manera de proteger a personas como él.
En esa etapa yo no tenía una verdadera idea de los horrores que se estaban
produciendo. Estábamos privados de noticias y de información,
aunque abundaban los rumores. Un dirigente político responsable me telefoneó
para decirme que el General Prats avanzaba desde el norte con un ejército:
debía de ser el principio de la guerra civil sobre la que nos habían
advertido (sólo después supimos que el General Prats estaba encarcelado
y que durante la noche del 10 de Septiembre, incluso antes de que empezara realmente
el golpe, había habido una purga de todos los oficiales sospechosos de
apoyar al gobierno de Allende).
Durante el breve plazo que se levantó el toque de queda el viernes, decidí
atravesar Santiago para ir a buscar el coche. Pensé que nos convenía
tenerlo por si era necesario marcharnos de prisa. Era mi primera salida fuera
de nuestro barrio, y bajo o el sol de mediodía todo parecía artificialmente
normal: los autobuses funcionaban, había comida en las tiendas. Lo único
anormal era el número de soldados en las calles, en todas las esquinas,
pero había mucha gente que trajinaba, caminando de prisa, con el rostro
carente de expresión. En el lento trayecto del autobús por la
Alameda, pasamos junto al Palacio de La Moneda, mejor dicho su esqueleto, acordonado
desde la plaza. Mucha gente paseaba por delante, supongo que curiosa por ver
los resultados del bombardeo y el incendio... pero nadie expresaba sus sentimientos,
ya fuesen de ira y tristeza o de satisfacción.
La Estación Central y los puestos de alrededor estaban tan concurridos
como de costumbre. Me apeé del autobús y vacilé en la esquina
de la calle lateral que conducía al Estadio Chile. Me quedé mirando
a la multitud que esperaba afuera, a los guardias con sus ametralladoras en
posición de disparar. Era imposible acercarse y de todos modos... ¿qué
podría haber hecho? Caminé las pocas manzanas que me separaban
de la Universidad Técnica. El campus y el nuevo edificio moderno estaban
extrañamente desiertos. Después me di cuenta de que los grandes
ventanales y puertas de cristal estaban rotos, la fachada dañada y plagada
de señales de balas. El estacionamiento delantero, en general lleno,
estaba vacío con excepción de nuestra citroneta, que se veía
solitaria allí en medio. Seguramente había guardias militares
cerca, pero no noté su presencia. Sólo vi a un anciano sentado
en un muro, a cierta distancia.
Pongo un pie delante del otro hasta que llego al coche, busco a tientas las,
llaves y descubro que estoy pisando un charco de sangre que mana por debajo
del coche, que donde debería haber una ventanilla no hay nada, que el
interior está lleno de vidrios rotos. Pienso que no puede ser el nuestro
y empiezo a probar las llaves para ver si encajan. Entonces veo que el anciano
se acerca hacia mí.
¿Quién es usted? me grita:
Es mi auto tartamudeo , es el auto de mi marido... lo dejó aquí.
Entonces está bien responde el anciano . Se lo estaba cuidando a don
Víctor. Encontré su carnet en el suelo. Será mejor que
lo tengas tú me lo entrega.
¿Pero de dónde viene toda esa sangre? ¿De quién es? le pregunto.
Supongo que alguien le dio una puñalada a un ladrón que intentó
robarlo. Por aquí se ha derramado mucha sangre últimamente. Será
mejor que te vayas cuanto antes. Aquí corres peligro.
Me ayuda a quitar los vidrios rotos de los asientos del coche, para que pueda
conducir, e insiste en que me aleje.
Eso ocurrió el viernes. No sé cómo pasé el sábado.
La gente me telefoneaba. Yo telefoneaba a la gente. Marta fue a verme. Angel
había sido detenido y trasladado al Estadió Nacional. Tuve malas
noticias de otros amigos... todos los dirigentes de la Unidad Popular estaban
detenidos u ocultos y les buscaban como a criminales. Otros amigos habían
desaparecido.
Acostada en la cama el sábado por la noche no puedo decir que durmiendo
, con la vista fija en el techo, empezó a cubrirme un tipo distinto de
fría desesperanza. Me incorporé bruscamente, con el corazón
en la boca: Víctor no estaba allí.
En cuanto amaneció abrí el armario y empecé a sacar prendas
que no había usado durante años: ropas convencionales de Marks
& Spencer, que me daría aspecto de extranjera. Me recogí el
pelo, me puse gafas oscuras y traté de cobrar fuerzas para ir a la Embajada
Británica con el fin de pedirles que ayudaran a Víctor. Era demasiado
temprano, por supuesto. Tuve que esperar a que se levantara el toque de queda.
Como era domingo, no debía ir a la Embajada, que estaba en el centro,
sino a la residencia del Embajador.
El Embajador vivía en una de las grandes mansiones del barrio alto, con
verjas de hierro forjado y rejas, cerrada y con guardia policial en el exterior.
No había señales de vida. Llamé al timbre y esperé
hasta que salió uno de los criados.
Soy británica. Necesito ayuda.
Pensé que me abriría la puerta, pero no fue así. Me dijo
que esperara. Esperé. La policía me observaba. Me pregunté
si parecería lo bastante inglesa. Entonces se abrió la puerta
principal de la mansión y un joven indudablemente británico se
acercó a la verja.
Disculpe por todas estas precauciones un tanto dramáticas. Son órdenes
superiores. ¿En qué puedo servirla?
En un incoherente y entrecortado inglés que no resultó del todo
correcto, le expliqué que mi marido estaba en el Estadio Chile, que temía
por su seguridad y que quería saber cómo podían ayudarme.
Observándome a través de la verja herméticamente cerrada,
me dijo:
¿Es un súbdito británico? De lo contrario, usted sabe muy bien
que no podemos hacer nada.
No, es chileno, pero creo que corre un peligro especial porque es una persona
conocida. Por favor, traten de hacer algo para ayudarle... si saben que la Embajada
Británica se interesa por él, quizá podarnos salvarle.
No creo que podamos hacer nada, pero dadas las circunstancias, probablemente
lo más aconsejable sea que nuestro Agregado Naval pregunte por él
a las autoridades militares. Veré qué podemos hacer, pero no le
prometo nada. La llamaré por teléfono si tengo alguna noticia.
Volví a casa preguntándome si había hecho bien, albergando
la esperanza de no haber traicionado a Víctor. Si se había desprendido
de su documento de identidad era porque esperaba que no lo reconocieran. A menos
que ya estuviese muerto.
El lunes es una laguna en mi memoria. Supongo que hice todos los movimientos
que corresponden a estar viva. Por decreto militar, mañana debemos sacar
las banderas para celebrar el día de la Independencia de Chile.
Martes 18 de septiembre
Aproximadamente una hora después de levantarse el toque de queda, oigo
el ruido del portón, como si alguien intentara entrar. Todavía
está cerrado con llave. Me asomo a la ventana del cuarto de baño
y veo a un joven afuera. Parece inofensivo y me decido a abrirle. Me dice con
voz baja:
Estoy buscando a la compañera de Victor Jara. ¿Vive aquí? Por
favor, confíe en mí. Soy un amigo me muestra su carnet . ¿Puedo
entrar un minuto? Tengo que hablar con usted parece nervioso y preocupado.
Me dice en un susurro : Soy miembro de las Juventudes Comunistas.
Abro la puerta para que entre y nos sentamos en la sala.
Lo siento, tenía que encontrarla... Lamento decirle que Víctor
ha muerto... Encontraron su cuerpo en la morgue. Un compañero que trabaja
allí lo reconoció. Le ruego que sea valiente y que me acompañe
para identificarle. ¿Llevaba calzoncillos azul oscuro? Tiene que venir, porque
su cadáver lleva allí casi cuarenta y ocho horas y, si nadie lo
reclama, se lo llevarán y lo enterrarán en una fosa común.
Media hora más tarde me encuentro conduciendo como una autómata
a través de las calles de Santiago con el joven desconocido a mi lado.
Héctor así se llamaba había estado trabajando en la morgue,
el depósito de cadáveres municipal durante la última semana,
tratando de identificar cuerpos anónimos que llegaban diariamente. Era
un muchacho amable y sensible y había corrido un gran riesgo yendo a
buscarme. En su condición de empleado tenía una tarjeta especial
y, después de mostrarla en la entrada, me introdujo por una pequeña
puerta lateral del edificio, a pocos metros de los portales del Cementerio General.
Estoy en una especie de trance pero mi cuerpo sigue funcionando. Tal vez vista
desde afuera parezca normal y dueña de mí misma: mis ojos continúan
viendo, mi nariz oliendo, mis piernas andando...
Bajamos un oscuro pasadizo y entramos en una enorme sala. Mi nuevo amigo me
apoya la mano en el codo para sostenerme mientras contemplo las filas y filas
de cuerpos desnudos que cubren el suelo, apilados en montones, en su mayoría
con heridas abiertas, algunos con las manos todavía atadas a la espalda.
Hay jóvenes y viejos... cientos de cadáveres... en su mayoría
parecen trabajadores... cientos de cadáveres que son seleccionados, arrastrados
por los pies y puestos en un montón u otro por la gente que trabaja en
el depósito, extrañas figuras silenciosas con las caras cubiertas
con máscaras para protegerse del olor a putrefacción. Me paro
en el centro de la sala, buscando a Víctor sin querer encontrarle, y
me asalta una oleada de furia. Sé que mi garganta emite incoherentes
ruidos de protesta, pero Héctor reacciona instantáneamente
¡Shhh! No debes decir nada, si no tendremos problemas. Espera un momento. Iré
a averiguar dónde debemos ir. Creo que no es aquí.
Nos envían a la planta superior. El depósito está tan repleto
que los cadáveres llenan todo el edificio, incluyendo las oficinas. Un
largo pasillo, hileras de puertas y, en el suelo, una larga fila de cadáveres,
éstos vestidos, algunos con aspecto de estudiantes, diez, veinte, treinta,
cuarenta, cincuenta... y en mitad de la fila descubro a Víctor.
Era Víctor, aunque le vi delgado y demacrado. ¿Qué te han hecho
para consumirte así en una semana? Tenía los ojos abiertos y parecía
mirar al frente con intensidad y desafiante, a pesar de una herida en la cabeza
y terribles moratones en la mejilla. Tenía la ropa hecha jirones, los
pantalones alrededor de los tobillos, el jersey arrollado bajo las axilas, los
calzoncillos azules, harapos alrededor de las caderas, como si hubieran sido
cortados por una navaja o una bayoneta... el pecho acribillado y una herida
abierta en el abdomen... las manos parecían colgarle de los brazos en
extraño ángulo, como si tuviera rotas las muñecas... pero
era Víctor, mi marido, mi amor.
En ese momento también murió una parte de mí. Sentí
que una buena parte de mí moría mientras permanecía allí,
inmóvil y callada... incapaz de moverme, de hablar.
Tendría que haber desaparecido. Sólo porque su rostro fue reconocido
entre cientos de cadáveres anónimos no le enterraron en una fosa
común, con lo cual yo nunca habría sabido qué había
sido de él. Le di las gracias al trabajador que llamó la atención
sobre él y al joven Héctor sólo tenía diecinueve
años , que decidió correr el riesgo de ira buscarme, que buscó
y encontró mi nombre y mi domicilio en los archivos de "Identificaciones",
donde pidió colaboración a otras personas. Todos habían
ayudado. Ahora era necesario reclamar legalmente el cadáver de Víctor.
La única forma posible era llevarle inmediatamente desde el depósito
hasta el cementerio y enterrarle... tales eran las órdenes.
Me hicieron volver a casa a buscar el certificado de matrimonio. Una vez más,
ahora sola, tuve que atravesar Santiago, que ya se había engalanado con
banderas para la celebración de las Fiestas. Patrias. Todavía
no podía decirle nada a mis hijas, el depósito de cadáveres
no era lugar para ellas. Pero habían estado llamando mis amigos, muchos
alumnos que querían saber cómo estábamos. Uno de ellos
insistió en acompañarme, un buen amigo que se tildaba a sí
mismo de momio. Por extraña coincidencia, también se llamaba Héctor.
El papeleo, el cumplimiento de todos los trámites, llevó horas.
A las tres de la tarde todavía esperaba en el patio que conducía
al sótano del depósito, desde donde me dijeron que saldría
el cadáver de Víctor. Había allí otras mujeres que
hojeaban las inútiles listas fijadas en los muros y que sólo indicaban
un número, el sexo, el "sin nombre", encontrado en tal o cual zona. Mientras
aguardaba, intermitentemente entraban desde la calle vehículos militares
cerrados, con una cruz roja pintada en los costados, que bajaban al sótano
para descargar, evidentemente, otra partida de cadáveres, y que al instante
volvían a salir en busca de más.
Por fin todo estuvo dispuesto. Con el ataúd sobre un carrito de ruedas,
estábamos listos para cruzar hasta el cementerio. Al llegar a la puerta
nos encontramos ante un vehículo militar que entraba con más cadáveres.
Alguien tenía que ceder el paso... el conductor tocó la bocina
y nos hizo ademanes airados, pero permanecimos inmóviles y en silencio
hasta que retrocedió para dar paso al ataúd de Víctor.
La caminata hasta el lugar del cementerio donde Víctor sería enterrado
debió de llevarnos entre veinte y treinta minutos. El carrito chirriaba,
y rechinaba sobre el pavimento irregular. Caminamos y caminamos... mi nuevo
amigo Héctor a un lado, mi viejo amigo Héctor al otro. Sólo
cuando el ataúd de Víctor desapareció en el nicho que nos
habían asignado estuve a punto de desplomarme. Pero estaba vacía
de sentimientos o sensaciones y sólo se mantenía viva la idea
de que Manuela y Amanda esperaban en casa, preguntándose qué ocurría,
dónde estaba yo.
A1 día siguiente el diario La Segunda publicó un breve párrafo
en el que informaba de la muerte de Victor como si hubiera fallecido plácidamente
en la cama: "El funeral fue de carácter privado y sólo asistieron
los familiares". Después todos los medios de difusión recibieron
la orden de no volver a mencionar a Victor. Pero en la televisión alguien
arriesgó su vida insertando unos pocos compases de "la plegaria" sobre
la banda sonora de una película norteamericana.
Fuente: Chile Vive