11 de septiembre del 2003
Salvador Allende, El Chicho
Emir Sader
La Jornada
En la última imagen que tengo de él, estaba encuadrado por la misma ventana del Palacio de la Moneda desde donde acostumbraba a dirigirse al pueblo chileno. Sólo que esa vez el escenario era muy diferente. El palacio estaba cercado por las fuerzas golpistas que le habían dado un ultimátum: abandonar la casa de gobierno y rendirse, o ser bombardeado.
Allende portaba un casco que los trabajadores de las minas le habían regalado y empuñaba un fusil soviético AK que había recibido de Fidel Castro, algo inusual para su temperamento pacífico. Con las armas en la mano y con la vida defendía la democracia que lo había elegido presidente de todos los chilenos. Prefirió inmolarse en medio del bombardeado palacio presidencial, para cumplir su palabra de que sólo saldría de allí al final del mandato que el pueblo le había confiado, o muerto, en lugar de terminar sus días melancólicamente exiliado.
Cuando las fuerzas de la resistencia chilena le propusieron rescatarlo del Palacio de la Moneda, dijo que su puesto era ése, que serían otras generaciones las que reabrirían "las grandes alamedas de la democracia en Chile". Concluía así la limpia trayectoria de un militante socialista que había comenzado su vida política como ministro de Salud del gobierno del Frente Popular en 1938, de forma coherente con su profesión de médico y su dedicación a los temas de salud pública. Tres veces candidato a la presidencia de Chile, apoyado por la coalición socialista- comunista, terminó triunfando en 1970 cuando las otras opciones -la derecha tradicional y el centrismo demócrata cristiano- fracasaron. Fue elegido para llevar a la práctica, por primera vez en el mundo, un programa de transformaciones del capitalismo al socialismo por la vía institucional de las elecciones.
Asumió el proyecto, consciente de los riesgos y del potencial que representaba. Era un socialista convencido de la superioridad de las soluciones que el socialismo planteaba a la humanidad, y era respetado como tal. El Che, de paso en una ocasión por Chile, regaló a Allende un libro suyo con la siguiente dedicatoria: "A Salvador Allende, que lucha por otros medios, por el mismo fin, el socialismo". Posteriormente Allende fue a rescatar, en la frontera con Bolivia, a los sobrevivientes de la guerrilla del Che. Era un dirigente de integridad incuestionable, que mereció el respeto de quienes en la izquierda discrepaban con él, e incluso de sus adversarios.
Como yo vivía a sólo dos cuadras del Palacio de la Moneda, pude verlo muchas veces cuando salía para caminar por la ciudad o dirigirse a alguna reunión, siempre de maneras sencillas y en contacto directo con el pueblo. Su frase preferida pertenecía a un poema de Antonio Machado: "Caminante, no hay camino, se hace camino al andar", consciente de que intentaba trazar caminos históricos, en la construcción del socialismo, que no figuraban en los manuales.
Cercado por la "justicia" del aparato del Estado, el Parlamento, las fuerzas armadas con un plan golpista articulado por el gobierno de Nixon y su secretario de Estado, Kissinger, el gran empresariado y la mayor parte de los medios de comunicación, Allende lanzó su última carta. El apoyo electoral de la izquierda, a pesar de la crisis por el desabasto impulsado por los grandes empresarios y por el plan de desestabilización interno articulado por el gobierno de Estados Unidos, había crecido de 36 por ciento en 1970 a 43 por ciento en 1973. Pero aún no contaba con la mayoría de los chilenos, ya que la centrista Democracia Cristiana se había inclinado hacia la derecha, formando un bloque golpista opositor. Allende decidió entonces convocar un plebiscito que dividiría a la oposición. Esta, sin mayoría para un golpe parlamentario, se había decidido por el golpe militar.
Allende se comprometía a abandonar el gobierno si era derrotado en el plebiscito, y consideraba que así podría mantener la institucionalidad democrática, al entregar el gobierno al presidente del Senado, el demócrata cristiano Eduardo Frei. Entonces, en la mañana del martes 11 de septiembre, día en el cual Allende había convocado a una cadena de radio y televisión para anunciar el plebiscito, se ejecuta el golpe de Estado, anticipadamente, para evitar esa última maniobra de Allende.
Aquel día me desperté con los mismos ruidos de aviones sobrevolando el palacio presidencial, como lo había hecho dos meses antes, a finales de junio, en una primera tentativa de golpe, entonces frustrada. Salí y pude ver esa última imagen de Allende, conocido como Chicho, diminutivo de Salvador en Chile. Ya se había dirigido por última vez al pueblo chileno, por la única radio a la que logró tener acceso, una estación de la central sindical chilena.
Luego, desde la Universidad de Chile, a pocas cuadras de allí, pudimos ver el bombardeo al palacio presidencial, después que Allende respondió con sonoras palabrotas la propuesta de los golpistas para que abandonase la sede del gobierno. Caía la democracia de más larga tradición en América Latina y con ella la posibilidad de que un pueblo optara, por la vía institucional, por una alternativa socialista. Queda el ejemplo de Allende que engrandece a la izquierda, mientras que para la derecha sobra el fantasma de Pinochet y su devastadora obra de liquidación de la democracia en el país del continente donde había echado sus más profundas raíces.
*Sociólogo y catedrático brasileño
Traducción: Alejandra Dupuy