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Salvador Allende

11 de septiembre del 2003

La Moneda, nuestro brutal 11 de septiembre

Jorge Timossi
CubaDebate
Otra vez La Moneda. Y así será por siempre hasta que esas horas, esa película vuelta a proyectar miles de veces en mi memoria, se fundan finalmente en lo que tendrá, alguna vez, que ser mi último recuerdo. En definitiva hay hechos como ese, testimonios, que permiten, o mejor aún obligan, a varias relaciones en el tiempo, a distintos enfoques, al regreso de otros datos, o rectificaciones y apreciaciones, que se perdieron en un primer momento o que pudieron quedar inéditos por múltiples razones. Esto me sucede con el ataque a La Moneda, uno de los hechos que más trascendencia han tenido, y tienen, en la política contemporánea latinoamericana. Y particularmente también en mi vida y en la de aquellos periodistas que me acompañaron en la cobertura del golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende.

La esencia de la asonada, su carácter, los antecedentes inmediatos previos al martes 11 de septiembre de 1973, detalles de los sucesos en el Palacio de La Moneda, los escribí en Grandes alamedas, el combate del presidente Allende, libro de dos largas ediciones en español y que tuvo varias traducciones en el extranjero; y también en una crónica, "Las últimas horas de La Moneda", que la agencia de noticias Prensa Latina pudo difundir el jueves 13, tres días después del golpe, porque la clausura de las comunicaciones de Chile con el exterior dispuesta por la Junta Militar impidió su transmisión, sólo posible cuando finalmente llegué a La Habana.

Esa crónica, unas diez cuartillas de teletipo -que fueron saliendo de la máquina de escribir de un solo tirón y como si tuvieran existencia propia-, se publicó en las primeras planas de alrededor de cincuenta periódicos del mundo, según una encuesta que hizo la propia Prensa Latina y que recogieron los periódicos cubanos de la época. La repercusión fue lógica: se trataba de la única versión que se conocía distinta a la que propagandizaba la Junta, la que ponía en claro, desde sus primeras líneas, la naturaleza del golpe, y que ofrecía precisiones que ni el tiempo ni la Junta pudieron desmentir jamás, pese a que fue elaborada, fermentada, en el enorme estado de confusión que generó el cuartelazo, cuando las informaciones se desmentían unas a otras en cuestión de pocos minutos. Esa crónica contiene también inexactitudes, que la historia ya se encargó de esclarecer, pero que deseo ahora, a tantos años de aquellos días, comentar como si lo hiciera sólo para mí, en el soliloquio de esos empecinados recuerdos.

Primero transcribiré aquí íntegramente ese texto para volver luego a algunas consideraciones, incluso a algunas sensaciones que nunca antes había comunicado, como la indeleble del miedo. Esto quiero hacerlo, entre otras cosas, porque sé que la historia no se rehace, tampoco se rehuye, y los cambios, las falsedades, deben pertenecer siempre, con exclusividad, a los fascistas. Tengo ante mí aquellas páginas, pegadas a mi vida como papel mojado por esa llovizna que caía en Santiago de Chile aquel día nefasto:

El presidente Salvador Allende cayó defendiendo el Palacio de Gobierno, sus convicciones esenciales, después de exigir garantías para la clase obrera chilena ante el poder avasallador del golpe fascista.

"No saldré de La Moneda, no renunciaré a mi cargo y defenderé con mi vida la autoridad que el pueblo me entregó", remarcó desde la primera alocución que hizo en la mañana del martes 11 por la efímera cadena radial La Voz de la Patria.

En mis contactos personales con el presidente Allende nunca le escuché otras palabras cuando él se refería a la hipótesis de un golpe de Estado: "Tienen que sacarme del Palacio muerto, en una caja de pino, con los pies para adelante."

Esto lo repetía una y otra vez a sus interlocutores allegados y la primera ocasión que lo hizo público fue en una concentración con que finalizó la visita a Chile del más dilecto de sus amigos: el primer ministro de Cuba, comandante Fidel Castro.

En esa mañana del 11 de septiembre Allende llegó súbitamente al palacio, a las 7:30 a.m., con un grueso grupo de su escolta personal, alrededor de 50 efectivos de Carabineros, el director general de Carabineros, José María Sepúlveda, sus médicos personales y algunos asesores directos.

El clima golpista que se incrementó en el país después del "tancazo" del 29 de junio -un fallido intento que fue sofocado en solo tres horas- culminaba esa mañana después de una noche de intensos rumores.

Al entrar Allende en La Moneda, los efectivos de Carabineros y cuatro tanquetas de este cuerpo tomaron posiciones en los accesos principales. Impidieron el tránsito de vehículos y personas en dos cuadras a la redonda, iniciando así un ajetreo nervioso que todavía pasaba inadvertido o como algo relativamente normal para el santiaguino, habituado ya al diario enfrentamiento callejero y los actos terroristas de la derecha.

Bastaron pocos minutos para enterarme de lo que en realidad ocurría: el presidente tenía informaciones de posibles acciones golpistas en la noche del lunes, y a las siete de la mañana del martes fue informado en su residencia de la calle Tomás Moro de que unidades de la Marina de Guerra se habían sublevado en Valparaíso y marchaban sobre Santiago.

Pocos minutos después de las ocho la emisora socialista Radio Corporación informó que existía una situación anormal en Valparaíso, y en principio alertó a los obreros, a los cordones industriales, que jugaron un destacado papel inicial en el "tancazo" y que ahora están luchando contra los cohetes de los aviones a chorro, los cañones de los tanques y los obuses.

A dos cuadras del Palacio de Gobierno, desde las oficinas de Prensa Latina, un ruido demasiado peculiar dio la medida de que el golpe no provenía sólo de la marinería: un avión de combate de la Fuerza Aérea estaba haciendo vuelos rasantes sobre el Palacio, sobre los techos del corazón de Santiago.

Los observadores más avezados del difícil y polémico proceso chileno opinaban que después del "tancazo" -una acción que se cumplió con sólo una unidad de tanques y apoyo civil fascista- el nuevo golpe estaría planificado con el concierto de las tres armas. Tal vez esta creencia estaba apoyada por algunas informaciones deslizadas en privado por el ex-comandante en jefe del Ejército, general Carlos Prats, quien renunció a su cargo el 23 de agosto precisamente para evitar un golpe.

A las 8:45 Radio Corporación fue eliminada del aire, sin juego de palabras: un avión atacó la planta transmisora.

Pero Allende ya había logrado hacer una primera advertencia: "Están haciendo vuelos rasantes. Seguramente ametrallarán La Moneda."

Pude calcular que el primer rocket de un Hawker Hunter fue lanzado sobre el palacio a las 12:00. Un tiroteo se generalizó. El grupo de periodistas que tuvo acceso a una esquina del Palacio tuvo que "despejar el área" -según el conminatorio lenguaje de carabineros- a paso vivo y con las manos en alto. Sin embargo, un equipo de televisión logró captar escenas: tres periodistas del Canal 13, que estuvieron filmando desde que Allende llegó al Palacio y que se constituyeron en los únicos voceros admitidos de la Junta de generales golpistas.

A las 9:15 me comuniqué telefónicamente con el despacho presidencial. Un asesor de Allende me reiteró: "Puedes decir que aquí nos morimos y vamos a resistir hasta al final." Le pregunté con qué fuerzas contaban en ese momento para resistir: "La guardia de carabineros de Palacio, alrededor de 50 efectivos suplementarios del mismo cuerpo y un grupo de hombres de la protección presidencial, más los asesores y funcionarios que estén dispuestos a resistir."

La primera proclama golpista, firmada por "los tres comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y el director general de Carabineros" -los nombres sólo fueron revelados en una segunda emisión-, señaló que la decisión del golpe de Estado fue tomada "ante la grave crisis moral, económica y social que vive el país".

Las comunicaciones telefónicas con Valparaíso fueron interrumpidas, y alrededor de las 9:30 se paralizaron las comunicaciones con el exterior, excepto los canales por satélite que admitieron una más prolongada vigencia, hasta que también cayeron a los pies de la Junta. Entel-Chile, la empresa de telecomunicaciones del Estado, fue ocupada por efectivos del Ejército, y la sobradamente famosa en Chile ITT me cortó un circuito abierto con París a las 9:45.

Los reporteros de Prensa Latina en la calle y en la terraza de la oficina -en el undécimo piso de un céntrico edificio- comenzamos a detallar el panorama: tanques hacia La Moneda, tres aviones continuaban los vuelos rasantes, un tiroteo desperdigado comenzó a concentrarse, y por momentos el ruido se hizo ensordecedor. La radio golpista lanzó su ultimátum a las 11:00 a.m. Allende tenia tres minutos para rendirse. Pero en su tercera alocución Allende volvió a reiterar que no se rendía, que permanecería en Palacio, y dijo premonitoriamente: "Quizá sea la última vez que pueda dirigirme a ustedes." Desde ese momento se tuvo plena conciencia de que el golpe de Estado contra el presidente constitucional de Chile sería el más cruento registrado en la historia de los derrocamientos latinoamericanos.

Hasta el piso once de las oficinas de la agencia ascendió un inmediato olor a pólvora, aceite y carne quemada. Y desde aquí y desde la calle fue imposible precisar desde dónde se disparaba, quién y con qué. El ruido fue prolongado, concentrado, y todas las armas de guerra sonaban al unísono: desde el rocket hasta una 30 milímetros, hasta el cañón de un tanque Sherman, pasando por los fusiles ametralladoras del Ejército chileno.

Las calles del centro quedaron desiertas y algunos automóviles estacionados comenzaron a servir de parapeto o convertirse en miserable chatarra al paso de los tanques.

A las 13:52 minutos recibí una llamada desde Palacio. Era Jaime Barrios, asesor económico del presidente, quien peleó desde una de las ventanas que dan al frente del edificio. Me informó: "Vamos hasta el final. Allende está disparando con una ametralladora. Esto es infernal y nos ahoga el humo. Augusto Olivares murió. El jefe envió a parlamentar a Fernando Flores y Daniel Vergara. Exige una garantía escrita para la clase trabajadora y las conquistas, y una vez que la tenga en sus manos decidirá qué hacer."

Ésta fue la última noticia que tuve de Jaime Barrios. Nadie sabe qué le pasó. Augusto Olivares era uno de los periodistas más conocidos de Santiago, fiel amigo y seguidor de Allende. Fernando Flores, secretario general de Gobierno, y Daniel Vergara, subsecretario del Interior, que también habían estado combatiendo, fueron tomados presos por los militares golpistas. Fueron los primeros detenidos que ingresaron al subterráneo de la Plaza Constitución, frente a La Moneda, habitualmente utilizado por cuerpos especiales de carabineros.

Pero antes de esta comunicación con Barrios tuve otros datos que me fueron también transmitidos telefónicamente desde el Palacio por una fuente que ingresó en la resistencia clandestina:

Después de recibir el ultimátum, Allende reunió a todo el personal a sus órdenes en el Salón Toesca, en el ala izquierda del tradicional y benévolo edificio. Allí les pidió, les exigió a las mujeres que se fueran. Al personal subalterno le pidió que se fuera. A la guardia de carabineros y a los generales de carabineros que estaban ahí desde un primer momento les dio a elegir. Se retiraron las mujeres poco después de las 11:00; se fueron los carabineros y el general Sepúlveda también se fue, y no me constó con qué destino y objetivos. Una dramàtica escena se produjo poco antes: Allende conminó a una de sus hijas, Beatriz, una ayudante de primera línea, a que se fuera. Sé que se lo tuvo que implorar, que exigir, para que finalmente ella accediera a salir junto con tres colaboradores más: entre ellas Frida Modak, jefa de prensa de la Presidencia, y la esposa de Jaime Barrios. También sé que Beatriz Allende sólo llegó a 60 metros de La Moneda, y se resguardó en un edificio a la espera de poder retornar.

Con Allende también estaban, entre varios otros, Carlos Jorquera, periodista, El Negro, que era algo así como la sombra del presidente, y Eduardo Paredes, ex-director de Investigaciones. La Junta golpista dijo en uno de sus bandos que "se habían entregado".

El miércoles 12, una fuente militar del Regimiento Tacna me reveló un dato concreto para esta historia: la última vez que se vio vivo a Paredes fue en la noche del martes, tirado en el piso de uno de los patios del cuartel, boca abajo, y con milicos caminándole sobre la espalda y la cabeza. Ahí también estaban algunos miembros de la guardia personal de Allende.

Pero Salvador Allende, un vital hombre de 65 años, que combatió con un fusil ametralladora y un casco de acero, estaba en un charco de sangre, caído sobre el tapiz de su despacho.

Se puede decir que el jefe de Estado chileno, conductor de la singular experiencia política y social de su pueblo, consecuente con lo que siempre había expresado, murió entre las 13:50 y las 14:15. Los limites están marcados: murió después que envió a Flores y Vergara a parlamentar y que éstos fueran hechos prisioneros, y antes o cuando los golpistas ocuparon el Palacio.

La Junta Militar no se atrevió a informar a la opinión pública hasta un día después de los hechos. En la tarde del miércoles, un escueto bando de cinco puntos dijo que Salvador Allende se suicidó, y que ese mediodía fue enterrado en forma privada con asistencia de algunos familiares en Valparaíso.

El combate prosiguió después de la muerte de Allende. Sigue hasta hoy, con una intensidad feroz, con allanamientos estilo "tierra arrasada", con rostros y bandos del más crudo corte fascista, frente a la resistencia.

Allende murió tres días después de que su hija Beatriz cumpliera años, ocasión en la que tuve oportunidad de jugar con él un par de partidos de ajedrez, al que era aficionado. Cuando estábamos colocando las piezas -a él le gustaba ceder la iniciativa en la apertura- me dijo lo que para mí fueron sus últimas palabras: "La cosa está muy fea. Tomaré una determinación en un par de días. Ya ve: hice buenos enroques y alguna buena variante. Pero se me están acabando los peones."

De La Moneda surgían gruesas columnas de humo y los bomberos entraron a apagar el fuego. Un fotógrafo de El Mercurio -el decano del periodismo reaccionario continental- fue llamado por los militares facciosos para fotografiar al persidente muerto.

La Moneda, vista desde cualquier ángulo, parece hoy un edificio al cual le hubieran agrandado sus ventanas en una forma caprichosa e imposible. Los agujeros son grandes cavernas tétricas y las puertas ya no existen. Los admitidos camarógrafos del Canal 13 de televisión fueron paseados de la mano por los golpistas y el único canal "sin censura" registró -sin quererlo- las primeras imágenes conocidas en Chile de la verdadera, innata, cara de uno de los fascismos más crueles del continente.

En la calle están los muertos, y el hedor a carne quemada se hizo sentir con mayor fuerza en el centro de Santiago. A unas pocas esquinas de las oficinas de Prensa Latina, en plena alameda Bernardo O'Higgins, un cuerpo está tirado, con sólo restos de cráneo. Fue el de un hombre que seguramente no pudo alcanzar a refugiarse a tiempo porque usaba una pierna ortopédica y una muleta para apoyarse.

Los cálculos hechos en consulta con varios corresponsales extranjeros elevaron a cinco mil las bajas hasta la tarde del miércoles.

En ese periodo se registraron dos temblores de tierra -de los acostumbrados remezones que se producen continuamente en Chile- pero nadie pareció darles importancia, ni ninguna agencia internacional se molestó en noticiarlos, o tal vez se confundieron con las ondas expansivas de los dinamitazos y bombazos.

La resistencia al golpe continuaba.

No creo que Allende haya muerto en vano.

Hasta aquí llegaron estas líneas escritas en un confuso estado emocional, con el enorme cansancio que produce la tensión nerviosa y no haber dormido en cuarenta y ocho horas. Yo no quería hacerlas, mejor dicho me sentía incapaz de generar una sola palabra sin antes haber dormido un poco. De esta manera, la crónica se la debo a la insistencia tesonera y profesional de un periodista cubano, Roberto Pavón, quien prácticamente me obligó a sentarme frente a una máquina de escribir, no escuchó mis lamentos, y fue enviando una a una las cuartillas, sin tiempo de hacer correcciones de ningún tipo, directamente a la sala de télex. Hoy, en cambio, puedo examinar esas líneas con toda tranquilidad, comenzando por los errores y las precisiones:

Jaime Barrios: murió fusilado después que lo tomaron prisionero. Él fue uno de mis últimos contactos telefónicos con La Moneda ya en llamas. Tenía plena conciencia de su papel y de su destino. En la última conversación me pidió que enviara a su hija, Alicia Barrios, un fuerte abrazo, y a Danilo Bartulín, fiel amigo de Allende, su médico personal y combatiente del Palacio, le entregó una carta para su esposa, Nancy Julién, en la que le expresaba su cariño y se despedía de ella. El miércoles, cuando aún no se sabía qué había sucedido con Barrios, su hija me llamó para expresarme, desgarradoramente, que tenía la intuición del asesinato de su padre.

Augusto Olivares: poco después supe que El Perro había preferido suicidarse antes que caer prisionero. Él también estaba consciente de su papel y de cómo los militares le harían pagar caro sus certeras denuncias sobre los lazos y redes establecidos con ellos por la Agencia Central de Inteligencia. Augusto, sin decir nada a los otros combatientes, se metió en un pequeño baño de La Moneda, orinó en el lavabo, y se pegó un tiro.

Fernando Flores y Daniel Vergara: efectivamente fueron los primeros detenidos por los golpistas, que se negaron a parlamentar y continuaron exigiendo la rendición incondicional. Pero no fueron detenidos en el subterráneo de la Plaza Constitución sino en el Ministerio de Defensa, detrás de La Moneda, donde se encontraban el almirante Patricio Carvajal, jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, y los generales de Ejército Sergio Nuño y Ernesto Baeza, y el general de Aviación Nicanor Díaz Estrada. También fue detenido en esta ocasión Osvaldo Puccio, secretario de Allende.

Las mujeres: la escena que narró la crónica fue exactamente así y a la hora ahí señalada. Sólo que muchos años después, en una entrevista con Danilo Bartulín -quien estuvo largo tiempo preso antes de salir al exilio en México-, me enteré de otros detalles. Él me narró:

Allende nos reunió para decirnos que, teníamos una tregua de diez minutos para que las mujeres abandonaran La Moneda. Dijo que sólo tenía obligación de quedarse su guardia personal y aclaró que el que se quedara tenía que tener un arma y estar dispuesto a disparar. El presidente me pidió que sacara a las mujeres. Estaban Beatriz e Isabel Allende, Frida Modak, la periodista Verónica Ahumada, Nancy Julién, Míriam Contreras, Payita, y una secretaria de Daniel Vergara. Yo me negué a retirarme. Me di cuenta de que Allende quería salvarme. Y le entregué las llaves de mi auto a la Tati, Beatriz, y las acompañé para que salieran por la puerta de Morandé 80. Cerré la puerta y vi por la rejilla como se dirigían a la Intendencia. De ahí la Tati regresó y me pidió que la dejara entrar. Le hablé a través de la rejilla y me negué. Cerré la rejilla para terminar la conversación y obligarla a irse. Pero la Payita se había quedado, no había forma de hacerla salir, y entonces le pedí que por lo menos se escondiera para que no fuera vista por Allende. Los militares habían ofrecido un vehículo para evacuar a las mujeres pero nunca llegó.

Ahora puedo agregar algo más, que hace parte intrínseca de esta secuencia: en su trayectoria hacia la Embajada de Cuba, adonde finalmente llegaron, Beatriz y Frida me iban llamando cada tanto a Prensa Latina. Los teléfonos funcionaban porque, evidentemente, los golpistas los necesitaban, y este problema logístico permitió, entre otras cosas, salvar muchas vidas.

Los aparatos, las máquinas de escribir, las teníamos nosotros en el suelo, bajo las mesas, en previsión de los helicópteros que disparaban hacia los edificios para acallar a los francotiradores leales. Nuestra única arma, nuestra única posibilidad, eran los teléfonos, y les dimos un uso pleno.

A cada llamada de Beatriz y Frida, yo les daba datos útiles, por dónde creía que podían transitar sin mayor peligro y comunicaba sus posiciones a amigos comunes que también las iban guiando.

También el teléfono nos sirvió para advertir sobre allanamientos, antes de que se produjeran, o situar en qué lugares de la ciudad se estaban produciendo y dónde había desplazamientos de tropas. Bartulín me contó que incluso Allende se enteró, por un cruce telefónico, de las verdaderas intenciones golpistas, cuando Pinochet, que tenía su puesto de mando situado en la Central de Telecomunicaciones de Peñalolén, en el sector oriental de la capital, le dijo al general Palacios que "el único objetivo que queda es La Moneda, y hay que aplastarlos como ratas, por tierra y por aire". Esto se identifica con los documentos de las grabaciones originales de las comunicaciones radiotelefónicas entre los altos mandos y que publicó en un suplemento la revista Análisis: Carvajal le confirma a Pinochet que Allende se encuentra en La Moneda y Pinochet le responde textualmente: "Entonces hay que estar listos para actuar sobre él. Más vale matar la perra y se acaba la leva."

Más adelante volveré a examinar pasajes claves de estas históricas grabaciones en lo que se refiere a la muerte de Allende.

Carlos Jorquera y Eduardo Paredes: no se entregaron, como dijo el bando de la Junta, sino que fueron hechos prisioneros cuando los militares lograron por fin asaltar el Palacio. Jorquera quedó vivo pero Paredes fue fusilado en forma similar a Barrios.

Míriam Contreras: en este caso mi crónica contiene una inexactitud totalmente involuntaria. La verdad fue que la Payita se hizo pasar por herida para escapar de los militares y lograr el asilo. Sucedió así: cuando fue tomada prisionera, durante la ocupación de Palacio, salió a la calle por la puerta de Morandé. Ahí vio una ambulancia que estaba estacionada por los militares. Simuló entonces un ataque de histeria y se subió a la ambulancia junto a un miembro de la guardia personal de Allende. Ninguno de los militares reaccionó a tiempo. La ambulancia los llevó entonces a la posta central y de ahí un médico sacó a la secretaria del presidente, vendada como si en realidad estuviera herida de gravedad.

Salvador Allende: mi crónica apuntó que el presidente murió entre las 13:50 y las 14:15 horas. Este lapso lo deduje entre la última conversación que tuve con Barrios y una nueva llamada que hice a las 14:15 cuando una persona, que no quiso identificarse, me colgó el teléfono y tuve así la certificación de que el Palacio había sido finalmente tomado. Bartulín, en la entrevista aludida, me confirmó que Allende murió alrededor de diez minutos antes de las 14:00 horas. El problema histórico se presenta entre la versión del suicidio que ofreció la Junta, un día después de los hechos, y la que afirmó que fue muerto por un capitán de apellido Gallardo.

Muchos datos y controvertidas declaraciones abonan una u otra posibilidad, ambas presentadas con objetividad en mi crónica. Pero el valor circunstancial de ella residió en que la Junta ofreció el suicidio como imagen de un Allende no combatiente, postrado más por una derrota política que por una asonada militar. La crónica revirtió esta imagen y a partir de ella cualquier examen histórico no podrá negar jamás que el presidente y su grupo de allegados lucharon denodadamente con las armas en la mano, y que a causa de esa decisión los golpistas no pudieron ocupar La Moneda en por lo menos cuatro horas pese al alto poder de fuego empleado, en el que el bombardeo aéreo desempeñó un papel decisivo. En todo caso, Allende realmente se suicidó, y estoy seguro de que debe entenderse esto como un acto más de combate de un hombre que no aceptó renunciar, como se lo exigían, ni estaba dispuesto a ser tomado prisionero.

El general Palacios declaró que Allende había disparado hasta el final y que él mismo, que comandó el asalto final a La Moneda, fue herido solo en una mano "gracias a una heroica acción" de un capitán.

En las comunicaciones radiales de los golpistas, según las transcripciones publicadas, consta que por un citófono había llegado la apresurada información -¿premonitoria o anticipación de lo planificado?- de que Allende se había suicidado. "Era poco más de las 10:30 horas", indicó Pinochet en su libro El día decisivo. Cuando le preguntó a Carvajal por esta noticia, éste le respondió: "Augusto, lo del suicidio era falso." También está patente la disposición de lucha del presidente en otra conversación de Pinochet con Carvajal cuando éste le informó: "El edecán naval me dice que el presidente anda con un fusil ametralladora que tenía treinta tiros y que el último tiro se lo va a disparar en la cabeza. Es el ánimo en que estaba hace unos minutos atrás", como asimismo estos diálogos dejaron establecido para la historia el deseo de muerte de Pinochet cuando le dijo a Carvajal: "Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país... Y el avión se cae, viejo, cuando está volando." Esta intención, registrada entre risas, se repite una segunda vez en las grabaciones.

Luego viene el pasaje en que Carvajal transmite a Gustavo Leigh, comandante en jefe de la Fuerza Aérea, y a Augusto Pinochet, que Allende está muerto, información que le cursó el personal de la Escuela de Infantería que asaltó La Moneda: "Por la posibilidad de interferencias, la voy a transmitir en inglés: They say that Allende committed suicide and is dead now."

Esto más bien da la impresión de una clave establecida de antemano para confirmar la muerte del presidente y no, por su simplismo, de un lenguaje críptico para evitar la posibilidad de ser escuchado por personas ajenas al conflicto. Y finalmente llegó la orden de Pinochet de que los médicos jefes de las distintas armas, más los médicos legistas de Santiago, "certifiquen la causa de la muerte del señor Allende con el objeto de evitar que más adelante se nos pueda imputar por los políticos a las Fuerzas Armadas haber sido los que provocamos su fallecimiento". De una u otra forma, Pinochet tiene esta imputación estampada en su frente para lo que le resta de vida.

La autopsia del cadáver del presidente, realizada en el hospital militar, y publicada en El Mercurio, reveló una herida "tipo suicida" con dos trayectorias de bala que partían del maxilar inferior; algo parecido a lo que está escrito en el sensacional certificado de defunción de Allende, fechado increíblemente en noviembre de 1975, y hecho tan a la ligera que quedaron en blanco la fecha y el lugar de nacimiento, quiénes eran sus padres y con quién estaba casado.

De esto me habló la viuda, Hortensia Bussi, Tencha, cuando muchos años después me atreví a tratarle el tema: "Hasta el día de hoy" -me dijo, en febrero de 1986- "yo no sé si en el féretro que me presentaron los militares estaba o no el cadáver de Allende". Tencha, junto al edecán presidencial de la Fuerza Aérea, comandante Sánchez, y Laura Allende, hermana del presidente, volaron en un avión Catalina hasta la base militar de Quinteros, cerca de Valparaíso. Allí el cajón estaba cerrado y la esposa sólo logró levantar una parte de la tapa. "Vi nada más que un lienzo blanco, debajo del cual se suponía que había un cuerpo, y un militar me agarró por la muñeca y me obligó a cerrar. Yo no sé, nunca supe, si ése era Allende."

Por otra parte, el único que atestiguó que Allende se había suicidado fue el médico Guijón, que integró el equipo sanitario presidencial después que se decidió reforzarlo a raíz de las prevenciones que desencadenó el "tancazo". Este médico, sin militancia alguna, declaró que Allende se había suicidado porque cuando él bajaba del segundo piso de La Moneda, ya con la ocupación lograda, sintió un tiro, volvió a subir las escaleras, y encontró a Allende en un charco de sangre. Hay que aclarar que Guijón -quien estuvo detenido un par de meses- no vio de ninguna manera a Allende cometer el acto de suicidio. Es más, no hay un solo testigo de este acto.

Esta historia todavía no ha terminado. Estoy seguro de que tendré que enfrentar mi crónica alguna vez más. Y cada vez que esto ocurra volveré a sentir, como hoy, la infinita tristeza, las emociones de aquellas horas, la impotencia que sentíamos los periodistas que nos quedamos en las oficinas de Prensa Latina -en el pasaje de Unión Central, a dos cuadras de La Moneda- y el zarpazo del miedo que en algunos momentos -uno en especial- nos abofeteó el estómago.

El miedo se conecta con el dolor y con la muerte pero se distingue de ellos, tiene su fisonomía particular, se presenta y se localiza por otras vías, se consume de otra manera, es otra ignición, sus reflejos anticipan, intuyen, llegan a ser la antesala del dolor y de la muerte e incluso pueden llegar a sobrepasarlos, a burlarlos, a poner en acción mecanismos y resortes inéditos de vida. Su sensación es artera, abominable, porque recurre a los instintos más primarios del hombre, a los más ingobernables. Es un pariente falaz de la locura.

No he consultado con ellos pero estoy seguro de que los que me acompañaron esos días -los chilenos Ornar Sepúlveda y Orlando Contreras, el peruano Jorge Luna y los cubanos Mario Mainadé y Pedro Lobaina- estarán de acuerdo, en general, conmigo.

La oficina era una ratonera y estábamos a expensas de cualquier arbitrariedad pero decidimos quedarnos a cumplir nuestro deber profesional y nuestro deber solidario. Hicimos todo lo que pudimos con el télex y con el teléfono y precisamente elegimos quedarnos en la ratonera para estar atentos, dispuestos, al menor resquicio que pudiera abrirse en el bloqueo de la información y la comunicación. No creo que hayamos pensado mucho, ni hayamos sentido miedo, de que esa decisión pudiera habernos costado la vida. Lo hicimos porque sentimos naturalmente que lo teníamos que hacer así y no de otra manera.

Creo que ninguno de nosotros sintió miedo tampoco cuando veinticinco soldaditos, al mando de un sargento, irrumpieron a media mañana en la oficina buscando a los redactores de la revista Punto Final. La redacción de ese semanario izquierdista quedaba en nuestro mismo piso, el undécimo, el último del edificio. Los integrantes de Punto Final, previendo los acontecimientos, hacía por lo menos cuarenta y ocho horas que no aparecían por ahí. La orden de destruir el semanario, se supo depués, fue impartida por el propio Augusto Pinochet. Los soldados, jóvenes e inexpertos, se mostraban muy nerviosos, miraban y no veían, y preguntaban qué era esta agencia de noticias, qué era Prensa Latina, sin ver fotografías y afiches en las paredes de Allende, Fidel Castro o el comandante Ernesto Che Guevara. Fueron tres las irrupciones y revisiones que hicieron en nuestras oficinas mientras hacían polvo y reducían a escombros los escritorios y armarios de madera de Punto Final y producían allí peligrosos focos de incendio.

Creo que Contreras no tuvo miedo cuando los soldados lo hicieron parar en el balcón de la oficina, expuesto como fórmula absurda de detener los disparos de francotiradores que había en edificios vecinos. A Luna no le dio miedo cuando intentó fotografiar los tanques, con medio cuerpo fuera del balcón, y yo tuve que gritarle para que dejara de hacerlo.

Creo que no tuve mayor miedo cuando esa tarde debí ir caminando, y volver a la oficina ileso, ya comenzado el toque de queda, a la Escuela Politécnica de Guerra, caminando con otros corresponsales extranjeros para darnos orientaciones, más que obvias, sobre la censura existente y el cierre de las comunicaciones. En el trayecto, las patrullas me detenían, las manos contra la pared, hasta que lograba explicar, en forma muy convincente, que yo era un corresponsal extranjero que debía concurrir a la Escuela Politécnica, etcétera, y continuaba avanzando... y mirando, registrando, el movimiento militar en el Ministerio de Defensa y la fachada trasera de La Moneda, arrasada.

En todos esos momentos no teníamos miedo en el sentido estricto -aunque nerviosismo sí- porque no estábamos dispuestos a someternos fácilmente, porque nosotros sí sabíamos lo que estábamos haciendo y los soldaditos no, porque estábamos ocupados en engañarlos hasta donde más pudiéramos y seguir mareándolos en la salvadora ignorancia sobre nuestra agencia de noticias. Durante los allanamientos había instantes al borde del desastre: como cuando algún soldado descubría una cámara fotográfica o una grabadora y creía que era un arma mortífera; como cuando varios soldados gatillaron sus armas y nos apuntaron a la cabeza al descubrir en un cajón un misterioso paquete -¿sería una bomba?-, hasta que, felizmente, comprobaron que era una máquina de picar carne comprada por una de nuestras redactoras, la chilena Elena Acuña, a quien retiramos de la oficina desde los primeros minutos del golpe.

No teníamos miedo, en definitiva, porque no teníamos tiempo para tenerlo y porque supimos vencerlo, transgredirlo, trastocarlo, porque nuestros principios profesionales y políticos pudieron acorralarlo, detener su ávido ácido, su aliento podrido.

Pero hubo un momento en que nos pegó duro, que nos atacó por la espalda, que buscó derrotarnos de la forma más inesperada y ambigua, con lanzazos de apariencia inocua pero que podían llegar a desquiciar. No había logrado su cometido con los soldaditos, con las bayonetas sobre el pecho, con las ametralladoras de los helicópteros, pero casi lo logra con sólo un sonido.

Fue en la noche de ese martes. La oficina estaba completamente a oscuras, para evitar llamar la atención, y los seis periodistas estábamos sentados en círculo, comentando, haciendo conjeturas, barajando informaciones. De pronto, los motores de los elevadores del edificio se pusieron en marcha sobre nuestras cabezas, con un ruido abrupto, y un sonido frío, de metales y cables, ululante, nos heló la sangre. Alguien estaba subiendo. ¿Vendrían otra vez? ¿Ésta sería la definitiva? El jueguito se repitió dos o tres veces más y en todas las ocasiones logró el mismo efecto. Hasta que las luces del alba del miércoles volvieron a darnos nuevas esperanzas y a activar nuestra imaginación y nuestros teléfonos, hasta que la vida volvió a imponerse sobre el miedo y las mujeres de un apartamento vecino, que ahí ejercían discretamente la prostitución, nos ofrecieron té, y Arturo, el guatemalteco sensacional, que mis compañeros descubrieron en unos recovecos del edificio, cocinando como un alquimista loco, quizá para los que intentaban defender La Moneda, nos dio una olla de lentejas y una caja de refrescos.

Porque es así: el miedo y ciertos recuerdos siempre dan mucha sed, te dejan la boca con gusto a estopa.

[*] Jorge Timossi: Grandes alamedas. El combate del presidente Allende. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974. De buena fuente. Editora Política, La Habana, 1988