10 de septiembre del 2003
A treinta años del 11 de septiembre chileno
Miguel Urbano Rodrigues
O Militante
Transcurridos 30 años del golpe del 11 de setiembre de 1973, no es sin emoción y dolor que evoco los acontecimientos de Chile.
Acompañé casi día a día el proceso revolucionario chileno.
Estaba en Santiago cuando Salvador Allende tomó posesión. Participé en la gran fiesta de la victoria.
Volví a Chile un año después, en diciembre de 1971. En los primeros días fui de de sorpresa en sorpresa. En apariencia, el proyecto de cambio social marchaba sobre ruedas. En las tiendas había todavía abundancia de casi todo. La industria establecía records de producción para responder al crecimiento de la demanda. El boom de las ventas impresionaba.
En las elecciones municipales de abril, la Unidad Popular, de minoritaria pasaría a mayoritaria. El Partido Socialista obtuvo el 22,3 % de los votos; el Partido Comunista el 16,9 %.
En la Conferencia de El Arrayan la UP presentó un balance optimista. El Gobierno Popular habia cumplido gran parte de la plataforma que llevó a Allende al Palacio de la Moneda. El desempleo cayó de 8,3 % a 4,8 %; la producción industrial aumentó 11%. El sistema bancario fue casi totalmente estatizado (90%) y setenta grandes empresas fueron nacionalizadas, expropiadas o intervenidas. El cobre, el salitre, el hierro, el acero, toda la industria pesada, habían pasado al área de la propiedad social. El número de viviendas construidas por la CORVI estatal excedió en veinte veces al de 1970. En el campo, en 14 meses, la Reforma Agraria expropió 1315 propiedades con un área de 2,4 millones de hectáreas. La distribución de la renta nacional presentaba un panorama nuevo: en 1971 los asalariados aumentaron su porcentaje de 50 a 59 %. El PIB, que durante el mandato de Frei creció a una media de 2,7 %, aumentó 7%.
Sin embargo, el gran aumento del consumo generó una crisis de abastecimiento. El país no estaba preparado para responder a la «furia» de compras resultante del crecimiento del poder adquisitivo de los trabajadores.
La carne de res casi desapareció. Los pollos pasaron a ser una rareza, a pesar de que la producción avícola había aumentado 16 %. Solamente más tarde el pueblo supo que muchos latifundistas, afectados por la reforma agraria, habían liquidado miles de reses y ovejas en matanzas de significado político.
La prosperidad del primer año de la UP era ilusoria. Las inversiones en el sector privado estaban casi paralizadas. El gobierno intentaba tranquilizar a los empresarios, alegando que en el país había 35 000 industrias y que solamente pretendía estatizar menos de 150. Mas las garantías oficiales no impidieron que muchos empresarios saboteasen sus propias empresas.
El dólar en el mercado negro se cambiaba por el cuádruplo de su cotización oficial.
En su mensaje al Congreso, en marzo de 1971, Salvador Allende fue enfático en la defensa de la política de alianzas.
«Debemos ayudar -afirmó entonces- a los industriales pequeños y medianos, a los comerciantes y agricultores que durante muchos años fueron explotados por los grandes monopolios. Nuestra política económica les garantiza un tratamiento equitativo (...) Las industrias pequeñas y medianas tendrán un papel activo en la construcción de la nueva economía».
Sin embargo, los esfuerzos para conquistar esos estratos sociales fracasaron.
Las dificultades de la UP aumentaban dado el hecho de que el discurso oficial de respeto estricto a la legalidad institucional fue mal recibido por los sectores más combativos de la clase obrera. Muchos de los valores y objetivos que el gobierno se había esforzado en preservar en defensa de la constitucionalidad del régimen eran rechazados por esos sectores empeñados en acelerar la transición hacia una sociedad socialista. La contradicción nunca fue resuelta. El MIR, que no integraba la UP, agravó las tensiones con su comportamiento izquierdista.
¿Qué hubiera sucedido si el presidente Allende, después de las elecciones municipales de abril del 71, hubiese convocado a un plebiscito para que el pueblo se pronunciase sobre las propuestas que implicaban la disolución del congreso? Este obstruía la realización del Programa de la UP. Si la respuesta hubiese sido favorable y la izquierda hubiese obtenido la mayoría en unas elecciones extraordinarias, el camino hacia la transición al socialismo hubiese quedado abierto. Pero en el marco de la Constitución vigente, con la Cámara y el Senado controlados por la derecha, la vía pacífica tropezaba con obstáculos insuperables.
LA DERROTA DE LA INSURRECCIÓN BURGUESA DE 1972
Solo volví a Chile un año después, en los últimos días de enero del 73.
La atmósfera en Santiago -no salí entonces de la capital- era de gran tensión. La lucha de clases se exacerbaba a tal punto que la sensación de quien llegaba era la de encontrar una sociedad envuelta en guerra civil sin tiros.
La abundancia del año anterior habia cedido lugar a una escasez dolorosa. En las tiendas faltaba no solo lo superfluo sino casi todos los productos de primera necesidad.
Percibí que la pequeña burguesía se pasaba en masa hacia la derecha. Las conversaciones sostenidas en establecimientos comerciales, restaurantes, en los transportes públicos fueron para mí esclarecedoras de que los esfuerzos de la UP por conquistar el apoyo de las capas medias habían fracasado. Más grave que eso: una parcela considerable de la pequeña burguesía exhibía sin disfraz una actitud agresiva contra el gobierno, asumiendo las críticas del Partido Nacional y de la Democracia Cristiana, que habían radicalizado el combate a la UP.
Productos como el papel higiénico, los fósforos, los detergentes, la pasta de dientes, los jabones, las grasas animales y vegetales, el azúcar, la leche, la carne faltaban casi totalmente.
Lo que ví y leí durante esa visita a Santiago reforzó mi convicción de que la insurrección patronal de octubre del 72 fue fundamentalmente derrotada por el proletariado urbano en una lucha épica.
El objetivo de la gran burguesía al intentar la paralización del país con el lock out de las empresas de camioneros y la tentativa de cierre de las fábricas era crear una situación caótica que llevase a las fuerzas armadas a intervenir. Pero el golpe no se produjo.
La resistencia del proletariado chileno fue determinante. El gobierno, a través de la requisa de los camiones, logró que el transporte funcionase, aunque de modo precario. Y que los empresarios verificaran, alarmados, que cada día perdían fábricas y que las mismas, dirigidas por los trabajadores, seguían funcionando.
A finales de octubre el gran patronato comprendió que el movimiento no alcanzaría su objetivo y que cada día se hacía más impopular. Entonces trató de llegar a un acuerdo con el gobierno, que le permitiese recuperar la mayoría de las fábricas cuyo control fuera asumido por los obreros.
Fue derrotada la insurrección burguesa. Las fuerzas armadas, que en ese momento aún respetaban la «doctrina Schneider», de fidelidad a la Constitución, asumida por el general Carlos Prats, no intervinieron en la crisis. Solo muchos meses después, la relación de fuerzas, alterada en beneficio de la derecha, favoreció el avance de la conspiración orientada hacia el golpe de Estado.
La derrota de la tentativa de paralización del país fortaleció momentáneamente la posición del gobierno. El parlamento y el poder judicial se habían quitado la máscara al apoyar ostensiblemente a un movimiento patronal con carácter de intentona, que perseguía el derrumbe del Ejecutivo por medios inconstitucionales.
Pero una vez más en la UP no se llegó a consenso. La tendencia que defendió de nuevo el plebiscito no se impuso.
Según sus defensores, la derrota de la derecha ofrecía una oportunidad única para que el pueblo fuese llamado a pronunciarse en un plebiscito sobre la disolución del Congreso, la creación de un régimen unicameral, la democratización del Tribunal Supremo y la estructuración del área de la propiedad social, sistemáticamente saboteada por el Legislativo y el Poder Judicial.
UNA REVOLUCIÓN DESARMADA
Transcurridas tras décadas, los mil días de la Unidad Popular siguen siendo tema de polémicas. Cualquiera que sea la perspectiva, constituyen para los comunistas un legado de gran valor.
Para los epígonos del neoliberalismo, el malogro de la experiencia de la UP confirmó la irremediable superación del marxismo como ideología inspiradora de transformaciones sociales de carácter revolucionario.
Difundida por el planeta por un sistema mediático perverso y hegemónico, esa tesis y su conclusión categórica parten de una grosera deformación de la historia. Carecen de fundamento científico.
La historia de Chile durante el gobierno de Salvador Allende fue -como escribiera Gabriel Smirnov- «la historia de una lucha de clases llevada a un nuevo nivel en el que apenas se cuestiona la apropiación por los capitalistas de la plusvalía producida por el proletariado, y también -lo que es mucho más importante, y constituye una etapa cualitativamente diferente- el lugar que ocupan las clases sociales y el derecho de la burguesía a dirigir el conjunto de las relaciones económicas y políticas ».(1)
Es un disparate evocar el golpe chileno del 11 de setiembre como prueba del fracaso del socialismo. Lo que él vino a reactualizar en el campo de la teoría fue el tema de la llamada vía institucional (pacifica) para el socialismo en América Latina.
Desconocen o deforman el pensamiento de Marx aquellos que le atribuyen afirmaciones que no constan en su obra. Al contrario de lo que sugieren sus adversarios, él llama la atención al hecho de que el control del aparato del estado por un gobierno progresista no es suficiente para concretar objetivos incompatibles con el funcionamiento y la lógica del capitalismo.
El desastre ocurrido en los países llamados socialistas de Europa Oriental vino a recordar que la estatización de los medios de producción no basta, por sí sola, para erradicar las raíces del capitalismo, porque las superestructuras culturales resisten por largo tiempo a ese proceso de transición, permitiendo la supervivencia de la ideología del antiguo sistema.
En el caso de Chile, no solo el poder económico permaneció hasta el fin mayoritariamente en las manos de la burguesía, sino que escaparon del control del gobierno sectores del estado que desempeñaron un papel importantísimo en la creación de condiciones materiales y psicológicas para la preparación del golpe, concretamente el Congreso y el Poder Judicial.
El general Carlos Prats, en un libro póstumo, editado por iniciativa de su hija después que la CIA lo asesinara en Buenos Aires, analiza con lucidez el proceso de debilitamiento de la resistencia de militares formados en las academias de la burguesía, y hasta la insidiosa propaganda que presentaba el golpe como única salida para la salvación de la patria.
Las tesis defendidas por el MIR, según las cuales el pueblo organizado tenía condiciones para resistir un levantamiento de las fuerzas armadas, eran inconsistentes.
Fue olvidada la lección de Lenin según la cual «es imposible luchar victoriosamente contra un ejército moderno, a menos que él se torne revolucionario». Al contrario de lo que ocurrió en Petrogrado en febrero y octubre de 1917, la columna vertebral de la disciplina no se rompió nunca en el ejército chileno. Como afirmó Prats, contra armas pesadas no hay resistencia popular que pueda imponerse. Puede argumentarse que Vietnam derrotó a los EUA y el FLN, en Argelia, obligó a Francia a reconocer la independencia del país. Pero en ambos casos, en el marco de guerras de liberación, insurrecciones de ámbito nacional permitieron la formación de auténticos ejércitos capaces de enfrentar las fuerzas militares de la potencia imperial.
En Chile la intervención del imperialismo en la preparación y financiamiento del golpe desempeñó un papel importantísimo. Tan evidente es ello que Kissinger, en sus memorias y en artículos y entrevistas, reconoce que la CIA, cumpliendo instrucciones de la administración Nixon, llevó a cabo una intensa actividad en el país, apoyando a las fuerzas que conspiraban contra el gobierno de Allende. Posteriormente, documentos secretos desclasificados por el Departamento de Estado, confirmaron la profundidad del involucramiento estadounidense en el montaje del golpe del 11 de setiembre.
El proceso chileno justifica el calificativo de revolución desarmada.
Su trágico desenlace no trajo una respuesta definitiva a cuestiones que siguen siendo tema de fascinantes debates.
La hasta ahora victoriosa defensa de la revolución bolivariana en Venezuela (apoyada por las Fuerzas Armadas), y la elección de Lula en Brasil con un programa progresista (del cual se va, además, desviando) confieren actualidad a una pregunta fundamental: ¿Puede un gobierno con fuerte apoyo popular, comprometido con un programa avanzado de transformación de la sociedad, llevar adelante con éxito ese proyecto usando como instrumento de cambio las propias instituciones creadas por la burguesía para servir a sus objetivos de clase?
La respuesta que la historia dará a la cuestión es tanto más importante cuanto que las tentativas en curso en América Latina coinciden con el desarrollo de la estrategia planetaria de un sistema de poder imperial que persigue la militarización de la Tierra y constituye una amenaza a la propia supervivencia de la humanidad.
Traducción: Marla Muñoz
El original portugués de este articulo se encuentra en la Revista «O Militante», del Partido Comunista Portugués, Septiembre de 2003
(1) Gabriel Smirnov, La revolución desarmada, Chile 1970-73, Ediciones Era, México DF, 1973, p. 122