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Salvador Allende

10 de septiembre del 2003

Chile: otro socialismo fue (es) posible

Mario Amorós
Rebelión
"Los acontecimientos chilenos han sido y son vividos como un drama por millones de personas de todos los continentes", escribió Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano, en Rinascita a finales de septiembre de 1973, en sus célebres "lecciones de Chile". La trágica derrota de la revolución socialista y la cruenta destrucción de la democracia más arraigada de América Latina conmovieron a quienes habían seguido con pasión el desarrollo de aquel singular proyecto de cambio social nacido de unas elecciones democráticas en septiembre de 1970 y asediado ya desde entonces por la burguesía nacional y el gobierno norteamericano. Los mil días de la Unidad Popular significaron un punto de inflexión para la utopía socialista en el siglo XX: casi tres años más tarde de la ejecución de Ernesto Che Guevara en el corazón de la sierra boliviana, 25 meses después de que los tanques soviéticos aplastaran la esperanzadora Primavera de Praga, la victoria de Salvador Allende desbrozó un nuevo camino, la "vía chilena", quizás sin la épica de la toma del Palacio de Invierno, tal vez sin el magnetismo del combate en la Sierra Maestra, pero sí con el fascinante atractivo de un pueblo que expresó en las urnas su opción por la construcción del socialismo.

Son innumerables los aspectos que nos cautivan de aquella experiencia. El movimiento popular se organizó desde los albores del siglo XX en torno a las fuerzas que propugnaban la transformación del sistema capitalista: fueron los mineros de la pampa salitrera, dirigidos por Luis Emilio Recabarren, quienes fundaron el Partido Obrero Socialista el 12 de junio de 1912 en Iquique, que diez años después se convirtió en el Partido Comunista; fueron las capas populares las que, encabezadas por Marmaduke Grove y Oscar Schnake, crearon el Partido Socialista el 19 de abril de 1933. Desde los años 50 la alianza de ambas fuerzas, sólidamente implantadas en la clase obrera, el campesinado y la intelectualidad, unida al liderazgo del doctor Salvador Allende, permitió a la izquierda convertirse en una alternativa de poder que estuvo a punto de triunfar en 1958 y finalmente llegó a La Moneda el 3 de noviembre de 1970.

Desde entonces asistimos a la eclosión de la lucha por una sociedad más justa, expresada en el apoyo del movimiento obrero al Gobierno de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende; en el inolvidable movimiento cultural de la Nueva Canción Chilena, los murales de la Brigada Ramona Parra o la editorial Quimantú; o en el "poder popular" (los cordones industriales, los comandos comunales...) gestado a partir de octubre de 1972 para sostener a la UP frente a las maniobras sediciosas de una derecha que golpeaba las puertas de los cuarteles. Y, por supuesto, no podemos dejar de mencionar al Presidente Allende por su humanismo y su lucha de cuatro décadas por conquistar el poder político y emprender la transformación de la sociedad chilena en democracia, pluralismo y libertad.

Hoy, a treinta años del golpe de estado, podemos afirmar que la Unidad Popular ha sobrevivido a la erosión del tiempo porque demostró que es posible otro socialismo, radicalmente distinto del totalitarismo estalinista por supuesto, pero diferente también de una socialdemocracia que ha renunciado incluso a la defensa del Estado del Bienestar. El respeto y la defensa activa del pluralismo político, los derechos humanos y las libertades públicas caracterizaron a aquel Gobierno y explican que Allende perdure en nuestra memoria como un demócrata consecuente y como uno de los grandes revolucionarios del siglo XX, frente a ese Pinochet denostado como paradigma universal de la crueldad y la traición.

En los primeros años posteriores al golpe de estado prevalecieron los trabajos que, o bien blanqueaban la actuación de la junta militar, o bien, desde la izquierda, analizaban las causas de la derrota desde dos perspectivas idénticas a las que se expresaron durante aquellos mil días: el rechazo de la actuación supuestamente irresponsable de la "ultraizquierda" o la crítica de la línea "reformista" que habría prevalecido en la Unidad Popular. Desde los años 80 la tesis más en boga sobre el 11 de septiembre chileno explica que en 1973 hubo un "desencuentro de los demócratas", según la expresión empleada por el ex presidente Patricio Aylwin en sus memorias, o una "abdicación de los demócratas", en palabras del politólogo Arturo Valenzuela, autor del trabajo fundacional de esta argumentación: El quiebre de la democracia en Chile. En 1973 los "demócratas", es decir el sector "moderado" de la Unidad Popular (liderado por Allende y el Partido Comunista) y el Partido Demócrata Cristiano, habrían sido incapaces de consensuar una salida a la crisis y habrían sido sobrepasados por quienes buscaban el enfrentamiento violento: la derecha y la extrema derecha y el Partido Socialista y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) básicamente. Parte esencial de este discurso es la presunta obcecación de Allende y la UP en desarrollar su programa sin el apoyo de la mayor parte de la población y sin buscar acuerdos con la oposición.

Más lejos todavía va la tesis hegemónica hoy en Chile (sustentada por la derecha y la Concertación), ya que sostiene que la destrucción de la democracia fue el resultado de una profunda crisis política causada por "la espiral de violencia"desatada desde finales de los años 60 a consecuencia de la emergencia de una izquierda insurreccional (el MIR), de la radicalización del Partido Socialista a partir de su Congreso de 1967 en Chillán y por supuesto de las siempre "ocultas" intenciones del Partido Comunista.

Nuestro análisis refuta ambas interpretaciones. Desde su victoria en las elecciones del 4 de septiembre de 1970 y hasta el 10 de septiembre de 1973 Salvador Allende buscó un entendimiento con la mayor fuerza opositora, el Partido Demócrata Cristiano (PDC), e incluso en momentos de especial trascendencia (junio de 1972 o agosto de 1973) estuvo dispuesto a realizar importantes concesiones, aunque no a capitular, como le exigieron sus interlocutores. Sin embargo, a partir del oscuro asesinato del dirigente democratacristiano Edmundo Pérez Zujovic, en junio de 1971, se abrió un abismo entre la izquierda y el centro que imposibilitó todo acuerdo, una desconfianza hábilmente cultivada por el sector del PDC partidario de un golpe de estado ya en octubre de 1970. Poco a poco el sustrato anticomunista del PDC -presente desde la fundación de su antecesora, la Falange Nacional, en 1937-, su vocación hegemonista, su tradicional apuesta por el "camino propio", lo movieron hacia una oposición radical, en connivencia con la derecha, y así en junio de 1972 su tendencia conservadora abortó el principio de acuerdo con el Ejecutivo en torno a los mecanismos de formación del área de propiedad estatal de la economía.

Y cuando a finales de julio de 1973, en un intento desesperado por evitar lo que creía que sería una guerra civil, Salvador Allende aceptó promulgar la polémica reforma constitucional promovida por el PDC sobre este conflictivo punto, la dirección democratacristiana, controlada desde mayo por Eduardo Frei y Patricio Aylwin, clausuró las conversaciones con el Gobierno que el Cardenal Raúl Silva había demandado en un dramático llamamiento. La tarde del 10 de septiembre de 1973 los principales dirigentes del Partido Demócrata Cristiano sabían que en las horas siguientes un movimiento militar derrocaría al Gobierno constitucional, pero guardaron silencio. El 11 de septiembre el Presidente Salvador Allende iba a convocar un plebiscito para que los ciudadanos decidieran qué camino debería tomar el Gobierno. No hubo, pues, desencuentro o abdicación de "los demócratas" porque, mientras que los demócratas tenían previsto convocar al pueblo para que, una vez más, decidiera sobre su futuro, el 12 de septiembre, después del martirio de Allende en La Moneda y del comienzo del terror, la dirección del PDC difundió una declaración de apoyo a la junta militar y en los meses siguientes Aylwin, Frei y otros dirigentes se dedicaron a defender a Pinochet del unánime repudio de los demócratas de todo el mundo.

Tampoco compartimos la crítica de que la Unidad Popular gobernó en contra de la mayoría nacional, puesto que, si bien Allende ganó las elecciones presidenciales de 1970 con el 36,2% de los votos, siete meses después, en las municipales, la izquierda superó el 50% y en las legislativas de marzo de 1973, a pesar de la crisis económica fomentada por la oposición y el bloqueo norteamericano, la UP logró el 43,4% y restó seis diputados y dos senadores a la oposición. Aquélla era la primera vez en veinte años que un gobierno aumentaba su votación después de 29 meses de gestión, ya que conviene recordar que, por ejemplo, Eduardo Frei, elegido presidente en 1964 con el 56% (gracias a los votos de la derecha y la millonaria financiación norteamericana), descendió al 42% en 1965 y al 29% en 1969. A pesar de ello, en la vasta bibliografía que manejamos no hemos encontrado ningún autor que haya negado su derecho a haber gobernado en solitario Chile entre 1964 y 1970.

La diferencia radica en que la publicitada "revolución en libertad" de Frei no fue sino un experimento fallido de integración de las clases marginadas en una estructura capitalista modernizada y por supuesto un dique para el avance de una izquierda que en marzo de 1964, después de su victoria en una elección parcial en Curicó, aparecía como favorita para las elecciones presidenciales. En cambio, el Gobierno de Salvador Allende nacionalizó la gran minería del cobre, hasta entonces un suculento negocio en manos de las transnacionales estadounidenses, profundizó la reforma agraria hasta erradicar el latifundio y entregar tierras a cien mil familias en tan sólo tres años, fomentó la participación activa y crítica de los trabajadores en la dirección de las empresas nacionalizadas, mejoró las condiciones de vida de las clases populares, con aumentos importantes en los salarios y avances sobresalientes en la sanidad y la educación, repartió medio litro de leche diario a cada uno de los tres millones y medio de niños chilenos, puso en marcha una política internacional de "no alineamiento", a favor de la paz y la amistad entre los pueblos, y sobre todo hizo sentir a millones de personas por primera vez que ellos eran los auténticos protagonistas de la Historia.

Esta fue la principal causa del golpe de estado: un proyecto de construcción del socialismo que avanzaba, con grandes dificultades es cierto, pero cada vez con mayor apoyo popular. Para los promotores internos de la destrucción del sistema democrático, el Gobierno de Allende significaba la pérdida definitiva de sus privilegios; para sus promotores externos, Richard Nixon y Henry Kissinger, la Unidad Popular representaba una amenaza por su poderosa irradiación en países clave del hemisferio occidental, como Italia o Francia, cuyos poderosos partidos comunistas propugnaban el entendimiento amplio de las fuerzas de izquierda.

El sueño de la Unidad Popular terminó en pesadilla porque durante 17 años el pueblo chileno sufrió la ignonimia de una dictadura que violentó todos los derechos humanos con una brutalidad ilimitada y absoluta impunidad. "El drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se quedó en nuestras vidas para siempre", escribió Gabriel García Márquez semanas después del golpe de estado.

No obstante, los mil días de gobierno del Presidente Salvador Allende, la lucha del pueblo chileno por abrir las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor, dejaron valiosas enseñanzas y rescatan el ideal emancipador del socialismo para el siglo XXI.

* Mario Amorós es historiador y periodista, autor del libro "Después de la lluvia" sobre la dictadura de Pinochet