Editorial de Castillo que formó parte de la revista
El escarabajo de
Oro
de noviembre de 1967, en la que habla sobre el asesinato del comandante Ernesto
Che Guevara.
Señor, concede a cada cual su propia muerte. Rilke.
Le cortaron las manos y aún golpea con ellas.
Lo enterraron y hoy viene cantando con nosotros Neruda
El 8 de octubre, en Vallegrande, mataron al Che. Los generales bolivianos lo
dicen, y debe de ser cierto. La muerte, al fin de cuentas, es la menos
inesperada anécdota de la vida: la cuestión es no morir de muerte ajena, y el
guerrillero que murió, murió de la que había elegido. A eso, los que creen en
Dios, por un malentendido lo llaman Salvación. Los que no creemos, también. Y yo
hasta lo llamo no morirse, abolir la muerte: matarla. Hay un cadáver, es verdad.
Todos los diarios del mundo mostraron un muerto que se le parece, que
seguramente es el Che. Una fotografía, sobre todo, impresiona: está de perfil,
el grabado repite fríamente unos superciliares que sin duda no son de otro
hombre (le daban ese aire de fauno joven; los que lo vieron reírse no pueden
haber dejado de pensar que esa frente se contradecía un poco con su risa, y de
ahí la cara de estar tramando una incomunicable travesura, ese gesto que no le
pudieron borrar los generales), tiene los ojos abiertos y la cabeza medio
alzada, tiene los brazos en la actitud del que va a incorporarse, tiene un
balazo en el corazón. Nadie, sin embargo, aceptó que ese cadáver fuera el suyo.
Nadie, ni los que lo odiaban y diez veces antes fraguaron miserablemente su
muerte, a manos de Fidel Castro, o en Santo Domingo, o por suicidio. Los mismos
generales que lo mataron, estoy seguro, ya han comenzado a dudarlo. Y yo creo
que hacen bien.
Voy a escribirlo, voy a tratar de escribirlo sin caer en la trampa de las
palabras, de las frases que aluden a los muertos que pese a la muerte siguen
vivos. Voy a decir que el guerrillero muerto de Vallegrande no era el Che. Ya no
lo era. Balearon un cuerpo, lo enterraron en algún sitio o incineraron una
corruptible arcilla. Y hasta ahí operó la muerte. Y a partir de ese momento, a
partir de sus diseminadas cenizas, de un cadáver que nunca se hallará, el Che
volvió a ser libre de ir y venir por América pero sin cambiar su nombre y sin
ocultar su cara.
Ustedes no han matado a nadie: han resucitado a un hombre. Y a algo más. Hasta
el 8 de octubre se podía dudar que haya seres capaces de pelear por los otros,
hacer una revolución, alcanzar el poder, abandonarlo todo y comenzar de nuevo:
renunciar a lo temporal, que es lo mismo que negar el tiempo. Elegir y acatar un
destino. Quién, con qué argumentos y sobre todo con qué ejemplo, puede hoy
destruir esa mística. Digo mística y quiero decir mística. Hasta el 8 de octubre
cualquiera podía pensar: es mentira, es Cuba que necesita inventar un fantasma
para sobrevivir. Ahora se sabe que el Che está. Y no precisamente enterrado en
la selva. Está. Hermoso e invulnerable como un héroe de novela, y frío y lúcido
como una inexorable máquina de hacer justicia.
No toda muerte mata. Los diarios, sin querer, lo sabían. "Encontró la muerte en
Vallegrande", dijeron. Y es así. Hay hombres que encuentran su muerte, la que
los merece, como si debieran morir para quitarse la inquietud de ser mortales. Y
el que mataron tenía una cuestión personal con la muerte ("si no vuelvo dentro
de dos meses", le escribió a sus padres la primera vez que salió a la aventura,
"vayan a buscar mi cabeza reducida por los jíbaros al museo de Nueva York", y el
desafío se repite en todos sus escritos, en todas sus cartas hasta la última, ya
en Bolivia: "de aquí no me salgo si no es con los pies para arriba"), le había
perdido el respeto y se reía socarronamente de la muerte.
Un hombre, un poeta, se dejó morir de la muerte con que lo iba matando la espina
de una rosa: él le había cantado a las rosas y a la muerte. Otro hombre se hizo
crucificar porque ya era tiempo. El que crea que comparar a Rilke con Jesús es
una herejía, el que imagine que esas muertes no son también la muerte de la que
hablo, hará bien en preguntarse qué pobre cosa ha entendido, hasta hoy, de la
vida.
Me olvidaba: la muerte del Che no me duele. No tengo ganas de conmover, ni de
conmoverme, con retóricas de cementerio. No quiero que este editorial sea
patético o solemne, ni tiene porqué. Rebajar la muerte de Guevara a la intimidad
del dolor no está en su estilo. Las muchachas argentinas ya lloraron lo suyo
ante los aparatos de televisión cuando los generales mostraron su cadáver, ya
hemos pegado su foto en la pared -entre Beatles y banderines-, y a lo mejor está
bien. Ya empezaron los poetas a mandar elegías alusivas a las revistas. Así que
no hace falta lagrimear más. ¿Qué es lo que hice para que no lo mataran?, esa,
en cambio, me parece una buena manera de encarar la cosa: una buena pregunta.
Evita las emociones fáciles.
Y hecha esta aclaración, puedo terminar. Desde ese asesinato, desde esa
inmolación, los generales tienen miedo. O deberían tenerlo. Porque una vez que
un hombre así dio con su muerte, ya no hay balas, ni rangers, ni marines que
valgan. No "se sale" más de la vida. No tiene más que vida. Es pura y múltiple y
violenta vida que no se mata.