Asesinato del general Zapata
Grabado,
Sarah Jiménez, publicado en Liberación, 1979
Emiliano Zapata, 1919-2002
Alejandro González Prieto
El
La dominación española concentró en la Ciudad de México una buena parte de sus objetivos y no sólo no se preocupó por crear una agricultura superior a la que habían desarrollado las razas autóctonas, sino que impidió el desarrollo de cultivos intensivos coma la vid, el olivo y la morera. La dominación feudal española sólo se interesó en la extracción de minerales y toleró la existencia de las grandes masas indígenas, porque éstas eran necesarias para sus explotaciones y para edificar templos.
La guerra de independencia sorprende a México con una gran población que -según se calcula- ascendía a 6 millones 500 mil habitantes, de los cuales más de la mitad eran indígenas. Gran parte del siglo XIX transcurre en el fragor de batallas armadas y luchas políticas que culminan con la instauración de la dictadura porfirista, que abre las puertas al capital extranjero.
Aun cuando tal penetración debió significar un adelanto en el desarrollo material colectivo, no modificó en un ápice la condición de vida de las grandes masas nacionales.
La mayor parte de los mexicanos continuó confiando la subsistencia a la explotación de una tierra empobrecida por el monocultivo y con una superficie insuficiente.
En las postrimerías de la dictadura porfirista, la mayoría de ellos vivía dentro de los dominios de las grandes haciendas, de donde resulta fácil colegir el peso de la hegemonía política de los hacendados, que constituían la base del régimen porfirista.
Ante tal estado de cosas, resulta natural que una de las características esenciales de la revolución iniciada en 1910 haya sido su inconfundible carácter popular agrarista y, como es sabido, el representante más genuino del levantamiento fue un campesino llamado Emiliano Zapata, que había sufrido en carne propia el rigor de la explotación a que estaban sometidos los campesinos de entonces.
Aproximarse al multiforme recuerdo de Zapata implica advertir el magnetismo que originó su gran fama popular, aun cuando los intereses a la sazón en pugna prohijaron una leyenda tenebrosa en torno al caudillo. En efecto, en vida se le tildó de bandido y, para ello, se le describió como un asesino torvo, incendiario e infrahumano, igual que el Atila asiático. Sólo el tiempo y su conducta habrían de desvanecer la negra leyenda que lo acompañó.
Zapata dio respuesta inmediata a los insultos y calumnias; en nombre de sus huestes, replicó dignamente que bandido era el despojador y no el despojado. Se adhirió a la Revolución, apoyando el Plan de San Luis en consideración al contenido agrario del documento, pero más tarde rompió con Madero impulsado por su radicalismo que le impidió aceptar los puntos de aquél.
El Plan de Ayala, expedido por Emiliano Zapata, ratificó la necesidad de restituir las tierras a los campesinos y recomendó la expropiación como procedimiento para el cambio, postulando como inaplazable la evidente necesidad de dotar de tierras al pueblo mexicano a efecto de que formara ejidos, en virtud de que el campesino no poseía más tierra que la que pisaba.
Planteada la escisión entre los revolucionarios, Zapata conservó sus principios con inquebrantable firmeza. Su principal virtud consistió en asumir la resistencia, cualidad que lo asemeja a otros próceres mexicanos como Vicente Guerrero -quien con tal atributo logró participar en la consumación de la Independencia- y Benito Juárez, que, gracias a la fortaleza en la resistencia, supo reconquistar, para México, la soberanía.
Zapata rehusó vincularse a Carranza, pero fincó su alianza con Villa, aun cuando entre las aspiraciones zapatistas continuaba ocupando lugar prioritario la vindicación de los campesinos y la restitución de sus tierras.
En lo que concierne a calidad de ideas y temple de ánimo, no se encontraba a la zaga de ninguno de los combatientes de su tiempo. Revolucionario triunfante a veces, fracasado otras, fue implacablemente combatido y perseguido, porque nunca renunció a sus convicciones.
El 11 de abril de 1919, conoció la Ciudad de México la noticia de que, el día anterior, el líder agrarista Emiliano Zapata había sido muerto. Se informó que había encontrado su fin en un combate; sin embargo, se deslizaron palabras que contradecían tal versión y que ponían en entredicho el combate pregonado, esto es, Zapata -se empezó a decir- había caído en virtud de planes especiales. A partir de entonces, se ha tratado de desentrañar y aclarar esos planes.
Los planteamientos iniciales fueron entonces: ¿quién los planeó? y ¿por orden de quién se realizó?
El estigma de los que cometieron traición ha recaído tanto en Venustiano Carranza, Presidente Constitucional en ese entonces, y en Pablo González, encargado de la campaña militar en el Estado de Morelos, el cual había pretendido desde antes pacificarlo con violencia, pese a que allí existía un núcleo muy principal de revolucionarios que peleaban y resistían en nombre de la causa agraria. Pero Pablo González, que fue insensible a esta causa, no pudo aplacar a estas huestes revolucionarias zapatistas, que por lo demás tenían por aliado a un ambiente geográfico exuberante y palúdico que cubría las retiradas y ocultaba las derrotas en las escaramuzas; que contaba con una población civil que los protegía de todas las maneras posibles de las acechanzas militaristas y que, siempre que podían, hostilizaban de todas las maneras posibles a los intrusos.
La realidad era que a pesar de la superioridad militar y a pesar de la implacable persecución no se había logrado derrotarlo ni mucho menos detenerlo. Por eso, ideo asesinarlo y para tal efecto se sirvió del coronel Jesús Guajardo. Tales acciones se desarrollaron con singular precisión.
Es sabido que Guajardo simuló un distanciamiento con las fuerzas constitucionalistas, al mismo tiempo que anunciaba públicamente su disposición para pasarse al bando zapatista. Visto con desconfianza, pero necesitado de hombres, puso a prueba al mencionado coronel pidiéndole que le entregara algunos zapatistas que antes se habían rendido a Carranza. Los jefes constitucionalistas aceptaron tal solicitud y Guajardo mismo aceptó la orden de Zapata de atacar la plaza de Jonacatepec. El mencionado ataque fue un verdadero simulacro. El engaño continuó cuando como prueba de amistad le regaló un caballo que debió ser de finísima calidad para que Zapata lo aceptara. Así, desaparecieron todas las reticencias de éste. Creyó que los propósitos de Guajardo eran auténticos y que no escondía traición alguna.
Sorteadas las pruebas, hubo de venir el acercamiento personal entre ambos personajes, el cual se concretó el 9 de abril de 1919. Al día siguiente, en ocasión de una visita que debería hacer Zapata a Guajardo, el clarín que rindió honores al jefe fue al mismo tiempo la contraseña para disparar sobre él y sus acompañantes. Zapata cayó asesinado en una emboscada, pero ésta fue presentada como combate por los documentos oficiales.
Por la consumación del plan traidor, El Universal felicitó efusivamente a Pablo González y a Jesús Guajardo y, asimismo, profetizó el fin del zapatismo. A su vez, por tales maniobras y su éxito, el presidente de la república, Venustiano Carranza, felicitó a González y ascendió al generalato a Guajardo, a quien entregó un premio de 50 mil pesos oro.
Lo anterior prueba que Carranza estuvo de acuerdo con tales procedimientos. Parlamentarios como José María Lozano y Querido Moheno, brillantes papagayos que habían servido al régimen de Huerta, también se alegraron expresando que la muerte de Zapata era una victoria para el orden constitucional.
En esta falta de sensibilidad para entender lo que representaba Zapata, radicó la debilidad de la Revolución, puesto que no se entendió su lucha ni sus esfuerzos a favor del campesinado. Esta falta de entendimiento costó al pueblo mexicano enormes sacrificios para llegar a hacer valer sus verdaderas aspiraciones que sólo el movimiento zapatista supo interpretar en aquellos días.
A pesar de tales confusiones en el campo revolucionario, jamás dejó de brillar la actividad y el pensamiento de Zapata, el cual llegó incluso a identificar la causa del México revolucionario con la causa de Rusia, entendiendo que ambas representaban la causa de la humanidad y el interés supremo de todos los pueblos oprimidos.
Su memoria pertenece al pueblo, que lo canta en corridos. Ingenuamente, en los campos de Morelos, dicen que no ha muerto, que se le ve cabalgando en las serranías de la región, que los acompaña, los guía y los protege.
Mas tales versiones no alteran la fuerza de la realidad histórica, pero la enriquecen con sus términos y la embellecen con su intención.