La república cartonera
Por Osvaldo Bayer
Los pordioseros son los culpables. Así se defendía en Inglaterra la clase noble y de los nuevos poseedores. Nada menos que 72.000 mendigos fueron colgados y quemados vivos durante el reinado de Enrique VIII. Isabel, su hija, que vale en la historia como de alta cultura, le ganó en mendigos ejecutados. Pero lo mismo ocurrió en el resto de la Europa cristiana de esa época. Los mendigos sin permiso eran castigados a látigo por resolución oficial y se les quemaba el lóbulo de la oreja izquierda (remarco, izquierda), la cara o la frente. El acto se bendecía con la cruz, estaba Dios presente, fuente de toda justicia. Si se los encontraba mendigando de nuevo se los quemaba vivos, como a las brujas de la Inquisición. Acaba de salir un estudio magnífico del sociólogo alemán Oskar Negt de cómo siempre las sociedades trataron de echar la culpa a los más débiles o a los más rebeldes. La explicación verdadera, en cambio, de por qué existían tantos mendigos era la falta de trabajo. Las tierras eran ocupadas por los señores, los "caballeros bandidos" y después "los señores de la tierra" o los "estancieros", en latitudes más australes. Lo dijo el sabio Tomás Moro. Decía él: "A los Señores, nombrados por el rey, o por sus propios robos no les alcanza vivir con todo lujo y ser inútiles para la sociedad. Quieren más: no dejan ningún pedazo de tierra para la comunidad, le meten alambrado a todo, tiran abajo las viviendas de los campesinos, lo único que dejan son las iglesias, que bendicen el cambio".
Siempre fue así, hasta hoy, en la Argentina que ahora ha elaborado la tesis callejera de que la culpa de lo que pasa la tienen los piqueteros. Un taxista, en Buenos Aires me explicó una tesis un tanto modernista: me dijo que había que combatir a los piqueteros y apoyar a los cartoneros. Ahí está la clave, me decía, dándose vuelta para mirarme atrás en una maniobra un tanto peligrosa. Tímido, me atreví:. "Creo que entonces nos convertiríamos en una sociedad cartonera". "Sí, pero no tendríamos desocupados", me respondió triunfante el hombre del volante sonriendo engolosinado con su clave sociológica. Pensé en la solución de Enrique VIII.
Aquí, en Alemania, se han cumplido cien años de la matanza de los africanos hereros por parte del ejército alemán. Recién en la Primera Guerra Mundial, Alemania perdió sus colonias. Antes dominó con mano de hierro –a la altura de Inglaterra, Francia y Holanda– sus colonias allende los mares. Los hereros son un pueblo africano que ocupa lo que hoy se llama Namibia. Cuando fue colonia europea, fueron explotados por el capital de los más conocidos grandes consorcios alemanes. Hasta que en 1904, el valiente pueblo herero no aguantó más y se levantó en rebelión contra la esclavitud. Inmediatamente el ejército alemán ocupó posiciones y comenzó una matanza. Increíble. A cañonazos, máuser y ametralladoras. Cayeron hombres, mujeres y niños africanos. Las armas fueron empujando al pueblo desarmado hacia una región sin agua. La gente murió de sed. Uno de los grandes crímenes de la historia. El espanto. El general von Trotha escribió estas palabras inolvidables: "Todo herero, tenga un fusil o ganado, será fusilado. Yo ya no separo ni a mujeres ni a chicos, los empujo hacia sus hombres o directamente los fusilo". Digámoslo: una bestia uniformada occidental y cristiana. De 80.000 hereros quedaron sólo 16.000. Es que en esa región había minas de cobre. Las grandes empresas alemanas se enriquecieron.
Se acaba de hacer un acto: el embajador alemán pidió disculpas al pueblo herero por la masacre. Se pagará un suma de dinero como indemnización pero irá en forma de ayuda para el desarrollo.
En Alemania nadie recuerda hoy a los militares que hicieron la masacre de hereros. Sólo se puede encontrar esta placa en el interior de la Catedral de Hamburgo, San Michaelis. "Murieron por el Káiser y el Reich" y luego el nombre de los autores de la masacre. La iglesia con ellos, el pensamiento cristiano con ellos. Las grandes empresas beneficiarias no guardan el más mínimo reconocimiento por sus benefactores uniformados.
Pero si los alemanes tienen la masacre contra los hereros, un pueblo autóctono que vivía en su propia tierra, los argentinos tenemos lo nuestro. Se exterminó a los pueblos auténticos de las pampas –perdón, el genocida Julio Argentino Roca los llamaba los "bárbaros", los "salvajes"—, y nosotros a los exterminadores los llamamos nuestros héroes.
Por supuesto, ninguno de nuestros gobiernos ha intentado ni siquiera pedir perdón a los habitantes originales por la matanza y la quita de sus tierras llevadas a cabo por los blancos cristianos. No, nada de eso. El centenario de la Campaña del Desierto fue recordado con unción por la dictadura de Videla, a lo que se adhirió la Iglesia Argentina. En los actos estuvo presente el ministro Martínez de Hoz, bisnieto de aquel estanciero Martínez de Hoz que en una carta al general Roca urgía la eliminación del indio. Quería más, más tierras. El bisabuelo: promotor del genocidio indígena, el bisnieto, ministro de Economía de la dictadura desaparecedora. Todo en su lugar y a su debido tiempo. La familia Martínez de Hoz representa nuestro modo de ver progresista de la historia. De paso el general Roca se quedó con treinta mil hectáreas de campo. Los argentinos sabemos premiar a nuestros prohombres. Y justo allí, en pleno centro está Roca en su brioso caballo. Está cuidando como un santo que el sistema no se mueva ni un ápice. Basta ver nuestra realidad del sur: cómo hoy todavía se va quitando la poca tierra de los mapuches. Viene el empresario de Buenos Aires representante de una firma europea, habla con el político, el político con el juez, el juez con la policía y ya está: se desaloja a las familias originarias. En nombre de la democracia y del general Roca. Si quieren protestar, que protesten, la tierra es para el "capital extranjero y los inmigrantes" como dijo el general Roca en su famosa intervención en el Congreso nacional cuando anunció con clarines y banderas el fin de la campaña contra el indio. Hoy, hoy mismo, en villa La Angostura acaba de ocurrir eso. En la comunidad Paichil Antriao. Una tierra que desde siempre pertenece a la comunidad mapuche. Y en incontables lugares de la Patagonia neuquina, rionegrina y chubutense.
Con todos estos usurpadores del derecho estamos llegando a ser la república cartonera. Con ese Martínez de Hoz que continúa sonriente con la tradición de su bisabuelo, aquel José Martínez de Hoz que urgía en misivas urgentes a nuestro general Roca a terminar con "el indio salvaje". Tradición y Propiedad. Cartoneros, sí, ¿por qué no? ¿Pero piqueteros? No. Ojo. En su formación tienen algo de parecido con aquellos ranqueles que cantaban en el casco de sus caballos el himno de la libertad al atravesar las pampas de sus antepasados.
Los alemanes pidieron perdón a los hereros. Nosotros vemos con placer que el corcel del general Roca está cada vez más brioso en su bronce y que Martínez de Hoz sigue administrando los campos ranqueles obtenidos en el pillaje de su bisabuelo. Sí, el ex ministro de los desaparecedores tendrá un buen pasar bendecido por el Dios que acompañó a las huestes de Roca, el triunfador por excelencia. Hemos llegado así a ser la República cartonera.