Latinoamérica
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El diálogo imposible
Daniel Gatti / Ivonne Trías
Becha
En estos días en que la información transita a ritmo de vértigo, circulan datos
que parecen destinados a impedir los avances que en materia de derechos humanos
se vienen procesando desde el 1 de marzo.
Hace más de una semana, el diario Clarín de Buenos Aires afirmó que el
secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández, había participado en los
informes que los mandos de las tres armas le entregaron al presidente Tabaré
Vázquez el lunes 8, a fin de asegurarse de que no hubiera descoordinaciones.
Consultado por BRECHA, Fernández negó esa participación. También la semana
pasada el abogado Carlos Ramela, que fue asesor del ex presidente Jorge Batlle y
su referente ante la Comisión para la Paz, sugirió que había existido una
negociación con los militares para que éstos aceptaran brindar datos sobre el
destino de los desaparecidos. Pocos días después, Vázquez negó en una reunión
del Consejo de Ministros que hubiese habido tal pacto. En la misma oportunidad,
aclaró que el Poder Ejecutivo no intervendrá en los casos de extradiciones, que
son materia exclusiva y excluyente del Poder Judicial.
Ayer jueves, otra vez Clarín volvió a la carga, afirmando que el gobierno
uruguayo tiene –o había tenido– en preparación una "ley de amnistía" a los
militares que Vázquez se proponía presentar nada menos que el 10 de diciembre,
Día Internacional de los Derechos Humanos, en un acto en el que aparecería
flanqueado por los comandantes de las tres armas. El operativo –que habría
fracasado porque todavía no se encontraron los restos de María Claudia García de
Gelman, una pieza clave en el dispositivo de punto final– incluía igualmente la
difusión, en los días previos, del "libro blanco" sobre los años de plomo que
están elaborando los historiadores Álvaro Rico, Gerardo Caetano y José Pedro
Barrán a partir de los archivos de la cancillería. Clarín dijo que esas
versiones le fueron trasmitidas por "una alta fuente" del Partido Nacional. De
inmediato, todos los actores presuntamente involucrados (gobierno, blancos,
historiadores) negaron rotundamente la existencia de tal plan.
Pero antes había saltado a la palestra el comandante de la Armada, Tabaré Daners,
proponiendo poco menos que un cierre anticipado de "aquellas páginas negras de
la historia" uruguaya –y por supuesto de las investigaciones en curso y de
cualquier intervención judicial– con la realización de una suerte de mesa de
diálogo entre "combatientes" de ambos "bandos" en la que unos y otros admitieran
sus pecados e hicieran acto de contrición. El capitán Jorge Tróccoli, confeso
torturador, se lanzó prestamente a apoyarlo, y recordó de paso que a él también
se le había ocurrido una ideílla muy, muy similar allá por el año 1996, que
había patentado en su libro La ira de Leviatán.
Por último, en las semanas pasadas se pusieron en circulación otras
contribuciones a este pequeño circo. Sergio Molaguero, actual diputado por el
Partido Colorado, "motivado" por un estado del alma colectivo que vuelve creíble
para todos que las aberraciones cometidas por las Fuerzas Armadas –y denunciadas
una y otra vez desde hace muchos años– efectivamente existieron, pretendió
aportar su óbolo al operativo "sinceramiento de unos y otros" narrando las
torturas a las que dice haber sido sometido por un comando de la Organización
Popular Revolucionaria 33 que lo mantuvo secuestrado durante 69 días en 1972.
Jorge Vázquez, hermano del presidente de la república y acusado por Molaguero de
haber organizado esa acción, debió salir a desmentir esos supuestos actos
aberrantes. Paralelamente, un libro del periodista Álvaro Alfonso, Buscando a
los desaparecidos, escrito con la pluma fina y sutil de que suelen hacer gala
los portadores de uniforme, más que contribuir a la información sobre el
"proceso de desarticulación" del Partido por la Victoria del Pueblo en Buenos
Aires que anuncia en su publicidad, retoma de tal manera las versiones manejadas
por los servicios represivos que convierte a aquellos hechos en un gran lodazal
en que terminan revolcados unos y otros, sin distinción alguna entre víctimas y
victimarios.
Como si de chiquero se tratara, en definitiva, todo esto.
DE VERDAD. La verdad sobre los crímenes de la dictadura anduvo, como topo, por
intrincados caminos. Cada vez que asomaba era mal recibida, por irreconocible,
por cegadora, por inoportuna, por inconveniente.
Asomó en los primeros comités de familiares de presos y en las denuncias de las
madres, apenas ocurridas las desapariciones de sus hijos. En las denuncias de
las primeras organizaciones de derechos humanos sobre desapariciones, torturas,
muertes en las cárceles.
Asomó desde el primer momento en que la prensa recuperó la libertad.
A veces aparecía con elementos que en condiciones normales producirían
escándalo, pero sin producirlo. Como cuando una investigación administrativa en
el Ministerio de Relaciones Exteriores dio por resultado un gigantesco
expediente que documentó, sin lugar a dos interpretaciones, la intervención del
ministro Juan Carlos Blanco en el destino final de Elena Quinteros, todo
publicado in extenso por BRECHA y La República.
O cuando la revista Posdata (11-IV-97) puso en tapa el rostro de un ex soldado
uruguayo afirmando "Yo los enterré" y reiterando una declaración brindada en
1985 según la cual él y otros soldados habían enterrado presos en el Batallón 13
de Infantería, en 1976.
La verdad pugnó por aparecer cuando BRECHA (26-VI-98) obtuvo y publicó un
documento oficial (véase foto) del Ejército argentino con la ficha de detención
de los uruguayos Jorge Zaffaroni y María Emilia Islas, padres de Mariana. En el
documento figuraba, entre otros datos implacables, que el matrimonio, de 23
años, fue entregado a la OCOA el 28 de setiembre de 1976, que la orden de
detención tenía origen exterior (de otro país) y que no hubo "depósito" sino
"traslado inmediato". Según el ex militar argentino Orestes Vaello –en
declaración voluntaria a la Conadep en 1984–, Zaffaroni "fue interrogado por
gente de servicios de inteligencia uruguaya conjuntamente con gente del side y
luego se le dio destino final –muerte–".
Son unos pocos ejemplos elegidos para ilustrar el intrincado camino que ha
seguido la verdad hasta lograr, por primera vez en varias décadas, impactar
masivamente en la población.
Hay que reconocer que este negacionismo no fue espontáneo y que así como hubo
una denuncia continua de estos crímenes, hubo también una campaña continua de
miedo, de descrédito de las denuncias, de silencio (véase nota sobre Sanguinetti).
No sólo en los primeros años posdictadura. Ya en el presente siglo, después de
cuatro gobiernos elegidos, se creó una Comisión para la Paz que siguió negando.
NO SABÍAMOS. Hay experiencia internacional en este tipo de resistencia a asumir
verdades tan crudas. Nadie puede creerlo pero los alemanes pudieron decir y
decirse que no sabían lo que ocurría en los campos de concentración nazis, e
"ignorar" hasta la existencia misma de esos campos, con sus torres humeantes y
sus miles de prisioneros. Si esos mecanismos fueron aptos para negar crímenes de
aquella magnitud, cómo no habrían de serlo para disimular la tragedia en las
dimensiones uruguayas.
Pero, como dice un sabio por experiencia como Jean Améry "es un derecho y un
privilegio del ser humano no mostrarse de acuerdo con todo acontecimiento
natural y, en consecuencia, tampoco con la curación biológica provocada por el
tiempo. Lo pasado pasado está: esta expresión es tan verdadera como contraria a
la moral y al espíritu... El hombre moral exige la suspensión del tiempo; en
nuestro caso, clavando al malhechor en su fechoría".*
Hoy, no se sabe si por la sorpresa que produjo la Fuerza Aérea admitiendo ese
crimen de lesa humanidad que lleva el poético nombre de "El segundo vuelo", de
pronto las imágenes de terror que fueron patrimonio exclusivo de las víctimas,
se presentan en público.
Ya no se trata pues de algunos pocos que "no aguantaron los apremios físicos" y
fallecieron en unidades militares. Se duplica el número de asesinados, y se
verifica la intencionalidad por su captura y traslado internacional.
Entonces los más jóvenes se preguntan cómo es posible que haya sucedido algo así
y, lo que es peor, se preguntan cómo pudo suceder algo así sin castigo, sin
reacción social, cuando hoy se penaliza hasta el "faso".
Los vecinos se enteran de que junto a su casa vive alguien que estuvo preso,
exiliado, o que tiene familiares desaparecidos, y reaccionan de múltiples
maneras. Unos preguntan con avidez, otros increpan –"por qué nunca dijeron
nada"– otros desconfían –"y éste qué habrá hecho para sobrevivir cuando otros
murieron"–, unos pocos aceptan que tenían miedo o no querían creer lo que oían.
En suma, es un momento de fragilidad emocional colectiva.
DIALOGUEMOS. Entonces, puesto que el estado de sorpresa y horror puede derivar
en una exigencia de justicia, los que saben diagnosticar estados de ánimo
colectivos echan mano de somníferos viejos como el mundo.
"Todos somos responsables", dice el propio presidente de la República. Asumamos
nuestra cuota de culpa y perdonemos, dicen otros. Instalemos una mesa de
diálogo, de un lado los criminales de Estado, del otro los sobrevivientes.
En Chile, tras el trabajo de la comisión Rettig de 1991, que establecía
reponsabilidades institucionales en los crímenes de las fuerzas armadas durante
la dictadura, se instaló también una mesa de diálogo varios años después. Pero
esta mesa no fue capaz de condenar el golpe de Estado como condenaba la
violencia política anterior a 1973 considerándola causal del golpe. Así, la mesa
de diálogo chilena responsabilizaba de los crímenes de la dictadura a las
víctimas, por haber provocado o por no haber evitado la violencia predictatorial.
Aceptaba el secreto de las fuentes. Renunciaba, en una palabra, a la dimensión
jurídica imprescindible.
Pensar en un diálogo de este tipo, cuando recién aparece la punta del iceberg de
lo que sucedió en Uruguay, es una invitación a renunciar a la verdad y, por
supuesto, a la justicia.
No sólo falta el dato esencial del paradero de los desaparecidos. Falta el
reconocimiento fundamental de que en Uruguay hubo una política de Estado
criminal que debe ser colocada en el plano jurídico, y no sólo moral, como
política de lesa humanidad. La acción represiva en sí, las torturas masivas y
sistemáticas, los secuestros, asesinatos y desapariciones, las extorsiones y los
robos, pero también el silencio de las autoridades de gobierno sobre tales
acciones, requieren una sanción jurídica "porque tal es la consecuencia
irrenunciable y no negociable que recae sobre la violación de los derechos
humanos".**
Una mesa de diálogo en el estado actual del mal sólo validaría una cultura de
convivencia sin justicia, sin cambio respecto a lo que se ha practicado hasta el
presente.
La cerdita apostada frente al Palacio Legislativo se llama Dialoguemos. Pero
está fuera de lugar.
* Jean Améry, Un intelectual en Auschwitz.
** Alberto Espinoza Pino, abogado chileno."