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Matanza de Cayara, ¿también sin sanción.?
Gustavo Espinoza M. (*)
Estábamos en una sesión de Diputados la tarde del martes 17 de
junio de 1988 cuando Germán Medina, entonces parlamentario por Ayacucho,
informó a un pequeño grupo de integrantes de la Comisión de Derechos
Humanos de la Cámara que había recibido una llamada telefónica del alcalde
de Huamanga Fermín Azparrent denunciando una matanza ocurrida poco
antes en Cayara, un poblado perdido en la serranía ayacuchana. Como
la información carecía de datos precisos, optamos en ese instante
por no proporcionar la versión a la prensa. Queríamos confirmar hechos,
antes de denunciar lo que ya se perfilaba como una cruel matanza
similar a las ocurridas en el periodo en distintos lugares del país.
Cuando al día siguiente tuvimos elementos más concretos, expusimos
el caso ante algunos medios y optamos por partir rumbo a Huamanga para
viajar luego a Cayara.
Esa fue ciertamente una de las experiencias más dramáticas de
nuestra gestión parlamentaria bajo el gobierno de Alan García Pérez.
Apenas arribamos a Huamanga iniciamos indagaciones y concretamos
informes preocupantes. Las autoridades del Cuartel "Los Cabitos" se
negaron a proporcionarnos versión alguna, pero en las miradas
sombrías y en el rechazo sordo de los oficiales leímos lo que
debíamos saber: en efecto, habían ocurrido a 150 kilómetros de Huamanga
los hechos que nos trajeron de la capital.
Partimos entonces rumbo a la zona afectada, en la tolva de un
pequeño y viejo camión azul, acompañados por modestos campesinos -hombres
y mujeres- que presumiblemente ni nos conocían. A las cuatro de la tarde
del viernes 20, con intensa lluvia, salimos rumbo a Cangallo y tomamos los
escarpados atajos por los que se desplazó con enorme dificultad el
vehículo que nos transportaba. Casi en silencio, íbamos, en efecto Yehude
Simon, Jorge Tincopa, Arístides Valer, Jorge Medina y quien escribe
estas líneas, con el propósito de llegar a Cayara y verificar los hechos
de los que teníamos referencia casi confirmada. En la cabina del camión,
viajaba con nosotros el Fiscal Carlos Escobar Pineda, del Ministerio
Público, y Javier Diez Canseco, el único el senador que nos acompañó en
la ruta.
En seis horas cubrimos la ruta que separa Huamanga de
Cangallo. Alrededor de las diez de la noche arribamos a esa ciudad donde
fuimos recibidos con una infernal balacera. Como ella resonaba
en la oscuridad de la noche, pero no nos afectaba directamente, llegamos
hasta el ingreso de la población, donde fuimos interceptados por una
patrulla militar que pretendió impedir nuestra visita. El oficial al mando
de la tropa nos aseguró que estábamos "rodeados por senderistas" y que
nuestra vida "corría peligro", que era mejor que no continuáramos viaje.
Optamos por pernoctar en Cangallo y la clarear el sábado 20 salimos de
allí rumbo a Cayara por la ruta de Pampa Cangallo y Huancapi. En
tres ocasiones más fuimos retenidos por patrullas militares que
insistieron en impedir la concreción de nuestro objetivo con las mismas
amenazas: nuestras vidas corrían serio peligro porque Sendero "tenía el
control de la región,". No obstante, seguimos adelante hasta que a las 3
de la tarde del sábado 20, estuvimos en el acceso a Cayara. Allí
vencimos la última resistencia militar - una fila de doce soldados que
bloqueaban nuestro camino- e ingresamos hasta llegar a la Plaza del
poblado. En la tarde y en la noche el Fiscal Escobar tomó prolija cuenta
de los hechos y recogimos todos la versión de lo ocurrido.
Supimos entonces que nueve días antes, el viernes 13 de mayo, con
motivo de celebrarse el Día de la Virgen María, el pueblo estaba de
fiesta. Hubo música, baile, comida y licor en abundancia. Y gran
alegría. Nadie presagiaba que esa sería la última fiesta del periodo y que
la alegría desaparecería por largo tiempo del rostro de la gente.
Esa noche un convoy militar integrado por tres vehículos viajaba de
Erusco a Huancapi. Cuando las unidades militares pasaban por la carretera
en las cercanías de Cayara, se oyeron explosiones y disparos. El
vehículo de comando alcanzó a pasar, pero el segundo, en el que viajaba el
capitán de infantería José Arbulú Sime, fue impactado por descargas
que segaron la vida del oficial y tres soldados. En pocos minutos se
produjo una suerte de zafarrancho de combate en la oscuridad de la
noche, pero en el camino sólo quedaron regados el vehículo siniestrado y
los cuerpos de las víctimas. Nadie supo cómo fue el ataque ni quiénes lo
hicieron. Los soldados que sobrevivieron -viajaban cuatro en cada
vehículo- se comunicaron por radio con sus superiores y reportaron lo
ocurrido. Partió de inmediato la orden de respuesta: Todas las
patrullas que operaban en la zona debían dirigirse a Cayara. Así los
destacamentos conocidos como Lince, Otorongo, Zeta, Cobra, Leopardo,
Pantera y algunas más enfilaron hacia el poblado y llegaron a él a
las 9 de la mañana del sábado 14 para el inicio de una brutal matanza. El
General José Valdivia Dueñas ordenó el operativo y lo jefacturó.
Sólo al ingresar al pueblo los soldados mataron a Anastasio Asto,
el primero al que encontraron regresando a su casa en estado de ebriedad.
Cuando llegaron al centro del poblado, sólo hallaron mujeres. Por
ser día de faena, los campesinos habían bajado a la zona de Cceschua para
el trabajo de la tierra. Los soldados ingresaron al templo, y allí
vieron a cinco personas que estaban desmontando el altar de la Virgen
paseada la tarde anterior. Luego de cerrar la Iglesia, los uniformados
procedieron a interrogar, torturar y finalmente matar a a quienes
habían encontrado allí. Desde fuera de la Iglesia, las aterrorizadas
mujeres alcanzaron a oír los gritos desesperados de los campesinos que,
apremiados por sus captores, no alcanzaban a admitir la culpa de
hechos que decían desconocer.
Después, los uniformados bajaron a la zona de Ccechua, donde
encontraron a los campesinos a los que hicieron formar. Después de
interrogarlos en torno a los sucesos de la noche anterior y de
recepcionar respuestas negativas respecto a la supuesta participación de
vecinos de Cayara en ellos, optaron por desnudarlos. Luego, los
obligaron a tirarse al suelo boca abajo, les colocaron pencas de
tuna en la espalda, los pisaron y luego -en medio de gritos y amenazas-
los fueron matando con arma blanca. Después continuaron otros crímenes
hasta dejar una estela siniestra: 32 muertos en las laderas de
Cayara.
El domingo 22 de mayo, con los testimonios de los sobrevivientes
tomados con escrupulosa responsabilidad por el Fiscal Escobar, optamos por
abandonar el poblado. Poco antes de partir supimos que un helicóptero
militar había llegado a la región: el Presidente García, noticiado de
nuestra presencia en Cayara, había optado por arribar a la zona y
hacer sus propias indagaciones. Nosotros, entre tanto, retornamos
prestamente a Lima luego de una breve escala en Huamanga. Y esa noche, por
gentileza del programa televisado de César Hildebrandt, tuve la ocasión de
proporcionar al país la versión personal y documentada de los hechos.
Los sucesos de Cayara fueron luego confirmados por la Comisión
Verdad y Reconciliación, creada en el año 2001, y hoy están para deslinde
judicial en tribunales ordinarios. La jueza Miluska Cano, por lo
pronto, exculpó de responsabilidades a Alan García que interrogó a
testigos, todos los que luego aparecieron muertos, y encubrió a los
asesinos. En el Congreso, una Comisión del senado absolvió a los
militares asegurando que habían sido víctimas de una "incursión
senderista" y se habían visto obligados a "repeler el ataque". Se supo
después que el informe de esos senadores encabezados por el líder
aprista Carlos Enrique Melgar, había sido preparado en las oficinas del
Servicio de Inteligencia Nacional y visado por el Presidente García antes
de ser entregado a la Cámara para su aprobación.
Lo que ha ocurrido hoy por la decisión de la jueza Cano ha sublevado la
conciencia de quienes conocen el tema. Diversos organismos
especializados y los campesinos de la zona han demandado que se amplíe la
investigación y que se involucre en los delitos tanto a García, como a los
senadores que encubrieron los hechos. El propio Fiscal Escobar, que debió
salir del país para proteger su vida en esa aciaga etapa, ha insistido en
la necesidad imperiosa de ese deslinde y ha subrayado que, en efecto,
incluso meses después de los sucesos de Cayara, los testigos, uno a uno,
fueron siendo asesinados en la región y en otros lugares del país. Para
acreditarlo, ha proporcionado a la justicia la identidad de las víctimas.
Aunque los uniformados, el más importante de los cuales es el
general José Valdivia Dueñas, están con orden de captura, se prevé que
ocurra con él lo mismo que con José Williams Zapata, y que,
finalmente, el caso quede sin sanción. Ahora, que está de moda la
impunidad, el hecho puede repetirse. Es deber de la todos impedirlo.
(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera