Latinoamérica
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El caso María Claudia García
Marco Antonio Campos nos habla de Marcelo Gelman y de María Claudia García
Irureta Goyena, jóvenes argentinos asesinados por la barbarie de los milicos de
la Operación Cóndor. Los argentinos han encontrado varias vías de denuncia de
los crímenes "para que no haya perdón ni olvido". En cambio, los uruguayos,
hundidos en la hipocresía, no han querido profundizar en las investigaciones y,
en el caso de María Claudia, asesinada y enterrada en Montevideo, afirman no
haber podido "aclarar algunas contradicciones en cuanto a su destino final".
Marco Antonio Campos
Letras urgentes
La Jornada
La hipocresía y la simulación del gobierno uruguayo
El triunfo de la revolución cubana hizo fecundar la idea en los años sesenta y
setenta en el subcontinente latinoamericano, desde México hasta el Uruguay y la
Argentina, del poder de las guerrillas urbanas y rurales para los cambios de
gobierno. Fidel Castro, pero sobre todo el Che, creían en una
internacionalización de la guerrilla como una vía para echar abajo los regímenes
burgueses y minar el imperialismo estadunidense. Basta recordar la famosa frase
del Che: "Hay que crear uno, dos, muchos Vietnams." Una gran excepción era
Chile: el ascenso de Salvador Allende en 1970 nos dio la ilusión y la creencia a
muchos jóvenes de un socialismo democrático, o como se decía entonces, de un
socialismo con rostro humano.
Pero los principios de los setenta eran un mal momento para el desarrollo de los
regímenes de izquierda en América Latina. Con la llegada en Estados Unidos a la
presidencia de Richard Nixon y a la Secretaría de Estado de Henry Kissinger, dos
furibundos anticomunistas, se estimuló a las fuerzas armadas de varios países
latinoamericanos para contener lo que se veía como un avance del comunismo. La
respuesta fue desproporcionada: se exterminó a mucho de lo mejor de las
sociedades latinoamericanas de entonces. Vaya paradoja: Kissinger, uno de los
mayores criminales de los últimos cincuenta años, recibió por sus supuestos
méritos para terminar una guerra que iba perdiendo Estados Unidos el Premio
Nobel de la Paz. A veces hay justicia poética: ahora, por el miedo de ser
aprehendido y encarcelado por sus delitos, después de ser citado y buscado por
la justicia francesa, chilena y argentina, Kissinger no se atreve a poner un pie
fuera de las fronteras de Estados Unidos.
En 1973 empezó la larga noche sudamericana. En otros países, que serían luego
parte de la Operación Cóndor, como Paraguay y Brasil, ya existían gobiernos
militares. Pocos imaginaron su prolongada duración y su espesa oscuridad. En ese
1973, ante el caos político y económico, creado por malos regímenes democráticos
y por la acción de la guerrilla tupamara, los militares uruguayos dan el golpe
de Estado, y en Chile, la junta militar, encabezada por Augusto Pinochet,
apoyada por Estados Unidos, la Democracia Cristiana y el terrorismo empresarial
de Patria y Libertad, derroca a Salvador Allende. En 1974, a la muerte de Juan
Domingo Perón, sube al poder su viuda Isabelita. En su breve mandato, dirigida
por su ministro de Bienestar Social, José López Rega, actúa indiscriminada e
impunemente la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), que empieza la
sistemática eliminación de militantes de izquierda.
Los Montoneros cometen el gravísimo error de irse a la clandestinidad y volverse
una guerrilla activa. El Ejército Revolucionario del Pueblo no mide la
desproporción de fuerzas frente a los militares. El 24 de marzo de 1976 la junta
militar, encabezada por el general Jorge Rafael Videla, toma el poder. Los
derechos humanos pasan a la bodega de las cosas desechables e inútiles. Se
planifica con minuciosa crueldad el terrorismo de Estado. En cosa de siete años
(1976-1983), en el periodo llamado el Proceso, las fuerzas armadas argentinas
(la peor rama fue la Marina), matan y desaparecen a cerca de treinta mil
personas. Por una "idea" de Pinochet y de su jefe de carabineros, Manuel
Contreras, y estimulada por Henry Kissinger en nombre de la Doctrina de la
Seguridad Nacional, nace la Operación Cóndor, que internacionalizaría el
terrorismo de Estado. Forman el grupo Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y
Paraguay. La información fluye. Las policías de cada país pueden pasar a los
otros, para aprehender, torturar y matar a militantes y disidentes peligrosos o
a aquellos que creen que lo son.
En ese marco de persecución desenfrenada y delirante es aprehendida por los
Grupos de Tarea en agosto de 1976 en la ciudad de Buenos Aires una joven pareja
de casados: Marcelo Gelman, de veinte años, que tenía alguna experiencia en
agrupaciones de izquierda, y María Claudia García Irureta Goyena, de diecinueve,
que no tenía nexo con nada, quienes son conducidos a Automotores Orletti, uno de
esos cuchitriles inmundos que sirvieron como centros clandestinos de detención
en Buenos Aires en los años de infamia y de horror y donde eran hacinados los
disidentes y los supuestos disidentes. Luego de un cambio de centro de detención
a fines de septiembre, a principios de octubre le dan a Marcelo un tiro en la
nuca y meten su cuerpo en un tambo de 200 kilos de grasa, con cemento y arena,
que arrojan en un río cercano a Buenos Aires.
¿Pero cuál era el crimen de María Claudia? No hay otro: ser en aquel momento,
terriblemente equívoco, joven, bonita y tener un embarazo adelantado, es decir,
la imagen ideal para un matrimonio estéril. La muchacha no tenía la menor
importancia política para la dictadura uruguaya, nada tenía que ver con la
subversión. Un jefe de la policía uruguaya, que no tenía hijos, quiso darle un
"regalo" a su esposa. María Claudia es trasladada a Montevideo con una preñez de
ocho meses y medio. Se le encierra en la cárcel. Tiene a la hija a principios de
noviembre y dejan que la amamante durante dos meses y medio. Entonces le
arrancan a la hija y la joven corre un destino idéntico al de su joven marido...
pero es enterrada en Montevideo. El jefe de policía uruguayo, por medio de un
artilugio elemental (la niña aparece una noche de mediados de enero en una
canasta frente a la puerta de su casa), hace el "regalo" a su esposa.
Con todo lo ferozmente atroz de los hechos, países como Argentina y en menor
medida Chile (aunque más tardía), hicieron la crítica de su pasado reciente. No
es posible la reconciliación si no hay una revisión clara y una delimitación
precisa de los hechos para que la justicia hable.
No es posible ver hacia el futuro si en el presente el camino por el que se va a
pasar está lleno de sombras. Miembros de las juntas militares argentinas, algo
que no había ocurrido nunca, gracias a la valentía del presidente Raúl Alfonsín,
pasaron años en la cárcel en la década de los ochenta hasta que se dictaron,
bajo enormes presiones, la ley de Obediencia Debida y la ley de Punto Final;
algunos de esos capos militares han vuelto ahora, por delitos que no prescriben,
al arresto domiciliario. Por su lado, gracias a la orden de arresto dictada por
el juez español Baltasar Garzón, Pinochet pasó más de un año en arresto
domiciliario en la ciudad de Londres.
Aun los argentinos han encontrado a lo largo de los años varias vías de denuncia
–penales y publicitarias (filmes, libros y pintas y carteles callejeros)– para
que no haya perdón ni olvido. Los generales del periodo oscuro, sin autoridad
moral, apenas si han podido levantar la cabeza. Pero desde la vuelta de los
civiles en 1985 los uruguayos han visto escasamente el penoso invierno militar
de doce años. Debe decirse en mínimo descargo de los militares uruguayos que,
comparados con los argentinos, los chilenos, los paraguayos y aun los mexicanos,
fueron como palomas mensajeras de la paz. Frente a los treinta mil desaparecidos
argentinos en los doce años de dictadura uruguaya desaparecieron 176 uruguayos,
ya en el propio país, ya en Chile, ya en Argentina, ya en Brasil. Sin embargo,
los gobiernos uruguayos civiles posteriores se negaban a aceptar que hubiera
habido crímenes y desaparecidos en el periodo de la dictadura. Les costó
trabajo; tardaron casi diecisiete años en hacerlo. Sólo hasta hace poco se creó
la Comisión para la Paz, que preside Carlos Ramela como representante directo
del presidente Jorge Batlle, pero que carece de poder coercitivo para presionar
a los militares ni sus recomendaciones tienen una mínima capacidad ejecutoria.
Hace unos días, en un informe oficial, la Comisión declaró que de las treinta y
dos denuncias presentadas se comprobó en veintiséis lo que pasaba siempre con
los desaparecidos: se les detuvo ilegalmente, se les torturó y se les mató en la
mesa de torturas.
Ramela, en una referencia especial, dijo que en el caso de la desaparición de
María Claudia García Irureta Goyena de Gelman, por desgracia "no hemos podido
aclarar algunas contradicciones en cuanto a su destino final". ¿Cuáles
contradicciones? Pese la aseveración poco ingeniosa y mucho menos creíble de los
militares uruguayos de que la muchacha fue llevada de nuevo a la Argentina,
María Claudia, como no lo desconocen Batlle ni Ramela, está enterrada en
Montevideo. Como es sabido, el presidente Batlle dijo al senador Rafael
Michelini (éste lo declaró ante la justicia argentina) que un capitán de la
policía militarizada uruguaya, Ricardo Medina, era quien le había dado el tiro
en la nuca a la muchacha. Sin embargo (advirtió) no pensaba elucidar el caso
porque no estaba dispuesto a darle a un argentino, en este caso el poeta Juan
Gelman, lo que no iba a darle a los uruguayos.
El gobierno uruguayo debe dejar su política de hipocresía y simulación y
afrontar los hechos como son. Saben dónde están los restos de la muchacha. Deben
entregarlos para que se les dé cristiana sepultura y no se ignore que algún día
una muchacha de diecinueve años existió, y que fue ultimada por ser joven y
bonita y tener una hija que podía serle arrebatada para dársela a un jefe de
policía uruguayo, es decir, uno de los muchos que dirigían la represión y
encarcelaban y mataban y desaparecían en aquellos años a los que no pensaban
como ellos.