VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Latinoamérica

La oligarquía de siempre

Editorial de La Jornada

Los 360 diputados federales ­sus nombres quedan para el registro histórico y social­ que en la tarde de ayer aprobaron la destitución de un gobernante democráticamente elegido legalizaron una conjura que, como se dijo ayer en este espacio, no es sólo contra los derechos ciudadanos de Andrés Manuel López Obrador, los votantes de la ciudad de México y la izquierda democrática y civilista; es, también, y sobre todo, un atentado a las perspectivas de la democracia en el país, una negación de las posibilidades de construir una nación más justa, libre y equitativa por medios pacíficos e institucionales. Es, también, una confirmación del control del país y de sus instancias de poder por parte de una coalición clandestina político-empresarial que tiene como instrumentos al actual grupo gobernante y a las dirigencias priísta y panista y, por medio de éstas, al Poder Legislativo.
El relevo de siglas en Los Pinos no representó, por lo que puede verse a posteriori, más que una simulación de democracia y una sucesión formal que garantizó en todo momento la permanencia de esa coalición en el poder real, y una ratificación de las complicidades eslabonadas entre las presidencias que ha padecido México en las décadas pasadas. Para ilustrar este hecho, cabe mencionar que las responsabilidades criminales del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz nunca fueron castigadas conforme a derecho porque contaron con el encubrimiento de las administraciones sucesivas, desde la de Luis Echeverría hasta la de Vicente Fox; de entonces a la fecha, nuevos crímenes, atrocidades y trapacerías perpetrados desde el poder se han ido sumando al expediente vergonzoso de la impunidad. La más reciente de las transiciones se selló con la renuncia de los priístas a hurgar en los dineros sucios de Amigos de Fox, a cambio de que el actual gobierno encubriera los manejos fraudulentos del Fobaproa, las responsabilidades penales del zedillismo en las matanzas campesinas del sexenio pasado y los robos a las arcas públicas cometidos en el ámbito del Pemexgate.
En este contexto, el derrocamiento disfrazado de procedimiento legal de López Obrador es sólo la más reciente reacción de los dueños reales del país ante el riesgo de que un proyecto popular y nacional alcanzara el poder presidencial y empezara a esclarecer algo de la cadena de complicidades referida. Ante tal eventualidad, la oligarquía político-económica no dudó en recurrir a sus altos funcionarios, sus jueces, sus procuradores y sus diputados para torcer las leyes, pervertir el sentido de la justicia, degradar a las instituciones y cometer un atropello mayúsculo contra la democracia desde las instancias democráticamente constituidas. La Presidencia, la Secretaría de Gobernación, la Procuraduría General de la República, el Poder Judicial y los 360 diputados que aprobaron un dictamen ­absurdo, contradictorio y desaseado­ en favor del desafuero confirmaron que sus verdaderos representados no son los ciudadanos mexicanos, sino los señores del dinero y del poder, quienes actúan, casi siempre y casi todos, sin dar la cara, dejando a otros el trabajo sucio.
No debe omitirse el hecho de que el aspecto mediático de ese trabajo fue puntual y eficientemente realizado por el duopolio televisivo, cómplice y beneficiario de la red de complicidades, que diseñó y ejecutó un operativo de descobertura y desinformación del proceso del desafuero, y que optó por desentenderse de los recientes días críticos en el escenario nacional para volcarse en el monotema de la agonía, muerte y funerales del Papa, con un celo que supera el de los medios oficiales del Vaticano.
El mensaje de clausura de la democracia que el poder real emitió el 7 de abril de 2005 obliga a recordar otros momentos culminantes, cruentos o incruentos, del autoritarismo y la cerrazón, como el 9 de febrero de 1995, cuando el zedillismo emprendió la represión masiva e inauguró la guerra sucia contra la insurgencia indígena zapatista; el 6 de julio de 1988, cuando se cometió un despojo descarado de la voluntad popular; el 10 de junio de 1971 y el 2 de octubre de 1968, cuando se ahogó en sangre los reclamos democráticos de la sociedad. Hay que recordar que en todas esas circunstancias los gobernantes en turno argumentaron, como los de ahora, la "defensa de las instituciones" y "el respeto a la ley", y que en todos esos casos ofrecieron a la opinión pública, como hoy día, minuciosas mascaradas de trámites legales.
Por lo que hace al gobierno de Vicente Fox, el grupo gobernante ha dado un paso sin retorno desde su porfirismo, inepto, reaccionario y más o menos apacible, a una inocultable versión moderna del huertismo. Con ello, la actual Presidencia ha abierto la perspectiva de una transición incierta y descompuesta en la que los protagonistas tal vez sepan lo que hacen, pero de seguro ignoran las consecuencias de sus actos, incluso a corto plazo.
Ante la extrema irresponsabilidad y la ceguera de los poderosos, importantes sectores de la sociedad civil ­no sólo de la capitalina, sino también de otros puntos del país­ salieron en masa a las calles. López Obrador les dirigió un mensaje ejemplar por su determinación, su sentido cívico y su pacifismo. Los congregados respondieron con un entusiasmo y una emotividad pocas veces vistos en actos políticos, pero fueron consecuentes con la petición del mandatario capitalino de mantener la lucha política en el cauce de las leyes y por medios pacíficos. La Asamblea Legislativa del Distrito Federal, por su parte, descalificó, jurídica e institucionalmente, el desafuero, y apeló a la Constitución y a las leyes para mantener en su cargo al gobernante del Distrito Federal. Así, en la confrontación en curso, resulta imposible ignorar de qué lado se encuentra la voluntad de apego a las leyes, y en cuál el designio de distorsionarlas. Cabe esperar que la concentración que tuvo lugar en el Zócalo capitalino sea el punto de arranque de un movimiento ciudadano cuya tarea principal habrá de ser la recuperación de una democracia secuestrada por quienes la utilizaron hace cinco años para alcanzar la Presidencia. Es pertinente hacer votos porque la gente común tenga la lucidez y la responsabilidad que no han tenido los gobernantes en turno, sepa mantener ese movimiento dentro de los márgenes de la legalidad, y logre desarrollarlo por cauces pacíficos.