Internacional
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Los otros tsunamis
Xosé Luís Barreiro
La Voz de Galicia
La tragedia de los Grandes Lagos, cuando hutus y tutsis decidieron arreglar el mundo a machetazos, costó más de setecientos mil muertos, que equivalen a cinco tsunamis bien contados. No fue una plaga del cielo, ya que hubo que matarlos de uno en uno. Tampoco era inevitable. Pero la ONU decidió que era arriesgado meterse en el avispero, y sólo orientó sus esfuerzos a evitar que las imágenes de los cadáveres descuartizados hiriesen nuestra sensibilidad civilizada.
La guerra de Irak sólo equivale a un tsunami. Aunque también en este caso se hizo necesario bombardear, ametrallar y torturar en pequeñas dosis, arrasar ciudades enteras, confundir a niños con sospechosos, y aprovechar las bodas y las oraciones de los viernes para ganar eficacia matarife. Pero los países opulentos aún siguen analizando la oportunidad de la invasión con frialdad criminal, sin hacer ascos a que toda la información nos llegue relacionada con los precios del petróleo y las oscilaciones bursátiles.
El hambre negra equivale a un tsunami por semana. Y el sida, que se expande entre los pobres como el fuego entre la yesca, también provoca diez tsunamis por año. La droga, las mafias, las guerrillas, los paramilitares y los trabajos insalubres contabilizan tres tsunamis anuales. Y la falta de atención médica elemental, que convive con los astronómicos costos de la medicina de lujo, provoca treinta tsunamis por año. Liberia, Sudán, Chechenia, Afganistán y Palestina completan la lista de tsunamis persistentes que se abaten sobre la humanidad, llevándose cada año millones de inocentes.
Por eso conviene preguntarse en qué se distingue el tsunami del sureste asiático de estos otros maremotos colosales que digerimos con tanta facilidad. Y la clave no es otra que la falta de moral colectiva, o la sustitución de los principios universales por el etnocentrismo hedonista de Occidente. Cualquiera de nosotros entiende y explica con más naturalidad las muertes que deciden Bush y Blair que las que deciden Dios y la naturaleza. Cualquier estratega conoce la lógica de los movimientos militares y las relaciones económicas que provocan millones de muertos, mientras considera arbitrarios los choques de las placas tectónicas. Y todos estamos convencidos de que es más urgente controlar los maremotos del Pacífico que ponerle coto a las veleidades de Rumsfeld.
Por eso tengo por lágrimas de cocodrilo los minutos de silencio que jalonaron el fin de año entre Sídney y Viena, ya que son fruto de la rabia que sentimos al no poder manipular los tsunamis de Dios bendito. Porque la desgracia y los cadáveres nunca nos aterraron. Sólo nos aflige la muerte cuando no se pone a nuestras órdenes.