Internacional
|
El criterio que ha privado en los gobiernos de ese país, igual hayan sido demócratas que republicanos, ha sido el de la unilateralidad de sus acciones. Estados Unidos puede hacer lo que quiera en cualquier parte del mundo, y el que no esté de acuerdo será considerado enemigo, y se atiene a las consecuencias. Esta es la divisa y, sorprendentemente, se ha permitido con muy pocas y honrosas excepciones. La misma Unión Europea, con 450 millones de habitantes y con un producto interno similar al estadunidense, ha titubeado en enfrentársele. En la región latinoamericana y caribeña, por otro lado, sólo Cuba ha tenido el valor de defender en serio su soberanía, a pesar de los costos sociales y económicos que le han significado a su pueblo.
La nueva secretaria de Estado, Condoleezza Rice acaba de prometer el martes pasado una política exterior sin concesiones contra Cuba e Irán, y ha calificado al presidente venezolano de “fuerza negativa”. Al margen de que no se han dado concesiones a Cuba, sino todo lo contrario, en el caso de Venezuela hay una contradicción apreciable: se trata de un gobierno (el de Chávez), no sólo constitucional, sino legitimado una vez más por el plebiscito de agosto del año pasado. Esto es, un país que, para los estándares estadunidenses es democrático y, sin embargo, es una “fuerza negativa” por una sencilla razón: porque no ha aceptado inclinarse ante Washington. En otros términos, lo que Estados Unidos exige al mundo no es que la democracia formal se extienda, sino que los países soberanos dejen de serlo para subordinarse a los intereses del imperio, tanto políticamente como en el ámbito de la economía. Lo que está detrás de las declaraciones de Rice no es si Cuba e Irán, Corea del norte y otros países son tiranías, sino que mantienen su independencia y se han negado a rendir pleitesía a quienes sin ningún rubor se han proclamado los dueños del planeta.
Parece inútil referirse al derecho internacional y a los protocolos implícitos en la Organización de las Naciones Unidas. Estados Unidos hace sus propias leyes y usa su potencial militar para hacerlas valer en donde se les ocurra a sus gobernantes, como amenaza o como acciones directas sin importar las consecuencias. Los estadunidenses, en su mayoría, tanto los que votaron por Bush como los que lo hicieron por Kerry (no muy diferente de su ex contrincante), se creen civilizados y no se han querido percatar que están usando los mismo criterios con los que conquistaron el oeste de su propio país: la pistola más rápida o el mayor número de armas gana sobre los demás.
Lo que interesa a los gobernantes estadunidenses es mantener su status imperial y ampliar sus negocios para seguir dominando el mundo. Las armas, además de ser parte del negocio, son instrumentos para asegurar esa expansión económica y esos intereses. Y es por esto que los ciudadanos votaron en noviembre del año pasado. El pueblo de ese país no quiere perder sus privilegios, y sabe que mientras su nación sea poderosa mantendrá sus niveles de vida, sin conmoverse por las consecuencias en el resto del mundo, especialmente en el mundo subdesarrollado. Es más, ese pueblo sabe, o intuye, que si otras naciones se desarrollan esto les afectará en sus niveles de consumo y formas de vida. Las desigualdades entre naciones son equivalentes a las desigualdades sociales en cada país: disminuirlas equivale a que los más ricos dejen de serlo o disminuyan sus riquezas, y esto les parece inaceptable. Por esto el modelo Chávez les tiene muy molestos: no es socialista ni aspira a serlo, tampoco es una dictadura, pero sí es un gobierno democrático que ha logrado un crecimiento notable y que trata de distribuir los beneficios de la riqueza que se está generando. Si el ejemplo se multiplicara, si otros gobiernos buscaran de verdad el desarrollo económico, el pueblo estadunidense se vería afectado, sobre todo en el aprovechamiento de los productos no renovables, como ya ocurrió, guardando las proporciones, durante la crisis del petróleo en los años 70 del siglo pasado.
En México se están tratando de definir las candidaturas para la Presidencia. Los partidos que tengan un mínimo de vocación nacionalista (en términos de soberanía económica, sobre todo), ya deberían de estar pensando en las necesidades del país ante las del imperio que tenemos del otro lado de la frontera, y trascender los intereses personales y de grupo que, a todas luces, son las que en estos momentos están en juego. No se puede continuar con la entrega del país a las trasnacionales y a los intereses estadunidenses. Es la hora de la afirmación nacional. México necesita urgentemente un gobierno nacional que procure el desarrollo interno, no un virreinato más.