Europa |
Blair, ante el espejo de su barbarie
Editorial de La Jornada
La solidaridad con las víctimas inocentes y el repudio de los cruentos atentados
ocurridos el pasado jueves, en Londres, mientras en Escocia se reunían los
líderes de los países más poderosos del mundo, no deben ocultar el hecho de que
la tragedia ocurrió en el contexto de una guerra en la que Gran Bretaña fue
involucrada de manera injustificada, torpe y criminal por su actual primer
ministro, Tony Blair.
Todo gobernante sabe, y el británico no es la excepción, que cuando inicia un
conflicto bélico pone en riesgo, de manera obligada, la seguridad de sus
habitantes. Inglaterra no tenía motivos al menos, confesables para acompañar a
Estados Unidos en esa "guerra contra el terrorismo" que empezó con la
devastación y ocupación de Afganistán y prosiguió con la invasión y la
destrucción de Irak. La experiencia histórica del imperio británico que a
principios del siglo pasado fue la potencia ocupante de buena parte del mundo
árabe permitía conocer de antemano las dificultades y las consecuencias de una
nueva aventura colonial en esa región del mundo. El sentido común indicaba que
el terrorismo es un fenómeno que debe combatirse con la policía, no con las
fuerzas armadas, y cuya erradicación demanda, además, de complejos esfuerzos
políticos, diplomáticos y de desarrollo y cooperación. La más elemental decencia
obligaba a distanciarse de las mentiras fabricadas por el gobierno de George W.
Bush para dar cobertura a sus incursiones de rapiña en Asia central y Medio
Oriente. Pero Blair decidió acompañarlo de manera activa y se hizo cómplice y
corresponsable de las decenas de miles de muertos tan inocentes como los muertos
de ayer en Londres que han causado, hasta ahora, las intervenciones militares en
Afganistán e Irak, así como de la incalculable destrucción material causada en
esas naciones por las tropas estadunidenses, británicas y de otras
nacionalidades.
Aunque los invasores aseguran que no arrojan bombas en forma intencional contra
los civiles afganos e iraquíes, y aunque las lancen mediante instrumentos
tecnológicos avanzados, no por ello es menor el recuento de muertos inocentes en
esas infortunadas naciones. Las escenas de destrucción, pánico y muerte que
vivió la capital británica la mañana de ayer son cosa de todos los días en la
Bagdad ocupada y martirizada, por más que el etnocentrismo de los medios
internacionales se escandalice sólo con las primeras y haya convertido a las
segundas en nota de rutina. Es escandaloso, en efecto, que una treintena de
muertos iraquíes ocupen la centésima parte de los espacios noticiosos que se
prodigan ahora para cubrir los saldos trágicos de los atentados en Londres.
José María Aznar también impuso a su país una guerra en la que España no tenía
nada que ver. Más temprano que tarde, la confrontación llegó a Madrid y ello le
costó la vida a 200 españoles el 11 de marzo del año pasado, en una serie de
atentados notoriamente parecida a la ocurrida ayer en Londres. Unos días más
tarde Aznar fue echado del cargo por una ciudadanía indignada que entendió las
nefastas consecuencias de las veleidades guerreras de su gobernante.
A este respecto debe recordarse que, a diferencia de los españoles, quienes
tenían en el Partido Socialista Obrero Español una opción política para sacar a
su país de la guerra, los británicos deben decidir, en las urnas, entre dos
fuerzas electorales hegemónicas el laborismo del propio Blair y los
conservadores, tradicionalmente belicistas que están de acuerdo en proseguir la
ocupación de Irak, con todo y lo que ello implica.
Una arrogancia de estilo imperial ha llevado a varios gobernantes occidentales a
suponer que es posible hostilizar a otras naciones y emprender guerras remotas y
mantener la destrucción y la sangre lejos de sus propias ciudades. Así lo creyó
el gobierno de Estados Unidos hasta el 11 de septiembre de 2001. Así lo creyó
Aznar hasta el 11 de marzo del año pasado. Y así lo creyó Blair, pese a las
experiencias amargas de sus colegas, hasta ayer.
Mientras la soldadesca inglesa participa en la opresión y la devastación de
Afganistán e Irak, Gran Bretaña celebraba la designación de su capital como sede
olímpica y recibía a los estadistas más poderosos del planeta en una localidad
escocesa y ostentaba, para ello, medidas de seguridad supuestamente
inexpugnables. A fin de cuentas, a lo largo de más de un siglo el Estado
británico se había involucrado en muchas conflagraciones remotas en el mundo
árabe, en India, en Corea, en Suez, en las Malvinas pero en su propio territorio
no había sufrido más ataques que los bombardeos alemanes durante la Segunda
Guerra Mundial, y uno que otro atentado de los independentistas del Ulster, en
décadas posteriores. Ahora la guerra ha llegado a Londres, justo cuando se
festejaba el futuro olímpico de esa capital y cuando el gobierno alardeaba, en
calidad de anfitrión, su pertenencia al club de poderosos reunidos en Escocia.
Es posible que en los próximos días y meses la policía logre descubrir a los
culpables materiales e intelectuales de los condenables atentados de ayer en la
mañana y que los organismos de inteligencia descubran las redes de Al Qaeda tras
los artefactos explosivos. Pero los británicos deben tener claro que el
principal responsable político de esa tragedia se llama Tony Blair.