Argentina: La lucha continúa
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Argentina: Trabajando sin patrones
Marcela Valente
IPS
Mujeres trabajadoras protagonizan algunas de las experiencias productivas más originales en Argentina, rescatando fábricas abandonadas por sus propietarios, y empleos y salarios que parecían perdidos.
"No nos pueden cortar el agua, si tenemos todo pago", protesta al teléfono
María Pino mientras, con su mano libre, toma de un estante la carpeta de la
empresa proveedora Aguas Argentinas, para buscar la información que evite el
corte del servicio a una fábrica que opera a todo vapor.
Pino trabaja desde hace 33 años en la empresa de alimentos Grissinópoli de
Buenos Aires. Fue mano derecha de sucesivos presidentes que condujeron la
fábrica de la cima a la ruina. Ahora, con el mismo sueldo de cualquiera de los
16 operarios, ella timonea una empresa exitosa que debe lidiar con viejas
deudas.
Grissinópoli integra el Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas por los
Trabajadores, un colectivo de unas 80 firmas que comenzó a gestarse a fines de
los años 90 para agrupar a empresas en quiebra que habían sido abandonadas por
dueños, pero no por sus empleados.
Eran empresas industriales y de servicios, las primeras golpeadas por una
recesión de cuatro años que comenzó en 1998 y que a fines de 2001 se convirtió
en colapso económico, social y político, detonante de la caída del gobierno de
Fernando de la Rúa (1999-2001).
Entre ellas hay metalúrgicas, textiles, frigoríficos, fábricas de alimentos, de
cerámicas, de heladeras, vidrio, caucho, empresas de transporte, comunicación,
educación y hospitales, entre otros rubros. La mayoría están manejadas por
hombres, pero en algunos casos, la organización horizontal favorece la promoción
de las mujeres.
La equidad de género es uno de los Objetivos de Desarrollo de la ONU para el
Milenio: "Promover la igualdad de género y la autonomía de la mujer". Pero en
este caso, no se trata de una política oficial. Al contrario, las mujeres
tomaron solas la conducción de empresas abandonadas y las pusieron a funcionar.
Las fábricas se organizan en cooperativas, con un estatuto y una matrícula.
Su funcionamiento ha sido posible mediante proyectos de viabilidad que se
presentan en los juzgados que atienden las quiebras o en las legislaturas
provinciales para solicitar el proceso de expropiación.
Los sueldos se denominan "retornos". Son iguales para todos y se reparten en
función del dinero que ingresa. Las decisiones se toman por mayoría en asambleas
periódicas.
En la fábrica textil Brukman, abandonada por sus dueños a fines de 2001,
trabajan hoy 62 personas, de las cuales 50 mujeres. Antes de recuperarla, las
trabajadoras llegaron a cobrar adelantos semanales de cinco pesos (dos dólares),
hasta que los propietarios huyeron.
La resistencia al cierre definitivo se prolongó desde fines de 2001 hasta fines
de 2003. Hubo enfrentamientos con la policía, desalojos violentos, e intentos de
manipulación política de la protesta. Pero entonces, mediante la organización y
una serie de reclamos atendidos por la justicia, las trabajadoras pudieron
operar la fábrica con normalidad.
Durante ese período, tres operarias embarazadas dieron a luz, y las compañeras
recaudaron fondos para pagar sus gastos y licencias maternales.
Ahora cada trabajador retira cerca de 600 pesos por mes (205 dólares) y la
empresa está incorporando personal. La presidenta de la cooperativa es Elena
Caliba. Su cargo no implica trabajar menos que el resto ni recibir más salario,
y tampoco la habilita a tomar decisiones por su cuenta.
"Es mucha más responsabilidad porque además de trabajar (en las máquinas)
tenemos que hacer las cuentas, los trámites y vender", relata a IPS. La empresa,
que tenía deudas millonarias en 2001, ahora está saneada. "Con cada venta,
primero pagamos los gastos y los impuestos, y después repartimos", afirma.
Una situación similar describe Liliana Correndo, de la cooperativa creada para
recuperar el Hospital Israelita de Buenos Aires.
Fundado a comienzos del siglo XX, durante muchas décadas recibió donaciones de
la comunidad judía y llegó a tener 1.200 empleados, pero desde mediados de los
años 90, una serie de gestiones ineficaces lo fueron conduciendo a la ruina,
mientras los aportes se agostaban.
En 2004 la justicia decretó la quiebra. "En ese momento éramos 400, pero muchos
se fueron, y al momento de fundar la cooperativa no llegábamos a 160", recuerda
Correndo, que era y es administrativa del hospital. Se ha incorporado más
personal, hasta una plantilla de casi 250 personas.
La asociación se formó con enfermeras y enfermeros, instrumentistas, personal
técnico de hemoterapia y de laboratorio, de limpieza y administración. La gran
mayoría son mujeres. "Los médicos no son cooperativistas, son empleados de la
cooperativa y ganan más que nosotros", aclara Correndo.
El hospital paga los honorarios médicos, las deudas, impuestos e insumos y
finalmente entrega a cada empleada un máximo de 150 pesos por semana (unos 50
dólares). "En unos meses vamos a empezar a cobrar entre 250 y 300 pesos, y eso
será una maravilla", se esperanza Correndo.
Entre 2003 y 2004, los empleados del Hospital Israelita trabajaron casi un año
completo sin cobrar, luego de declaradas la quiebra de la empresa y pese a haber
sido suspendidos en sus tareas.
El centro asistencial no dejó de funcionar pese a la bancarrota, la deserción de
sus directores y la ausencia de salarios.
Correndo no cree que por ser mujeres dirijan mejor un hospital. Sabe que el
riesgo de corrupción está siempre latente. En cambio, está convencida de que no
es lo mismo ser empleada que "manejar la institución" y conocer en detalle los
números, cuánto dinero ingresa, cuánto se gasta y cuánto van a cobrar.
La gestión de Pino en Grissinópoli es muy eficaz por su larga experiencia en la
compañía. Con las ganancias pagan deudas, gastos y acumulan "una reserva" para
cualquier eventualidad, explica. Lo que queda lo distribuyen.
Pino recibió a IPS en "la administración", un escritorio ubicado en un espacio
sin puertas, en la planta alta de la fábrica. Abajo se empeñan 16 operarios
--siete hombres y nueve mujeres-- que amasan, cortan, hornean y envasan
alimentos panificados mientras escuchan música a mayor volumen que cuando
estaban los patrones.
Cada uno retira 1.300 pesos al mes (equivalentes a 445 dólares), más del doble
de lo que percibe un operario no calificado en la industria alimentaria
tradicional. "Si trabajamos más de ocho horas, percibimos paga extra", aclara
Pino.
La situación es muy distinta de la vivida un tiempo atrás. "En 1998 comenzó la
debacle", recuerda Pino. Por entonces, uno de los socios hizo malos negocios y
luego intentó tapar el desastre. El empresario, que presidía la firma, le
ocultaba cheques y otros papeles de la administración, relata.
En 2000 lo sucedió en el cargo otro de los socios. "Honesto pero incapaz", no
pudo remontar las dificultades, y la firma fue al cierre, resume Pino. En ese
período, los sueldos se pagaban a cuentagotas, y se acumularon deudas laborales.
"A mí me llegaron a adeudar dos años", mientras a otros trabajadores se les
debían cuatro y seis meses. "En esa época había categorías, y yo cobraba mucho
más", afirma.
Los viernes se les abonaba 100 pesos. Cuando esos pagos pasaron sin aviso de 100
a 10 pesos por semana, en 2002, los operarios fueron a la huelga y ocuparon la
fábrica. Pino fijó sus condiciones: "Yo los apoyo en todo, pero no me quedo a
dormir aquí", dijo.
Fueron siete meses de ocupación. Los dueños desaparecieron, y los trabajadores
sin salarios dormían entre las máquinas. La producción se paralizó. Vecinos y
trabajadores de otras empresas contribuían con alimentos y dinero.
Entonces resolvieron organizarse en cooperativa. Tras sortear los obstáculos
legales, comenzó "la lucha por la venta", afirma Pino. Algunos clientes habían
desaparecido con el colapso de 2001, y otros compraban a proveedores de la
competencia.
La recuperación fue lenta. La fábrica elabora ahora alimentos propios y de
marcas de otras empresas que contratan la manufactura y el envasado de sus
productos. Debieron incorporar dos nuevos empleados.
Mientras, la administración pelea para no perder el suministro de agua, por
deudas que las y los trabajadores no contrajeron. Mientras conversa con IPS,
Pino sigue pendiente de la amenaza de corte de agua, que por suerte sortea una
vez más, demostrando que ahora las cosas cambiaron.
"Yo siempre hice este trabajo. Ahora lo que cambia es que tengo más
responsabilidad, porque no hay nadie por encima", resume.