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Argentina: La lucha continúa

Dos fragmentos del capítulo, "La Pesadilla", de La Noche de los Lápices, de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez

La represión del régimen militar se descargó con especial virulencia sobre el Movimiento estudiantil secundario.
Centenares de adolescentes fueron secuestrados, torturados y asesinados. 

 

En la madrugada del 16 de septiembre de 1976, con los secuestros sucesivos de dirigentes secundarios de La Plata, se inició el episodio principal y la referencia inevitable para analizar ese plan represivo. La Noche de los Lápices, de los periodistas María Seoane y Héctor Ruiz Núñez, será editado próximamente por la Editorial Contrapunto, y llevado el cine por Héctor Olivera, con adaptación propia y de Daniel Kon.
Dos fragmentos del capítulo, "La Pesadilla", de La Noche de los Lápices, de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez

LA NOCHE DEBAJO "EL DIA".

En la mañana del viernes 17, Pablo repasó las páginas del diario El Día, por segunda vez y ya escasas esperanzas. Sobre la suerte de los chicos, nada. En primera plana, a cinco columnas, la declaración inicial del Consejo Federal de Educación reunido en Tucumán: "El Estado está inserto en un orden cristiano y debe proteger la esencia de la nacionalidad, las instituciones, la paz, el orden, los símbolos nacionales, la moral y la integridad de la familia". De acuerdo a las noticias que había recopilado durante el día anterior, no correspondía al Estado extender esa protección a sus compañeros.

Tenía sólo treinta minutos el día l6. Rosa Matera se acomodaba al sueño leve de sus setenta y ocho años, cuando escuchó los primeros golpes en la puerta, a poco sobre los muebles heredados de sus padres, los pasos duros en el living y las voces extrañas. Encontró fuerzas para salir de su dormitorio y gritó con las entrañas porque sus pulmones estaban enfermos, para impedir que los seis o siete hombres maltrataran a María Clara y a Claudia. La empujaron con las armas hasta su cama, pero se repuso y volvió el escuchar el interrogatorio, las cabezas gachas de las chicas, vendas en sus ojos. Entonces la encerraron y ataron el picaporte. Las frases

 

le llegaron a trozos. Luego, el silencio. Se arrastró hasta la ventana y vio a Claudia y a María Clara forzadas a subir a un camión del Ejército. El living había quedado desierto. Sólo unas láminas y el collage inconcluso sobre la mesa. Apenas llegaron al departamento del sexto piso de la calle 56 N° 586, el doctor Falcone y Nelva Méndez, avisados por el conserje, Rosa se desmayó.

El almirante Rojas había celebrado en el Luna Park otro aniversario de su golpe contra Perón. Más adelante, la página de espectáculos. No era habitual insertar allí noticias sobre detenciones de estudiantes, pero quiso asegurarse. David Niven, en Tigres de papel y Vittorio Gassman en Nos habíamos amado tanto brillaban desde la nómina de sus películas.

En otra ocasión se hubiera detenido a considerar cuándo las vería, le gustaban los filmes románticos. Al costado, la reposición de Yo tengo fe, de Palito Ortega, el programa de televisión y los horarios de las funciones.

Las dos y treinta y cinco. El grupo encapuchado irrumpló en el N° 2539 de la calle 73: "¡Ejército Argentino, entreguen las armas". Se abalanzaron sobre Ignacio Javier de Acha y Olga Koifmann que estaban acostados y los empujaron hacia la pared de la cocina: "Los libros, ¿dónde están los 1ibros y las armas"? "No tenemos armas, y los únicos libros son los de los chicos, de la escuela"; balbuceó Olga.

El pequeño Pablo había quedado hipnotizado por el cañón de una de una de las armas. "Por favor, tengan cuidado, está recién operado del corazón, tiene sólo tres años.

"Señora, no complique las cosas", advirtió uno de los encapuchados. "¿Quién es esta?". Preguntaban por Sonia, de 11 años. "¿Y éste que hace?". "Es Claudio, va al bachillerato, al Colegio Nacional", contestó Ignacio de Acha. "Bien debemos llevarlo por razones de seguridad del Ejército".

 

Olga, vio cómo lo arrastraban en ropa interior por el pasillo, gritó que lo dejaran alcanzarle un pentalón y lo besó y acarició apenas.

Eran las cinco de la mañana cuando los De Acha atravesaron Plaza Italia, y se detuvieron un segundo para abrazarse y llorar.

¿Qué hacer? Después de lo de la madrugada del 16, sentía miedo de ir al colegió y también de quedarse en su casa. En un momento, se le había ocurrido preguntar por los chicos en las comisarías pero inmediatamente se asustó de su atrevimientos El impulso de acudir a su padre aumentó su inquietud, y lo descartó.

Al anochecer fue a la estación de servicio donde trabajaba uno de sus amigos del barrio, en 13 y 520. Que lo ayudara a pensar cómo sobrevolar esos días hasta que la tormenta amainase.

Las cuatro y cuarenta. Calle 116 N° 542. Olga Fermán de Ungaro pidió tiempo para vestirse a los ocho hombres del Ejército que querían entrar, y se desesperó hasta el cuarto de Daniel y Horacio para avisarles. Los chicos tuvieron tiempo de desprenderse del "arma" que escondían debajo de la almohada: el libro de Politzer voló por la ventana. Prisionera en la cocina, Olga escuchó el interrogatorio y los golpes. Horacio y Daniel repetían que no sabían nombres, que no conocían a las personas por las que preguntaban los encapuchados. Le dijeron: "Los llevamos para Interrogarlos. Más tarde se los devolveremos, señora". Y escuchó cómo los arrastraban desnudos por las escaleras. Cada escalón le desgarraba el pecho, desde el quinto piso baste la planta baja.

Se les ocurrió que la misma estación de servicio podía servir de escondite. Juntos la revisaron de arriba abajo, pero pronto se desanimaron. No había huecos en las paredes, la oficina era de vidrio transparente y el foso para coches démasido peligroso. Tomaron mate por un largo rato, hasta que una idea salvadera les despejó la angustia. ¿Quién sospecharía que dentro de una expendedora de hielo Rolito estaría durmiendo un hombre?.

Pablo tendió la frazada sobre el colchón de diarios, dentro de la expendedora para automovilistas. Acostado, acarició la idea de que estuviera en servicio. Podría copiar a aquellos famosos de Hollywood que pagaban montañas de dólares para ser congelados y revivir luego de años de vida latente. El sólo necesitaba que pasaran esos días.

Ese domingo 19, desde el suplemento de El Día, Horangel vaticinaba: "El país tiene un porvenir muy destacado en 1977 (....) y entra como un balazo en 1980" Pablo no hubiera percibido la trágica literalidad de "como un balazo", porque la muerte en la adolescencia, es ajena. De otra manera, hubiera sentido el tiempo suspenderse y un muro delante de su historia. Sabemos ahora que no leyó la predicción, preocupado por lo que haría al Día siguiente.

Las cinco de la madrugada. Después de rajar a culatazos la puerta del N° 2123 de la calle 17, los seis hombres uniformados con ropa de fajina del Ejército, sólo dos a cara descubierta, le exigieron a gritos a Irma Muntaner de López que los llevara hasta sus hijos. Los precedió encañonada, oor el pasillo lateral de la casa. Cinco autos grandes en la puerta y hombres parapetrados en los tejados. Supo qué buscaban sin precisiones cuando entraron el almacén donde dormían Panchito y Víctor.

 

"¿Dónde estan las armas?", preguntaron. Panchito negó que las tuvieran, pero insistieron: él debía tener asignada una. El grupo que se había desplazado para revisar el resto de la cesa regresó frustrado: ni armas ni volantes. Como machacaban con la acusación de armas escondidas, Panchito les señaló el ropero que compartía con su hermano. Encontraron un rifle de aire comprimido, viejo y partido en dos, y una pistola de aire comprimido, pero nueva. "¿Nos estás cargando?", grítaron furiosos. "Nos lo tenemos que llevar señora. Cuando conteste lo que queremos saberr se lo devolvemos". Penchito se atrevió: "Es que yo nosé nada". "Entonces, pibe", amenazó uno de ellos, "atenete a las consecuencias"

Irma les rogó que lo dejaron vestirse. Vio cómo sacaban un pullóver y un pantalón azul del ropero. Trató de seguirlos pero la amenazaron con una ametralladora. Apenas desaparecieron corrió a la casa de Luis, su hijo mayor, que era quien más la preocupaba. A Panchito ya se lo devolverían.

¿Cuánto tiempo resistiría sin actividades con la angustia del futuro, visitando sobresaltado a su gente? En la tarde del 20 regresó a su casa y habló con su padre sobre su actividad estudiantil y el secuestro de los chicos. El profesor opinó que nada grave podía pasarle, que permaneciera en casa, que después de todo él no había cometido ningún delito. No logró tranquilizarse.

Hizo una ronda por las casas de sus amigos y terminó cenando en la de Juan Diego Reales. Comió cómo nunca.

-Mirá, bromeó con Diego, Creo que de esta noche no paso así que prefiero estar con la panza llena.

A las cuatro, la rimavera se interrumpió armada en el N° 435 de la calle 10. Daniel Díaz se asomó por la ventana de la planta alta respondiendo a los culatazos sobre el portón de entrada.

- Dejá, le gritó Pablo, me vienen a buscar a mí. Bajaba la escalera en ese momento subiéndose los pantalones.

Los ocho hombres con pasamontañas cubriéndoles la cara vestían ropas diversas algunos bombachas del Ejército. Lo empujaron al suelo y le apoyaron una pistola en la nuca, mientras obligaban al resto de su familia a tirarse a su lado. Lo intimaron a entregar lo que tenía escondido.

- No entiendo, yo no escondo nada, respondió.

Los escuchó identificarse como Ejército Argentino. "Después me dijeron qué habían robado, que se habían llevado un bolso de mi hermana, una cámara fotográfica, unas joyas de mi madre". Al living entró el hombre que daba las órdenes, lamentándose de que en la casa no había nada especial. "Un señor de cuarenta y cinco años, canoso, que posteriormente por fotos yo puedo reconocer como el comisario Vides".

Lo arrastraron hasta la puerta y lo tiraron dentro de uno de los cuatro coches, sobre alguien que ya estaba boca abajo, encapuchado.

Imaginó a los vecinos cerrando sus ventanas y dejándolo solo cuando los secuestradores gritaron: "¡ Bajen las persianas o tiramos ! ", y esa representación ahondó su miedo. "¿ A dónde nos llevan ? ", balbuceó, y recibió un culatazo seco en la espalda.

Cerca de media hora más tarde y una travesía por la ciudad frenaron frente a un portón. "Me mostraron después un croquis y creo reconocer que era Arana. Se decía campo de concentración Arana".

Pablo era el último de los marcados. La jaula de la Noche de los Lápices se había completado. Estaba frío y amanecía.

Martes 21, Día del Estudiante.

LOS PERROS

Gritó como nunca por el pasillo largo mientras lo arrastraban a la pieza mugrienta donde se fundían en un hedor único la perversidad y la carne chamuscada. Otra vez los hombres sobre él. El aliento contenido, la picana perforándole la piel, los músculos, la boca siempre abierta y el dolor en oleadas - No te vas a meter más, pendejo. Ya vas a ver. Y una descarga. Abría y cerraba las manos para que pararan, pero no había nombres. Lo giraban en el catre, arriba, abajo... Olor a mierda. Abría las manos pero no había nombres.

-¿Así que querés jugar, hijo de puta?

Otra descarga.

Como un bramido, escuchó: "Traéme la pinza". Y sintió un tirón brutal en un pie que su grito no pudo cubrir.

-¡Me quiero morir. Me quiero morir ¡ ¡ Por favor, basta, basta.! Y sus alaridos se resolvieron en sollozos. Por favor... ¡ mátenme!.

Se despertó en el calabozo, ensangrentado, y palpó el vacío de su uña arrancada. La vida y la muerte, el delirio y el tormento se mezclaban como una pesadilla.

 

Al tercer día se enteró sobre otros detenidos. "Por los nombres pude escuchar que ahí estaban Víctor Treviño, Walter Docters, Néstor Eduardo Silva y su novia, a quien decían "la negrita", y José María Schunk, que le decían "Carozo". Había una chica que le decían "la paraguaya", que ellos se jactaban porque había muerto allí. Se jactaban, digo, porque decían: "Se murió, tirala a los perros. Se te murió a vos, dijo uno, enterrará". Pienso que la llevaron al mismo lugar donde me torturaban a mí y ella gritaba. Después vino ése que dijo: "tirala a los perros".

Fue esa noche, o la siguiente, que vino un sacerdote a ajustarle los nudos de la venda y a dedírle que se confesara porque lo iban a fusilar.

-No, padre, que no me maten. Por favor, avise a mi casa, dígales dónde estoy.

-No te hagas el tonto, confesate. ¿En qué andabas?

-Sólo en lo del boleto escolar, en el centro de estudiantes... en serio, por favor, padre.

-No te preocupes, te mandamos a un lugar donde vas a estar mejor que acá.

Lo sacó del calabozo y lo arrastró hacia un muro. Quedó temblando de espaldas al paredón. No estaba solo, había un grupo de chicas que gritaban: "¡Mamá, mamá, me van a matar! ¡Mamá!". Una voz de hombre que repetía: "¡Viva la Patria! ¡Vivan los Móntoneros!".

Sonaron las descargas. ¿De dónde le brotaba la sangre? Lentamente fue recuperando su cuerpo: el pecho, la cabeza, el vientre. No había sangre, no estaba muerto.

El terror había congelado los gemidos. Hasta que una voz quebró el silencio.

-Se cagaron, ¿eh? Esta vez se salvaron... Y a vos, ¿te gusta gritar Montoneros?, ahora te vamos a hacer gritar, hijo de puta.

"Habían pasado, yo calculo, cinco o seis días. Podían haber sido siete, no sé muy bien, pero yo había entrado el 21 de septiembre".

Una noche lo trasladaron. Para entonces ya sabía que el lugar que dejaba era Arana la División Cuatrerismo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en 137 y 640, dependiente de la Comisaría 51 de La Plata. También, que uno de los jefes era un tal subcomisario Nogara.

Referencia
Revista Crisis - Junio1986 - por María Seoane Héctor Ruiz Núñez
http://www.herenciacristiana.com