Argentina: La lucha continúa
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Del omnicidio y cómo la muerte sigue viva
Juan Gelman
El sexagésimo aniversario del primer ataque atómico a una población civil que
se produjo en el mundo trajo a la memoria pública algunos hechos notorios: el
estallido de la bomba arrojada el 6 de agosto de 1945 por el B-29 norteamericano
Enola Gay causó 40 mil muertes instantáneas en Hiroshima, cifra que a fines de
ese año llegaba a 100 mil como consecuencia de la radiactividad. Tres días
después, una bomba de plutonio segaba la vida de otros 80 mil civiles en
Nagasaki. Pero hay algo que se conoce menos: en el 2004 fallecieron en Japón
5375 personas afectadas por esas radiaciones imparables (The Observer, 7/8/05).
El total de víctimas de ese solo y enorme acto terrorista de EE.UU. asciende,
por ahora, a 242.437. No hay perspectivas de que se detenga allí.
La muerte atómica también pasea por otras regiones del planeta, alimentada por
una voluntad imperial: desde 1991, EE.UU. ha desatado cuatro guerras empleando
armamentos que portan el llamado uranio empobrecido, rico en radiaciones
mortíferas a pesar de su nombre. Su poder expansivo las han diseminado ya por
ingentes territorios, desde Egipto y el Medio Oriente hasta Asia Central y el
norte de la India. Su denominación científica es uranio 238, su duración letal
promedio es de 4500 millones de años –la edad de la Tierra–, se degrada en
cuatro etapas antes de convertirse en plomo y sigue emitiendo radiaciones en
cada una de ellas. No se ha encontrado todavía la manera de contrarrestar sus
efectos ni de limpiar las zonas que contamina. Llena perfectamente la definición
de arma de destrucción masiva y amenaza la vida de todas las especies, empezando
por la humana.
Del uranio empobrecido que recubre los proyectiles caídos en el campo de batalla
no tardan en nacer partículas microscópicas de óxido de uranio. Son insolubles,
permanecen suspendidas en el aire, viajan alrededor del mundo como componente
radiactivo del polvo atmosférico y se depositan en tierra arrastradas por la
lluvia y la nieve. Según estudios recientes, la contaminación radiactiva de la
atmósfera mundial equivale al estallido de 40 mil bombas como la que embistió a
Hiroshima(www.globalresearch.ca/index.php? context, 8/7/05). La doctora Rosalie
Bertell, integrante del grupo de 46 expertos internacionales que en el 2003
elaboró un informe para el Comité sobre riesgos radiactivos del Parlamento
Europeo, describió así las consecuencias de las radiaciones en los sistemas
biológicos: "El concepto de aniquilación de las especies entraña el final
–relativamente rápido y deliberadamente provocado– de la historia, la cultura,
la ciencia, la reproducción biológica y la memoria. Es el rechazo humano más
extremo del don de la vida, un acto que exige la aparición de una palabra nueva
para nombrarlo: omnicidio".
Las palabras nuevas no preocupan a la Casa Blanca, que desde el 11/9 considera
que usar bombas nucleares, con guerra declarada o sin ella, no constituye ya "el
último recurso". The Washington Post reveló a mediados de mayo pasado la
existencia de un programa militar que diseña posibles ataques –siempre
preventivos, claro– a Irán y Corea del Norte. Su nombre en código es CONPLAN
8022 y consiste en una serie de operativos preparados por el comando estratégico
del ejército norteamericano (Startcom, por sus siglas en inglés), cuyo
componente central es el empleo de armas nucleares "pequeñas" para destruir las
instalaciones bajo tierra en las que supuestamente Teherán y Pyongyang están
tratando de producirlas. La experiencia afgana demostró a Donald Rumsfeld que
las bombas tradicionales no bastaban para terminar con los refugios subterráneos
de Al Qaida.
La teoría del Pentágono pretende que las "pequeñas" causarán perjuicios
ambientales moderados y que el "daño colateral", es decir, la muerte de civiles,
será mínimo. ¿En serio? El logro de los objetivos de W. Bush en Irán o en Corea
del Norte requeriría al menos la utilización de cinco a diez bombas de esa
clase, dado el número de blancos esparcidos en elterritorio de dichos países.
Según el CONPLAN 8022, la magnitud del estallido de cada bomba equivaldría a
diez kilotones –unos dos tercios de la potencia de las que cayeron en Hiroshima
y Nagasaki–; desatado a pocos metros bajo tierra, destruiría todos los edificios
de dos kilómetros a la redonda y obligaría a la inmediata evacuación de quienes
habitaran un área de 100 kilómetros cuadrados cuyo epicentro sería la explosión.
Esta dañaría además las viviendas, los sembradíos y el ganado en un área de
miles de kilómetros cuadrados y, según la dirección y la velocidad del viento,
podría imponer la necesidad de evacuar con máxima rapidez a miles de personas
más. Y las radiaciones seguirían ahí, contaminando el mundo por los siglos de
los siglos, 45 millones de siglos para ser precisos.
En 1990, Estados Unidos dejó de producir plutonio 238, una de las sustancias más
tóxicas que conoce el ser humano. Inhalarlo puede ser fatal. Aduciendo razones
de seguridad nacional, la Casa Blanca levantó el veto y ha dispuesto reanudar su
fabricación en instalaciones federales del desierto de Idaho. El plutonio 238 es
mucho más radiactivo que su pariente cercano, el plutonio 239, que se utiliza en
las bombas nucleares. Sin embargo, "muchos residentes de Idaho Falls, ciudad
ubicada a 50 millas (80 kilómetros) de esas instalaciones, acogen con
beneplácito los planes de construir una nueva planta productora de plutonio" (National
Public Radio, 4/8/05). Habrá más agresiones irreversibles al medio ambiente de
la zona y el cáncer visitará a sus habitantes con mayor frecuencia, pero
circularán más dólares. Como se dijo alguna vez, la inscripción "In God we trust"
impresa en el reverso de los billetes verdes está incompleta: falta una ele
entre la o y la d de God.