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Argentina: La lucha continúa

La portación de cara en un cuento de salón

En un juicio dice el fiscal:
- Miren al acusado, su mirada torva, su frente estrecha, sus ojos hundidos, su apariencia siniestra.
Y el acusado interrumpe:
- Pero bueno, ¿me van a juzgar por asesino o por feo?

María Ester Zabala*

ESTE gracioso cuento o chiste de salón, junto con otros, llegó a mi casilla electrónica y ha servido en primer lugar para entibiar el día fríamente lluvioso.
Y también para pensar que la conclusión, de suyo muy simpática, es tan lógica que por serlo es obvia: "-me van a juzgar por asesino o por feo?-" que es lo mismo que decir "-¿me van a juzgar por lo que hice o por portación de cara?-".
Sin embargo, este razonamiento determinista y sus derivados ( la portación de apellido, de nacionalidad, de credo, de ideas, de ideología) alcanzó su cima entre fines del siglo XIX y mediados del XX , época a partir de la cual comenzaron los fuertes intentos por morigerar sus efectos.
No obstante, cada tanto y como corresponde a los tiempos del reciclaje, por estos días también suelen reaparecer con cierta virulencia al norte y al sur del Río Bravo.

ALLÁ por 1880 existió un señor, alemán para más datos, llamado Franz Von Liszt, que decía que el derecho penal debía tener como objeto de estudio no sólo los hechos delictivos sino al delincuente, al autor, a la persona. Para ello estableció tres grandes categorías de acuerdo a su nivel de peligrosidad: los delincuentes principiantes, cuyo comportamiento debía ser readecuado mediante medidas correctivas; los ocasionales -cuya intencionalidad se agotaba en el acto cometido y al que debía intimidárseles sin que fuera necesaria la corrección- y los peligrosos, a los que había que inocuizar.
Von Liszt fue precursor de una de las escuelas más importantes de derecho penal, la del Positivismo, e imprimió una profunda huella en el conocimiento con seguidores que llegan hasta nuestros días a través de algunas ideas que desde algún punto de vista –opinable por cierto- no son las mejores, pero también a través de otras que sí lo son.

Esta mención casi minimalista de Von Liszt es tan sólo el pie a partir del cual poder señalar que a principios del siglo XX aparecieron en Europa, particularmente en Italia, corrientes del pensamiento fundadas en la medicina y en la sociología criminal que sostenían que los delincuentes portaban el delito en sus genes. Es decir, que estaban genéticamente determinados a cometerlos y a los que, según el estado peligroso que presentaran, debía imponérseles penas muy elevadas –el encierro total como pena- o bien inocuizar esa presunta peligrosidad mediante el tratamiento –el encierro total bajo internación en lugares especializados como medida de seguridad-.
Dos de los representantes italianos más conspicuos de esta corriente criminológica fueron Enrico Ferri –un ex médico de policía- y el biologista Césare Lombroso, cuyos discursos de recíproca influencia por aquella época no fue casual.
Ambos formaron un dúo memorable por simbolizar la negación del estado de la libertad inmanente al ser humano: a la condición genética que según Ferri traían consigo los delincuentes, Lombroso sumó ciertas características físicas como la conformación ósea del cráneo y la morfología del cerebro.

Y es aquí en donde el cuento de salón se une con la corriente determinista de la peor criminología. Es a partir del estudio de la conformación craneana, del tamaño del cerebro, de la extensión de la frente (la frente estrecha del cuento), de la posición de las orejas o de la conformación de las cuencas orbitales (sus ojos hundidos) entre otras referencias, que Lombroso afirmó que el homicida presentaba determinada apariencia exterior, el violador otra, los asesinos seriales otra. O lo que es igual, la apariencia exterior o las características físicas podían posibilitar el esclarecimiento de delitos.

YA en Alemania, a partir de 1933 el régimen nazi llevó al paroxismo un rumbo que se había iniciado durante la República de Weimar: la pequeña delincuencia habitual, los maleantes de poca monta, los ociosos, los homosexuales, los débiles mentales, los alcohólicos, los que tenían comportamientos ajenos al "espíritu de raza" se transformaron en molestos, en peligrosos para la clase dominante política, empresarial y social. Eran los asociales, los extraños a la comunidad y como tales ultrajaban a esa raza.
Como lógica derivación, esta política de estado se perfeccionó hasta alcanzar su vértice más agudo: el ario puro era superior y el que no era ario puro, no. El que era judío o gitano era peligroso y contaminaba la raza.
Eran los diferentes, clasificación que debía darse a publicidad a través de un marca sellada en sus domicilios o en la piel que, además de individualizarlos, acentuaba su disparidad segregadora. Luego, había que inocuizarlos/eliminarlos, como fatalmente ocurrió.

ESTA concepción o algunos atisbos subrepticia o desembozadamente suelen periódicamente reaparecer, como decía, al norte y al sur del Río Bravo.
Prueba de ello son las políticas de la tolerancia cero y su sucedáneo, el discurso de mano dura; el pensamiento hegemónico, ciertos códigos de buena vecindad y limpias veredas que siempre están dirigidos a los molestos, los vagos, los borrachos, los públicamente sexuados, los pobres apropiadores de la escasa pertenencia ajena. O sea a los que están fuera del marco de posible tolerancia, a los que no se avienen a las leyes socialmente admitidas o a la moral. A los diferentes.
No es difícil encontrar ejemplos ilustrativos de esta marcación del "ser" de una persona según su exterioridad: si es morocho y usa el pelo largo es "un grasa"; si tiene los ojos achinados y la mirada torva es "chorro"; si es joven, pelilargo, tiene tatuajes y le gusta "los redonditos" es peligroso.
Si piensa como mi contrario él y mi contrario son el enemigo, o si va a una marcha es zurdo. Y si es zurdo, también es peligroso.
Y además hay que descubrir esa peligrosidad, hacerla pública, obscenizarla: deben vivir en zonas infranqueables por sus callejuelas mal trazadas; no pueden caminar por determinadas veredas, o ir a ciertas plazas, o asistir a ciertos actos, o andar por ciertas calles o circular por ciertos barrios o ingresar a determinados restaurantes.

-Pero bueno ¿me van a juzgar por asesino o por feo?
Es el primer interrogante: ¿Me van a juzgar por feo, por mi cara, por mi vestimenta, por mi religión-nacionalidad-ideología?.
El segundo es ¿por qué se considera imprescindible primero acentuar las diferencias para luego, en un segundo paso, pretender hacerlas desaparecer generando ghettos, enmudeciendo quejas y reclamos, creando zonas exclusivas y excluyentes?.
No está de más por estos días recordar aunque parezca perogrullesco, utilizando el adjetivo sustantivado del cuento que por feo, por diferente, nadie se determina en peligroso y que, contrariamente a lo que suele creerse, en el estado de libertad radica precisamente el no peligro.
Lo que quizá puede suceder es que el estado de libertad causa temor, mucho temor.
Temor a que ocupen mi calle y ensucien mi vereda; a que entren a mi restaurante; a que utilicen mis banderas; a que se cuestionen mis ideas y sean puestas en duda o en crisis, a que se descubra que mis ideas son opinables, cuestionables, criticables.
O temor a que aparezca el "efecto espejo": lo que veo en el otro está en mí y como no me gusta reconocerme en él, primero lo identifico, le hago una señal y después lo ubico en un sitio en donde no pueda mirarlo/mirarme.
Es decir, temor a que, al fin y al cabo los unos y los otros no sean tan diferentes.
O por el contrario, temor a reconocer la diferencia y a convivir con ella.

Posiblemente lo verdaderamente temible sea la uniformidad, la confundibilidad; el pensamiento unidireccionado y hegemónico; la intolerancia a la diversidad, a la alteridad, a que el otro sea el otro y que ejerza el derecho a serlo.
En este caso habría que tener mucho cuidado porque, ante tanta superposición y mezcla de semejanzas-parecidos-desindividuos, para poder distinguir uno de otros habrá que trepanar cráneos y medir el tamaño del cerebro.
Pero esta vez no será de algunos sino de todos.

*María Ester Zabala.
Abogada. 16 de julio de 2005.