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Argentina: La lucha continúa

Argentina: Disputas y alternativas

Jorge Sanmartino


La única opción para que una plataforma antiimperialista y anticapitalista pueda llegar a millones de trabajadores es la unidad de los agrupamientos hoy dispersos para ofrecer algún instrumento mínimamente sólido y serio a una amplísima vanguardia que protagonizó el argentinazo

I

La señora Cristina Fernández de Kirchner le endilgó a Duhalde, en el debut de su campaña electoral, ser el ‘padrino’. La señora estaba acompañada, sin embargo, por la inmensa mayoría de los gobernadores peronistas. Insfrán o Alperovich, por ejemplo, ¿podrían ser acaso catalogados en un rango menor, si pudiéramos medir el grado de ‘mafiosidad’? La única diferencia es la magnitud y el poder que ejerce el peronismo bonaerense. El presidente Kirchner es hoy el líder de una federación de caudillos provinciales que, calculadora en mano, se ha pasado al campo virtual del ‘progresismo’ en el gobierno. Lo curioso de todo este asunto es que Duhalde no acepta subordinarse, como se dice en la jerga peronista, al ‘nuevo jefe’, es decir, que ahora el punterismo se organice oficialmente desde la casa rosada.

II

Especular sobre el destino de la gobernabilidad es un juego inútil. El centro de gravedad de la estabilidad política se encuentra definitivamente alojado en el despacho del ministro Lavagna. Detrás de él se ha venido componiendo un nuevo consenso en torno al nuevo patrón monetario y la concomitante redistribución de poder entre las fracciones capitalistas. Mientras el ciclo económico siga empujando la actividad interna y las exportaciones hacia delante es presumible prever que la unidad burguesa en torno a la política económica y la administración se mantendrán. La gobernabilidad está sostenida no sólo por el apoyo conjunto de los Techint y Repsol, sino del amplio abanico de bancos y empresas privatizadas que están siendo favorecidas gracias a la reestructuración de la deuda y a la renegociación de los contratos.

Lavagna simboliza, por otra parte, la continuidad esencial establecida entre Duhalde y Kirchner. No hay detrás de ellos otros intereses que los que delimita el campo estricto del poder político en pugna. Por supuesto, los modos y discursos de ambos son distintos. Sus estilos y tradiciones también. Incluso las diferencias ‘ideológicas’ se harán patentes y agresivas en los meses de lucha electoral. Pero los intereses de fondo no están en disputa. El ‘automatismo económico’ virtuoso viene a suplantar la lucha de intereses. La resultante es una despolitización fenomenal de la política nacional, puesto que la clase dominante ha sustraído del debate las cuestiones fundamentales de la agenda que las masas pusieron en la calle en el 2001. La renegociación de la deuda externa aplaudida en primer lugar por los banqueros y que convalida el endeudamiento espurio; la consolidación del esquema privatista inaugurado por el menemismo; la enajenación de todos los recursos naturales en primer lugar el petróleo y el gas, cuyo manejo y control son cuestionadas por las masas bolivianas. (Es justamente a la Repsol -también a Petrobrás- donde apuntan los activistas de El alto, La Paz y Sucre, cuando exigen la nacionalización); la continuidad del patrón laboral flexibilizado e informal y la disminución del salario real; y como consecuencia de todo esto un aumento de la desigualdad social y una estabilización, en pleno auge económico, de los parámetros de la pobreza y el desempleo. El traspaso cuasi ‘mágico’ de Pampuro, Aníbal Fernández y otros ministros y funcionarios a las huestes kirchneristas es prueba suficiente de que no se trata de un personal político que de un lado y otro de la General Paz represente intereses de facciones capitalistas diferentes, sino sobre todo de una cuestión de ‘billetera’ y, lógicamente, del instinto político de los hasta ayer menemistas y duhaldistas para saber orientar su carrera política a las sombras del poder.

III

Se ha dicho que la ruptura de Kirchner con Duhalde viene a demostrar que la crisis de representación, la dislocación de los partidos tradicionales y su divorcio con las aspiraciones de las masas, sobre todo a partir de la ruptura del argentinazo, se halla presente también en el seno del PJ, conformado hoy como una simple alianza de caudillos provinciales y no como una moderna maquinaria nacional.

Efectivamente la estabilidad de los viejos partidos con su tradicional clientela cautiva, sus alianzas sociales y su representación clasista definida son cosa del pasado. Esta mutación fue producto en primer lugar de cambios profundos en la configuración del estado neoliberal, sobretodo a partir de la crisis del año ’89. Los partidos tradicionales se fueron estructurando cada vez más como dos fracciones del mismo capital concentrado, acompañando el proceso de subordinación progresiva de la burguesía nacional al capital extranjero. No poseen entre ellos distinciones fundamentales en relación a las fracciones de clase que representan. Mientras el debate estuvo circunscrito a ‘las formas de gobernar’ y a los actos de corrupción, todas las facciones cumplieron con aquello que sostenía el Manifiesto Comunista, el de ser la junta ejecutiva de los intereses directos de los capitalistas. Lo que se operó en las últimas dos décadas es un vaciamiento de los contenidos sociales y políticos que antes delimitaban líneas de acción, ponían en movimiento una amplia militancia y apelaban a un imaginario colectivo. Este proceso culminó con la desvinculación de los lazos orgánicos que unían a los partidos tradicionales con amplios sectores populares.

Esto vino a erosionar la legitimidad de masas del bipartidismo, ya destrozado por el Pacto de Olivos. La rebelión de masas del 2001 concluyó la tarea al empujar desde la calle la crisis de esa representación, que dejó a la UCR, con una base social histórica asentada en las clases medias, al borde de la extinción. El PJ sin embargo fue crucial para sostener la estabilidad del régimen político, cumpliendo su papel histórico como partido de la contención social y amortiguador de la crisis. Cuando se señala su virtual fractura o fragmentación como partidos provinciales unidos por los préstamos del tesoro nacional, se apunta ciertamente a la evidencia de una crisis de representación. Pero justamente sobre ella cabalga Kirchner para quebrar el monopolio duhaldista en la provincia. Sin las fisuras provocadas por la irrupción de masas y la deslegitimación expresada en el ‘que se vayan todos’, el ascenso presidencial hubiera sido desafiado quizá con éxito desde La Plata. Nada de esto es hoy posible, colocando a Duhalde en la defensa de posiciones que se le escapan de las manos, lo cual no significa, ni mucho menos, que abandonará toda resistencia. Si Kirchner hoy puede pasar a la ofensiva montado sobre el repudio a la ‘vieja política’, los ‘aparatos partidarios’ y apelar al ‘voto independiente’ desde un discurso ‘progresista’ y ‘nacional y popular’ es sólo como producto de la expropiación política y la canalización institucional que lograra el gobierno de las jornadas de diciembre. En ese sentido, el gobierno de Kirchner es el representante espurio del argentinazo, y el desalojo ‘peronista’ del duhaldismo de la provincia el reflejo distorsionado de los grandes acontecimientos nacionales de los últimos tres años. Es verdad que el viejo sistema de partidos está en crisis. Pero justamente sobre ella cabalga la fracción petrolero-progresista del peronismo en su intento por asaltar al aparato duhaldista, lo cual viene a rebelar una vez más que no basta con pronosticar una crisis sino de saber en qué términos será resuelta la misma. En tanto el asedio popular fue encauzado por carencia de profundidad y dirección, el establishment político logró, a pesar de las dificultades, transfigurar las aspiraciones de masas tanto en iniciativas inofensivas por extemporáneas (leyes de impunidad), como en medidas de remozamiento institucional (Corte Suprema) que fueron el vehículo por medio del cual se alimentaron las ilusiones populares y de amplios estratos de la vanguardia movilizada, en primer lugar de muchas corrientes piqueteras y sobre todo de las organizaciones de DDHH más combativas y representativas. Si en las dos décadas anteriores algunos analistas vieron el proceso de cooptación de los dirigentes populares (intelectuales orgánicos), a la que desde la ciencia política italiana de Gramsci se le denominó transformismo, como forma superior de dominación política, el discurso setentista actual llevó esa característica a su máxima expresión. No hay ningún compromiso real con las clases subalternas, aunque parece haberlo. La ideología nacional, el ‘vivir con lo nuestro’, atender ‘la deuda interna’ fueron consignas inspiradoras para las masas que permitieron, junto a la cooptación material, cargos, favores, etc., desarmar el bloque popular que se constituyó en diciembre del 2001 y fortalecer las posiciones de la burguesía para reorganizar el estado. En este caso el consenso de masas favoreció el transformismo de buena parte de los líderes populares. La nueva ideología incluso, por introducir contenidos nacionales, se vuelve más dañina y peligrosa que la retórica anti-inflacionaria, modernizante y ética de las administraciones anteriores.

El pase de cuadros y organizaciones enteras al campo de la política estatal contribuyó decisivamente a bloquear la capacidad de los sectores movilizados de ampliar su base política.

IV

La crisis de poder abierta hace más de tres años no se cerró mediante la reconstitución de los partidos tradicionales tal como los conocimos. Esto por supuesto sería una extravagancia de la historia. Un peronismo con estructuras nacionales rígidas y homogéneo sería pura fantasía, pero incluso menos funcional a la recomposición de la maquinaria del estado que la actual fragmentación provincial, más flexible para articular intereses regionales sobre todo cuando el peronismo -por ausencia de oposición- se ha transformado, desde el punto de vista del poder, en el ‘partido único’ de la burguesía argentina. Por otra parte, que la unidad esté dada desde las alturas del poder ejecutivo y que su instrumento dilecto sea el fajo de billetes, no hace más que rendir homenaje a su tradición política, puesto que en el peronismo sólo es eficaz lo que viene desde la cumbre del poder. Como partido de gobierno y acicateado por las exigencias del capital, un partido nacional sólo puede estructurarse desde la cúpula del estado. No es casualidad la peregrinación obediente de todos los gobernadores al acto de lanzamiento de Cristina Fernández de Kirchner.

Ni el peronismo ni ningún otro partido capitalista necesitan hoy la participación masiva de la población movilizada. Los ritos y las apelaciones imaginarias han desaparecido. Si se han extinguido y fragmentado los grandes partidos nacionales y si no hay más intereses populares que agitar, se debe sobre todo a que no hay más nada que ofrecer desde el estado, que ha entregado la potestad sobre franjas enteras de la vida social a las decisiones del mercado, trasfiriendo con ello porciones sustanciales del poder a la esfera de la vida privada y redirigiendo dichas relaciones hacia posiciones particulares y micropolíticas. No es casualidad que el progresismo kirchnerista se caracterice por su falta absoluta de alguna medida redistributiva, a pesar de lo que aconsejan los intelectuales de la centroizquierda.

En la derecha un conglomerado de candidatos sin partido ha construido una precaria alianza electoral que no posee capacidad de gobierno. El grado de influencia de Elisa Carrió no va más allá de la región metropolitana. El Zamorismo expresará el remanente del movimiento popular de la capital que es crítico por izquierda a la política oficial, y su punto débil, el rechazo a toda forma de organización. Zamora se reveló como la más vertical de las voces de la horizontalidad. Todas estas figuras no son más que espectros evanescentes de un proyecto político inasible, carentes de toda materialidad.

La crisis de legitimidad y la decadencia de los partidos nacionales será potencialmente un factor revolucionario de primer orden en las sacudidas que las masas puedan provocarle al sistema, aunque hoy sea expropiada, por carencia de alternativas socialistas y antiimperialistas, por el personal político encargado de gobernar al servicio del capital. Que se vea obligado a dirigir los asuntos nacionales sobre la base de la demagogia y el engaño es una medida de las correlaciones de fuerza más generales que el levantamiento nacional ha consagrado, un tributo que el vicio le rinde a la virtud.

La superación de la etapa de ilusiones, la capacidad de acelerar la experiencia de las masas con el gobierno actual, la oposición seria que pueda estructurarse sobre bases clasistas no depende de diagnósticos equivocadamente fatalistas, sino de la articulación política que pueda realizarse como expresión de las demandas de las masas y la experiencia y la unificación política de las distintas expresiones de la vanguardia de lucha.

V

La centroizquierda ha desaparecido como expresión independiente. Mejor dicho, ha sido fagocitada por el propio peronismo. Salvo la candidatura de Binner en Santa Fé, ella carece de opciones. Si el sector agrupado en el Encuentro de Rosario ha decidido postergar su debut electoral se debe sobre todo a que no encuentra ‘espacio’ en esa franja, que ya está ocupada, hasta nuevo aviso, por el propio gobierno nacional. El mismo Binner pretende ‘dejar de lado’ a Kirchner a la hora de buscar adversarios electorales. Carrió modificó su ángulo de ataque, buscando en el republicanismo moralizante y los dinosaurios radicales instrumentos a mano para competir en octubre. Aquellos que han adherido a los postulados ilusionistas del kirchnerismo han quedado como la pata izquierda de los Insfrán, los West y los Alperovich. La centroizquierda nucleada en el Encuentro de Rosario sueña con el ocaso del kirchnerismo, aunque cabe esperar que encontrarán alguna otra formación política a la cual, llegado el momento, deban, por su propia esencia, subordinarse.

Los movimientos de lucha de los últimos tres años, entre los que se encuentra una amplia militancia social nacida de la experiencia piquetera, de las empresas recuperadas, los derechos humanos y las últimas luchas sindicales, donde la izquierda cumplió en todos ellos un papel importante, son la base esencial para constituir una genuina oposición popular a las diversas variantes capitalistas. Por separado y en su propia esfera de actividad, ninguna de estas experiencias es capaz por sí misma de transformarse en instrumento de poder.

De su seno han nacido tendencias sindicalistas y movimientistas inevitables para un proceso social que carece, incluso a nivel global, de ejemplos o alternativas reales que inspiren las luchas anticapitalistas. Las tendencias anti-partidistas y anti-políticas que han ganado fama mundial inspiradas por la idea de ‘cambiar el mundo sin tomar el poder’ como un espíritu de época, rechazan cualquier proyecto político que pretenda volverse hegemónico, es decir de cualquier alternativa partidista que aspire al poder, lo cual invalida al mismo tiempo su objetivo de ‘cambiar el mundo’. Mientras la misma idea de revolución en tanto factor de derrocamiento político era rechazada por algunos de estos movimientos, algunas de estas corrientes autonomistas se deslizaron hacia las destempladas aguas de la centroizquierda continental, liderada por Lula y Kirchner. La experiencia latinoamericana enseña, por la negativa, que del vacío partidista no emerge la revolución del ‘anti-poder’ ni el comunismo de la multitud, sino la reconstrucción del poder estatal allí donde ha sido cuestionado. La lucha sindical y reivindicativa no puede constituir por sí misma una alternativa al régimen político. Tampoco una respuesta a la coyuntura electoral. El anti-partidismo y el sindicalismo no son alternativas a la dispersión, fragmentación e incluso al impasse de la corrientes de izquierda. La idea de una recomposición de la clase trabajadora, si no quiere ser una pobre caracterización sociológica debería incluir como definición la capacidad de elevar a los planos conscientes a los movimientos de lucha instintivos, lo cual presupone en primer lugar una definición en la política nacional.

Una oposición consecuente en el actual desenlace electoral sólo puede estructurarse sobre la base de una perspectiva, un proyecto y una organización claramente antiimperialista y anticapitalista. Al mismo tiempo no hay forma de construir una herramienta de este tipo si no está anclada en las experiencias reales de la vanguardia de lucha, por más inmaduras y embrionarias que sean. En ese sentido el coqueteo con personajes aislados de la centroizquierda, como Cafiero, por parte de IU sólo puede conducir a la confusión y el oportunismo, puesto que se subordina la construcción real de un frente clasista anclado en la vanguardia obrera, piquetera y estudiantil, a personajes arribistas ajenos a dicha experiencia. La amplia convocatoria a la unidad de la izquierda por parte del PO concluyó en su contrario, con su más enérgico rechazo a la proclamada unidad con otras fuerzas de la izquierda. Otros grupos socialistas incluso prefirieron transformar las elecciones de octubre en una interna abierta de la propia izquierda, operación que a su turno incluye el llamado unitario de rigor y al mismo tiempo la firme decisión de no alcanzarlo.

Pero la única opción para que una plataforma antiimperialista y anticapitalista pueda llegar a millones de trabajadores es la unidad de los agrupamientos hoy dispersos para ofrecer algún instrumento mínimamente sólido y serio a una amplísima vanguardia que protagonizó el argentinazo. No se trata de que cada organización defienda sus propias prerrogativas y candidaturas en un eventual frente de izquierda. Eso es completamente legítimo. Se trata por sobre todas las cosas de evitar una mayor disgregación y ofrecer una alternativa clara y visible sobre la base de un planteo clasista. Las disputas microscópicas son inentendibles para las masas, que en definitiva, son las que cuentan. La peregrina idea de que pequeñísimos grupos de algunos cientos de militantes y un puñado (y a veces ni siquiera eso) de dirigentes sindicales y estudiantiles pueda dirigirse a las masas por sí mismas y ser reconocidas por ellas como partido de la clase obrera, es quizá el obstáculo principal que impide construir una referencia política de importancia nacional de la izquierda socialista.

La tentación de ocupar el espacio vacante de la centroizquierda abandonando las posiciones clasistas de un lado, y la idea de vegetar (mientras el régimen político lo permita) como pequeñísimas organizaciones con listas electorales propias (que permite sostener un pequeño aparato propio y la ilusión de un mini partido consumado) por el otro, son dos graves desviaciones y obstáculos para construir una izquierda revolucionaria amplia y enraizada en las luchas y los movimientos de la clase trabajadora. La tarea fundamental de este momento y hasta el 24 de agosto es la de articular un frente que exprese la unidad programática y de acción que alcanzaron los movimientos sociales y los partidos de izquierda el 1º de mayo, el 24 de marzo o el 2 de abril. Un frente de este tipo debe ser el mínimo común denominador para todo aquel que lo acepte, partidos y movimientos sociales, a partir del cual la más amplia libertad de acción facilite a cada uno agitar su propio programa.

Las organizaciones y diversos agrupamientos de la izquierda pueden progresar a condición de que reflejen, aunque sea en parte, las necesidades reales y efectivas de las masas en su conjunto.