La Vanguardia/"The Independent". Traducción: Rita da Costa.
Es algo casi tan previsible como el propio "haj" (peregrinación). Hace siete años, la tasa de muerte en La Meca era de 402 personas al año, y tres años más tarde se había disparado hasta alcanzar la cifra de 1.426 fallecidos. En el año 1994, 270 peregrinos perdieron la vida en una avalancha humana durante la peregrinación, entre ellos mi barbero de Beirut. No hubo ningún comunicado oficial al respecto. Sencillamente nunca regresó a Líbano. Tres años más tarde, fue un incendio el que arrasó el campamento en el que se habían instalado los peregrinos, y las llamas segaron la vida de 340 hombres y mujeres. En 1998, 180 personas murieron pisoteadas, otras 35 en el 2001, y ayer por la tarde 244 peregrinos perecieron aplastados y arrollados por la multitud.
Si las catástrofes pasadas pueden tomarse como referencia, es de suponer que el número de víctimas ascenderá a trescientas, como mínimo, antes de que se acabe el día de hoy. Todos esos peregrinos habrán muerto mientras se acercaban a las columnas de piedra de La Meca que -simbólicamente, como no se cansan de subrayar los saudíes- representan el demonio y que fueron erigidas en el lugar donde supuestamente éste se apareció a Abraham. La tradición manda que los peregrinos arrojen piedras a las columnas y, si bien los musulmanes más cultos rechazan esta práctica, la lapidación del "demonio" se mantiene desde hace siglos como parte indisociable de la peregrinación.
Cabría buscar las raíces de este ritual, por lo demás estrafalario, en incontables frustraciones, pero lo cierto es que la costumbre de arrojar piedras, zapatos e insultos tras toda una noche de vigilia y oración sigue siendo tan peligrosa como siempre.
Como de costumbre, los saudíes han culpado a Dios de la catástrofe. "Se han tomado todas las precauciones para evitar un incidente de este tipo -ha asegurado el ministro saudí de la Peregrinación, Iyad Amin Madani-. Pero ha sido voluntad de Dios que ocurriera. El destino puede más que las medidas de seguridad." No obstante, cada vez son más los peregrinos heridos -y los familiares de aquellos que sencillamente nunca regresan del "haj"- que señalan con el dedo acusador a la inveterada burocracia saudí y el miedo de ésta a la policía religiosa, cuyos funcionarios deberían prevenir este tipo de tragedias. En efecto, cuando casi 1.500 peregrinos perdieron la vida en 1990 a causa de una avalancha humana en el interior de un túnel, los saudíes se las arreglaron para responsabilizar de la tragedia a Dios y a la empresa que había construido el túnel.
Dos millones de peregrinos -y, en justicia, cabría recordar que los saudíes tienen que controlar una multitudinaria oleada de fervor religioso durante el "haj"- caminaban y corrían ayer hacia el puente Jamarat de Mina, enfundados en sus túnicas blancas, para arrojar piedras contra las columnas en el mismísimo día del Aid al Adha, la fiesta del Sacrificio. Y, como ocurre tan a menudo, las autoridades -más preocupadas por un atentado terrorista y por posibles altercados que por una catástrofe humana- se vieron desbordadas. La mayor parte de las víctimas murió literalmente aplastada cuando sus huesos cedieron bajo la presión de decenas de miles de peregrinos que empujaban inexorablemente hacia las columnas, y sus cadáveres fueron arrastrados por la muchedumbre entre gritos mientras proseguía el ritual del apedreamiento.
Casi todas las víctimas serán enterradas en La Meca, algo que en la cultura islámica se considera un privilegio, aunque muchas familias sólo se percatarán de la pérdida de sus seres queridos en los días venideros. Se cree que la mayor parte de las víctimas es de nacionalidad saudí.
En realidad, no hubo violencia premeditada en la peregrinación, aunque algunos clérigos islámicos denunciaron repetidamente a los "guerreros sagrados" -léase Ossama Bin Laden, también de nacionalidad saudí- como una afrenta a la religión musulmana. "¿Es guerra santa derramar sangre musulmana?", preguntó el jeque Abdul Aziz Al Sheij, el principal teólogo de Arabia Saudí, en su sermón en la mezquita de Namira. "¿Es guerra santa derramar la sangre de no musulmanes acogidos en tierra musulmana? ¿Es guerra santa destruir las propiedades de musulmanes?"
Este sermón, visto por televisión por millones de musulmanes de Arabia Saudí y del Golfo, habrá generado casi tantas preguntas como respuestas. ¿Se encuentran las tropas americanas -objetivo de Bin Laden- entre los "no musulmanes" que han sido "acogidos" en tierra islámica? ¿Son "propiedades" de musulmanes los recintos saudíes en Yedda atacados recientemente por Al Qaeda? La mezquita de Namira se yergue junto al monte Arafat, donde el profeta Mahoma pronunció su último sermón en el año 632, exhortando a los fieles a recordar que "cada musulmán es un hermano musulmán y que los musulmanes son todos hermanos, por lo que deben evitarse las luchas internas".
La guerra de ocho años entre Irán e Iraq y el historial de cinco décadas de represión interna en las dictaduras árabes sugiere que las palabras del Profeta no fueron precisamente seguidas por los líderes de Oriente Próximo en los últimos años. Y los ataques suicidas con bombas en Iraq, Turquía y Arabia Saudí demuestran que los seguidores más acérrimos del islam pueden discrepar de la interpretación del Corán que hace el jeque.
Una de las columnas apedreadas con tanta saña ayer por una multitud enardecida tenía garabateadas las letras "USA". La matanza de camellos, vacas y corderos para comer sus restos asados no es, a lo que parece, la única manera que tienen los peregrinos de celebrar el Aid.