Latinoamérica
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Un coro de lejanas melodías
Sergio Ramírez
Los avances tecnológicos que marcan el cambio de milenio se producen de
manera demasiado vertiginosa y compleja como para que pueden ser percibidos en
su integridad por sociedades en desarrollo como las nuestras. A veces cuesta
decirlo, pero somos consumidores de punta, y generadores de cola.
No creamos tecnología, pero tampoco influimos en las consecuencias que la
tecnología genera, consecuencias que son capaces de cambiar de manera radical
nuestra suerte. La avalancha tecnológica crea sus propios signos y sus propias
tendencias, y el lenguaje no tiene más que copiarlos, así como nuestros propios
sistema culturales, desarticulados y empobrecidos, copian, a su vez, los
instrumentos tecnológicos y su uso.
Pero aplicar la tecnología, adoptarla y adaptarla, representa de todas maneras
un desafío insoslayable, frente a las necesidades de aparejar el desarrollo
desigual. Si algo resulta urgente es avanzar sobre la acumulación de
anacronismos culturales que conviven y sobreviven en nuestra sociedad bajo el
disfraz de la contemporaneidad, y que marcan nuestra vida económica y social.
Aparejar el desarrollo desigual significa, antes que nada, estrechar los abismos
entre los distintos segmentos anacrónicos de realidad que conviven en nuestras
sociedades, y que corresponden a épocas diversas y distantes. En muchos
sentidos, estos desajustes del desarrollo, que son desajustes culturales, y no
sólo económicos, tienen mucho que ver con la vida social, y por tanto, con la
vida política.
El autoritarismo, por ejemplo, que se alimenta en el sustrato sobreviviente de
la cultura rural. La modernización significa también, por lo tanto, que la
democracia adquiera una sustancia cultural permanente, y que en lugar de la
magia del poder del individuo en la conciencia colectiva, pueda surgir la magia
del poder de las instituciones.
El nuestro es un fenómeno de dispersión y desarticulación cultural, que al
extenderse en el tiempo, como realidad, hace cada vez más difícil que el
crecimiento económico sea capaz de corregir por sí mismo el atraso cultural que,
como paradoja, se interpone a la vez como un obstáculo formidable frente al
desarrollo. Aunque imagináramos una velocidad de la tasa de crecimiento
económico muchas veces mayor que la que hoy se está operando, la desigualdad y
el atraso culturales seguirían incólumes, porque obedecen a sus propias leyes,
aún mucho más complejas que aquellas que rigen la economía, y constan de
variables mucho más numerosas y sutiles.
Un desarrollo cultural que preserve la diversidad y haga posible, entre otras
cosas fundamentales, la participación activa en la tecnología, y en la
democracia. Se trata de que el atraso cultural deje de ser una rémora para el
desarrollo económico; y se trata, a la vez, de que al atraso económico deje de
ser una rémora para el desarrollo cultural.
Esto significa que debemos reconocernos entre nosotros mismos como partícipes de
una empresa común, la del desarrollo, pero al mismo tiempo entender que esa
empresa tiene un sentido espiritual; que necesitamos una educación cada vez más
diversa, más amplia y de mayor excelencia, que nos de el dominio de las
herramientas de la nueva tecnología, pero también la consolidación de una
democracia no casual, sino permanente, debidamente asentada en instituciones
confiables.
Sólo de esta manera podemos desterrar del tejido de nuestras ideas, y de nuestro
propio comportamiento social, esa vieja convicción subyacente de que nuestro
papel en el mundo, sobre todo en tiempos de globalización, volverá a ser el
mismo de siempre, el de los miembros del coro que repite lejanas melodías, el de
quien nada necesita crear porque le basta copiar.
Debemos prepararnos, por el contrario, a ofrecer e intercambiar inteligencia en
el mercado global. El mundo del nuevo milenio será el de la primacía de los
talentos, como el valor agregado más alto de los mercados; los talentos
generadores de novedades, creadores de sistemas informáticos, de nuevas lógicas
del funcionamiento de las empresas, de los servicios públicos, pero también de
obras de arte, de imaginación.
Cada vez será menos útil esa acepción restringida y obsoleta de la palabra
cultura, que nos hemos acostumbrado a usar. Cultura debe ser para nosotros todo
lo que crea y transforma, desde el arte y la literatura, por supuesto, a la
educación, la tecnología, y la democracia. Y la cultura debe valerse siempre de
los medios tecnológicos, como transmisores por excelencia del conocimiento y la
información.
No precisa aguardar a que el último de los indígenas de la cuenca de nuestros
ríos del caribe, o de las selvas, deje el arpón o la flecha, o que toda la
agricultura patriarcal se convierta en agricultura de punta para empezar a
movernos hacia nuestras metas de desarrollo humano. Nuestra posibilidad de
transformación precisa, antes que nada, que la educación se convierta en
generadora de modernidad tecnológica y modernidad democrática. Sólo así podremos
crear nuestros instrumentos de futuro.
Masatepe, agosto del 2004.