El referéndum realizado anteayer en Bolivia en torno a las condiciones de
explotación y comercialización de los hidrocarburos se saldó, en una primera
lectura, en un espaldarazo político para el presidente Carlos Mesa, quien llegó
al cargo tras la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada, el neoliberal que en su
primer mandato (1993-1997) desnacionalizó los recursos naturales del subsuelo
boliviano, y en el segundo (2001-2004) pretendió iniciar la exportación a gran
escala de gas natural, lo que generó la revuelta popular que acabó con su
gobierno, con un costo humano de más de medio centenar de muertos.
Atrapado entre la determinación popular de impedir el saqueo de los
hidrocarburos por las trasnacionales que operan en el país y las presiones de
éstas y de los centros internacionales del poder financiero, el gobierno diseñó
un referéndum con un cuestionario deliberadamente ambiguo y equívoco, cuyas
respuestas pudieran ser consideradas un triunfo tanto por los organismos
sociales y políticos que se oponen a la explotación del gas natural del
Altiplano como por los intereses trasnacionales empeñados en exportarlo a México
y Estados Unidos a través -lo que constituye un agravio adicional al
nacionalismo boliviano- de puertos que le fueron arrebatados a Bolivia en la
Guerra del Pacífico del siglo antepasado y que actualmente pertenecen a
territorio chileno.
El éxito del referéndum es harto cuestionable desde diversos puntos de vista. En
la lógica de la aritmética democrática, las respuestas afirmativas que el
gobierno esperaba fueron ampliamente mayoritarias, pero debe tenerse en cuenta
que sólo 40 por ciento de la ciudadanía acudió a votar, con todo y que la
participación en la consulta era obligatoria, y que 10 por ciento de los
sufragios fueron anulados o entregados en blanco. Las ambiguas propuestas
gubernamentales carecen, en síntesis, del respaldo de la mayoría absoluta de los
ciudadanos. No por ello pierden validez formal, pero sí legitimidad y fuerza
política.
Una de las preguntas fue formulada para remover a favor del gobierno la
reivindicación de la salida al mar (se pregunta si se apoya una gestión oficial
orientada a negociar con Chile una salida al Pacífico a cambio de gas), pero su
carácter demagógico es evidente, toda vez que las autoridades de Santiago
descartaron, de antemano, cualquier propuesta en ese sentido. Otra habla de una
recuperación por el Estado de los derechos de comercialización de los
hidrocarburos a boca de pozo, que según una interpretación marginaría a las
trasnacionales del derecho de decidir a quién y en qué condiciones vende los
recursos, pero que según otra permitiría la confiscación de gas y petróleo una
vez extraídos.
Lo que nunca se planteó en el referéndum, y que fue el detonador central de la
revuelta que acabó con el gobierno de Sánchez de Lozada, es el derecho de los
pueblos indígenas a decidir sobre los recursos naturales de sus propias tierras.
Ese asunto queda, pues, como una asignatura pendiente y como un foco de nuevos
descontentos -y acaso también de nuevas sublevaciones- en el altiplano de
Bolivia.
El margen de negociación ganado por Mesa con el referéndum se agotará en cuanto
choquen, en el Congreso y en las calles, las interpretaciones contrapuestas
sobre el sentido de las preguntas formuladas, y vuelvan a enfrentarse dos
visiones del mundo difícilmente conciliables: la de las trasnacionales y sus
aliados locales y la de las sociedades que ven en la protección y preservación
de sus recursos una clave de su sobrevivencia.