Latinoamérica
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Indígenas y sostenibilidad
El otro mundo ¡ya es posible!
Pablo Suess
Agenda Latinoamericana Mundial
Un día soleado, por el descuido de un niño, se incendió la gran casa Yanomami
que cobija a todo el pueblo de la aldea. En pocos minutos las llamas destruyeron
todo. Nadie gritó al niño. Nadie fue acusado de «falta de responsabilidad». En
medio de las carreras por el incendio, una yanomami vuelve a su casa en llamas
para buscar algo. Cuando reaparece, envuelta en humo, trae un papagayo asustado,
mudo y aturdido. Al adentrarnos en la vida de los pueblos indígenas descubrimos
muchos gestos semejantes de ternura pedagógica y convivencia socioecológica que
forman parte de una alteridad extraña y una sabiduría profunda. En conjunto
configuran –en comparación con la sociedad dominante- la lógica de otro proyecto
de vida, que ya existe. El «otro mundo», además de ser una herencia y un sueño,
es una construcción del día a día, también en los territorios indígenas. Y de
este «otro mundo» que ya existe, nosotros, pastores de la aurora de ese «otro
mundo que es posible», podemos aprender algunas lecciones para conducir el
rebaño de sueños y luchas al aprisco de un mundo nuevo.
1. Prioridad de la vida Escoger un papagayo como «objeto de valor»
preferencial de una casa en llamas, es algo que nos sorprende. Bartolomé de Las
Casas nos relata el discurso de un cacique que, ante de la inminente invasión de
los españoles, cuestiona los valores de la sociedad colonial. En el relato, el
cacique explica a su pueblo por qué «los cristianos» están matando tanta gente:
«Tienen un Señor muy grande -dice el cacique Hatuey- a quien mucho quieren y
aman. Este Señor es el oro». Hoy sería el oro negro, el petróleo. Y el cacique
manda tirar el oro de la aldea al río. Cuando peligra la vida, se salva al
papagayo vivo y se desprecia el oro muerto. Los franciscanos de la primera hora
de la conquista elogiaban el «desprendimiento» de los indios. Pero ese
«desprendimiento» de los pueblos indígenas no era una cuestión de «virtud» o de
«moral», sino de su «proyecto de vida». Al salvar al papagayo, la yanomami, como
persona en medio de su pueblo, no es más virtuosa que muchas personas de nuestra
sociedad. Lo que marca la diferencia entre la sociedad indígena y la sociedad no
indígena no es la elección entre dos señores, sino la elección de un Señor o de
ningún señor. Su «buen sentido» fundamenta una lógica de la vida que no se deja
imponer opciones equivocadas. Las sociedades indígenas rechazan las falsas
alternativas entre anarquía y señorío, entre igualdad y libertad, entre
felicidad y justicia. Viven la «coincidencia de los opuestos», la igualdad en
libertad, la felicidad con justicia, el consenso en la diversidad, la fiesta en
el trabajo.
2. Pedagogía comunitaria Para la sociedad indígena, «tiempo» no significa
«dinero». Los indígenas saben «perder» tiempo con el crecimiento de sus hijos.
Desde que nace, el indio está bien amparado como individuo en su comunidad, y es
educado para vivir en comunidad. El niño que nace es de todos. La comunidad
indígena no deja a nadie caer en la marginación social. Entre los 5000 xavantes,
nace cada año una aldea nueva, con más de 250 niños, sin «menores abandonados».
Los niños no son una rémora para la prosperidad del pueblo, sino causa de
alegría y bienestar social y ecológico. En la iniciación xavante, por ejemplo,
el significado simbólico del agua tiene gran importancia. El «agua viva» de los
ríos está habitada por los buenos espíritus. El «agua muerta» -el agua estancada
de los lagos- está habitada por los malos espíritus. En ese contexto, la lucha
por la conservación de los ríos es una lucha vital, ecológica y espiritual por
conseguir la presencia de los buenos espíritus. La adolescencia es considerada
la fase más importante de la vida. Los wapté (adolescentes) son el centro de
varias ceremonias, ritos y leyendas. Su función social más importante es
ejecutar los cantos en las varias horas marcadas del día y de la noche para
alegrar la comunidad. La vida en comunidad no reprime la espontaneidad, ni la
libertad individual. «Aman a sus hijos extraordinariamente (…) y no les imponen
ningún género de castigo», cuenta Fernán Cardim de los Tupinambas del siglo XVI
(1584). La educación indígena no ata al individuo al mundo productivo y
competitivo del mercado. La educación no es estresante porque no es fuente de
renta, ni apunta al lucro. Prepara para la vida y para la alteridad que es la
libertad de ser respetado en su diferencia. Cierto día, una profesora-misionera
entre los Munky, dijo a una mujer indígena: «Escucha, tengo una cosa que
enseñarte». La mujer miró a la profesora y le dijo: «¡No! ¡No me digas cosas de
ésas!». La escuela del «otro mundo» nacerá en el momento exacto en que el «tengo
una cosa que enseñarte» sea sustituido por la actitud del «tenemos algo que
aprender juntos», con relaciones igualitarias entre nosotros, también en el
saber. En una sociedad donde uno sabe lo que todos pueden saber, y donde uno
tiene lo que todos pueden tener, la sabiduría y la propiedad no se transforman
en instrumentos de dominación.
3. Solidaridad preinstitucional En la sociedad tradicional de los pueblos
indígenas se aprende, desde el nacimiento, que la solidaridad con la vida es
responsabilidad de todos. Por eso no puede ser tercerizada para el Estado u
otras instituciones. La llamada sociedad nacional creó para cualquier calamidad
de la vida una institución especializada, desde los bomberos hasta la Cruz Roja.
Y la posibilidad de poder delegar la responsabilidad por el prójimo a
instituciones, crea muchas veces irresponsabilidad individual. «¿Para qué
pagamos impuestos?», preguntan los ciudadanos «modernos». En las sociedades
indígenas no existe un orfanato para menores, ni un asilo para los ancianos, ni
un hospital para los enfermos, ni una cárcel para los criminales, ni un burdel
para apaciguar la libido sexual de los hombres. La sociedad indígena sabe
resolver todos los «problemas» que llevaron a «sociedad civilizada» a fundar
estas casas de caridad y reclusión que separan a los individuos de la comunidad
y que se convierten en fuentes de lucro en la red de privilegios y de poder. El
proyecto de vida del mundo «tradicional» produce una solidaridad inmediata y
preinstitucional. Tras esa solidaridad está la experiencia de que la vida es
vida en red, donde unos tienen necesidad de otros. La vida del otro es
necesaria. Todos son necesarios. Y desde muy pronto, el niño aprende en su aldea
que no sólo el vecino, sino también los animales y las estrellas, las plantas y
los árboles, los espíritus y las almas, forman parte de esa red de la vida donde
las fronteras entre «sujeto» y «objeto» todavía no están marcadas por la
dominación. Cuando, hace algunas décadas, los antropólogos llegaron al pueblo
Mynky, encontraron una comunidad que, antes de cortar un árbol, pedía permiso al
árbol.
4. Festividad estructurante En el centro de la vida del pueblo guaraní
está la fiesta. Cuando los misioneros del siglo XVI prohibieron o redujeron las
fiestas, los guaraníes dejaron de cultivar sus plantaciones. La sociedad guaraní
no vive para producir, sino que produce y trabaja para vivir. Los ejes de su
cultura son la raza, el canto y la danza. El «otro mundo» de los pueblos
indígenas es un mundo festivo y ritual, centrado en la persona y en la
comunidad, en la gratuidad recíproca y en el compartir. En la fiesta se reparte
el alimento y se transforma el espacio. El tiempo se detiene. Y son sobre todo
las mujeres las que reparten el alimento. Irradian la alegría de convivir. La
festividad invade toda la vida. Los guaraní no sólo trabajan para poder
festejar, sino que trabajan festejando. Ciertas actividades del trabajo, de la
caza o de la construcción de la vivienda, las realizan los guaraníes en forma de
colaboración comunitaria. El jesuita Cardim cuenta en sus «Tratados de la tierra
y de la gente del Brasil» que los guaraníes, cuando decidían hacer una
plantación mayor, ofrecían mucho vino, lo que sustituía cualquier pago. Atraída
por el vino, toda la comunidad participaba y trabajaba hasta diez horas por día.
Este trabajo comunitario –el mutirão, o puxirum- tenía un carácter festivo y
gratuito. Sobrevivió hasta hoy en las comunidades rurales. «Puxirum» significa
lo que es: la reciprocidad de las manos abiertas. La fiesta es una de las
condiciones de igualdad social. En la fiesta, la «divina abundancia» es
socializada en el capricho estético (adornos preciosos, pinturas corporales,
artesanías) y en el exceso de comida y bebida. La fiesta de todos es la
instancia crítica de la sociedad de consumo privilegiado, donde es difícil
realizar una fiesta como Navidad, una fiesta patronal, o una celebración de un
nacimiento, casamiento o defunción, sin que ronde el fantasma de una factura
comercial. Donde el lucro se sobrepone a la gratuidad de la fiesta y de los
ritos, éstos no producen ya renovación o renacimiento, sino que se vuelven
inserción en el mercado y reproducen desigualdad. «Pobre», en la sociedad de los
guaraníes es aquel que no puede practicar la reciprocidad de la fiesta;
«pecador» es aquel que o quiere practicar la reciprocidad, porque recoge y
produce para acumular y con eso impide la realización de la fiesta. La «Tierra
sin males» es la tierra de la divina abundancia, que permite hacer la fiesta. Al
trabajo comunitario le corresponde la propiedad comunitaria de la tierra. Por
pertenecer a Dios, la tierra no puede ser vendida. La tierra indígena no es para
producir lucros. Para los pueblos indígenas, la tierra es tierra madre, tierra
mujer madura, tierra para vivir y para engendrar hijos.
5. Modernidad universal El «otro mundo» indígena no es un mundo «pre-moderno»,
si no consideramos la modernidad como idéntica al capitalismo y al desarrollo
tecnológico. Los cronistas del siglo XVI hablan constantemente de la abundancia
de alimentos que encontraron en las aldeas guaraníes, sin máquinas agrícolas,
sin abonos químicos y, al principio, sin herramientas de hierro. El «otro mundo»
de los pueblos indígenas reivindica las verdaderas conquistas civilizatorias de
la modernidad para todos, a saber, la autodeterminación y la participación, la
igualdad de derechos y la pluralidad de las culturas, el equilibrio de las
cuestiones éticas frente al individuo y a la colectividad, la articulación entre
la solidaridad de la comunidad y la responsabilidad de cada persona con los
contemporáneos y las futuras generaciones. La modernidad no significa
«incorporación de lo diferente a lo mismo», sino la convivencia de muchos modos
de ser que se encuentran como herencia y promesa en el continente
latinoamericano. Las sociedades indígenas no necesitan pasar por el «pecado
original» de la productividad capitalista, de la alienación consumista y de la
especialización cientifista. El conocimiento indígena sobre la flora y la fauna
es enciclopédico. Lévi-Strauss advirtió, hace tiempo, que existen dos modos
diferentes de pensamiento científico: uno más intuitivo, que mezcla saberes
desde un abordaje holístico, y otro que se distancia, desmonta el objeto en
partes, crea especializaciones y «disciplinas»… La sabiduría de los pueblos
indígenas, muchas veces calificada como «magia», permite, en relación a la
«ciencia», no sólo un acceso paralelo a la naturaleza, sino también un acceso
con menos efectos colaterales, con menos «locuras». ¿No es una «locura» vender
cigarrillos con el aviso de que esos mismos cigarrillos son dañinos para la
salud? La construcción histórica del «otro mundo» se da en un contexto de luchas
sociales y racionalidad vivencial. La lucha indígena apunta a la ruptura que
significa transformación de los síntomas de una patología social -considerada
«providencial»- en sufrimiento histórico, con causas y causadores
identificables. El movimiento indígena es la memoria y la consciencia de una
lucha que procura desmantelar la red de privilegios, de prestigio y de hegemonía
del latifundio de la tierra, del capital financiero, de los medios de
comunicación y del saber. Los pueblos indígenas, junto con los otros movimientos
sociales, luchan no por el paraíso terrestre, sino por un mundo donde todos
tengan las mismas oportunidades para vivir y donde vivir signifique un alegre
con-vivir con la vecindad, con responsabilidad social y ecológica hasta los
confines del mundo.