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Internacional

30 de enero del 2004

La muerte del sueño americano

Paul Krugman
The Nation

El otro día me encontré leyendo un pasquín izquierdista que contenía indignantes afirmaciones sobre Estados Unidos. Decía que nos estamos convirtiendo en una sociedad en la cual los pobres tienden a quedarse pobres, por duro que trabajen, y en la cual los hijos tienen una probabilidad mucho mayor de heredar el estatus socioeconómico de sus padres que los de la generación anterior.

¿El nombre del pasquín? Business Week, que publicó un artículo llamado "Despertando del sueño americano". En él se resumen investigaciones recientes que muestran que la movilidad social en Estados Unidos (la cual nunca fue tan alta como decía la leyenda) ha decaído de manera considerable en las décadas recientes. Si se coloca esa investigación junto a otra que apunta a un drástico incremento en la desigualdad del ingreso y la riqueza, se llega a una incómoda conclusión: Estados Unidos tiene cada vez más el aspecto de una sociedad de clases.

Y ¿adivinen qué? Nuestros líderes políticos hacen todo lo que pueden para fortalecer la desigualdad de clase, a la vez que acusan a quien se queje -o siquiera señale lo que ocurre- de ser practicante de la "lucha de clases".

Hablemos primero de los hechos en cuanto a distribución del ingreso. Hace 30 años éramos relativamente una nación de clase media. No siempre había sido así: la sociedad de la Era Dorada era sumamente desigual, y así permaneció durante el decenio de 1920. En cambio, durante las dos décadas siguientes el país experimentó lo que los historiadores económicos denominaron la Gran Compresión: un drástico estrechamiento de las diferencias de ingreso, tal vez a consecuencia de las políticas del Nuevo Trato de Franklin Roosevelt. Y este nuevo orden económico persistió por más de una generación: sindicatos fuertes; impuestos sobre las herencias, las ganancias empresariales y los ingresos altos; estrecho escrutinio público del manejo de los consorcios: todo ello ayudó a mantener relativamente pequeñas las diferencias de ingreso. La economía no era igualitaria, pero hace una generación las enormes desigualdades del decenio de 1920 parecían muy lejanas.

Ahora han regresado. Según estimaciones de los economistas Thomas Piketty y Emmanuel Saez, confirmadas por datos de la Oficina de Presupuesto del Congreso, entre 1973 y 2000 el ingreso real promedio del 90 por ciento más bajo de los contribuyentes estadunidenses disminuyó en 7 por ciento, en tanto el del uno por ciento más alto creció 148 por ciento, el del 0.1 por ciento más alto aumentó 343 por ciento y el del 0.01 superior se elevó 599 por ciento. (Esas cifras excluyen las ganancias de capital, así que no son una distorsión generada por la burbuja del mercado de valores.) La distribución del ingreso en Estados Unidos ha vuelto a los niveles de desigualdad de la Era Dorada.

No importa, dicen los apologistas, quienes cocinan documentos con títulos como el de aquel estudio de la Fundación Heritage fechado en 2001, La movilidad del ingreso y la falacia de los argumentos de la lucha de clases. Estados Unidos, dicen, no es una sociedad de castas: las personas que obtienen altos ingresos este año pueden tener bajos ingresos el año próximo, y viceversa, y el camino a la riqueza está abierto para todos.

Aquí es donde entran esos rojillos del Business Week: como señalan (y como economistas y sociólogos han estado advirtiendo desde hace algún tiempo), Estados Unidos es más una sociedad de castas de lo que nos gusta creer. Y las líneas entre las castas se han vuelto mucho más rígidas en tiempos recientes.

El mito de la movilidad del ingreso siempre ha superado a la realidad: por regla general, una vez que alcanzan los 30 años de edad, las personas ya no suben o bajan demasiado la escalera del ingreso.

Los conservadores citan a menudo estudios como el emitido en 1992 por Glenn Hubbard -funcionario del Tesoro en tiempos de Bush padre que luego se volvió jefe de asesores económicos de Bush hijo-, el cual pretende mostrar que grandes números de estadunidenses ascienden de empleos de bajo salario a otros de salario alto durante su vida laboral. Pero lo que estos estudios miden, según apunta el economista Kevin Murphy, es sobre todo "al tipo que trabaja en la librería de la universidad y tiene un empleo de verdad alrededor de los 30 años de edad". Los estudios serios que excluyen esa seudomovilidad muestran que la desigualdad en el promedio de ingresos durante periodos largos no es mucho menor que en los ingresos anuales.

Es cierto, sin embargo, que Estados Unidos fue alguna vez un lugar de sustancial movilidad intergeneracional: con frecuencia los hijos eran mucho más prósperos que los padres. Una encuesta clásica de 1978 descubrió que entre los varones adultos cuyos padres se encontraban en el 25 por ciento inferior de la población, en términos de estatus económico y social, 23 por ciento habían logrado ascender hasta el 25 por ciento superior. En otras palabras, durante los treinta y tantos años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el sueño americano de movilidad ascendente fue una experiencia verdadera de muchas personas.

Ahora viene el golpe: el artículo del Business Week cita una nueva encuesta entre varones adultos de hoy, la cual encuentra que esa cifra se ha reducido a sólo 10 por ciento. Es decir, en la generación pasada la movilidad hacia arriba ha tenido un drástico descenso. Muy pocos hijos de la clase baja logran ascender siquiera hacia un ingreso moderado. Esto se compagina con otros estudios que indican que aquellas historias "de mendigo a millonario" se han vuelto escasas al punto de la extinción, y que la correlación entre los ingresos de padres e hijos ha aumentado en décadas recientes. En el Estados Unidos moderno, parece muy probable que uno se quede en la clase económica y social en la que nació.

Business Week atribuye este hecho a la Wal-Martización de la economía: la proliferación de empleos de bajo salario y nulas oportunidades de ascenso, y a la desaparición de trabajos que brindan entrada a la clase media. De seguro eso es parte de la explicación, pero la política pública es un factor de peso y, si la tendencia persiste, lo será aún más en el futuro.

Expliquémoslo así: supongamos que al lector le gustara en realidad la sociedad de castas y buscara maneras de utilizar su control del gobierno para fortalecer las ventajas de los ricos sobre los pobres. ¿Qué haría?

Algo que haría en definitiva sería librarse del impuesto sobre las riquezas, de forma que las grandes fortunas pudieran heredarse a la próxima generación. En términos más amplios, buscaría reducir las tasas impositivas tanto sobre las ganancias corporativas como sobre ingresos no devengados, tales como dividendos y rendimientos del capital, de modo que a los poseedores de grandes riquezas acumuladas o heredadas les resultara fácil acumular aún más. También intentaría crear paraísos fiscales que fueran útiles sobre todo para los adinerados. Y, de manera aún más amplia, trataría de reducir las tasas impositivas de las personas de ingresos altos, trasladando la carga al impuesto sobre ingresos por nómina y otras fuentes de ingreso que afectan sobre todo a quienes ganan menos.

Entre tanto, por el lado del gasto, haría recortes en la atención a la salud para los pobres, en la calidad de la educación pública y en la ayuda del Estado a la educación superior. Con eso se haría más difícil que personas de bajos ingresos remontaran sus dificultades y lograran adquirir la educación esencial para moverse hacia arriba en la economía moderna.

Y, nada más para taponar tantos caminos hacia la movilidad ascendente como fuera posible, haría todo lo que estuviera a su alcance por socavar el poder de los sindicatos, y privatizaría funciones gubernamentales para poder sustituir servidores civiles bien pagados con empleados privados mal pagados.

Suena familiar, ¿no?

¿Adónde nos lleva todo esto? Thomas Piketty, cuya colaboración con Saez ha transformado nuestra comprensión de la distribución del ingreso, advierte que las políticas actuales crearán a la larga "una clase de rentistas en Estados Unidos, con el resultado de que un grupo de niños ricos, pero carentes de talento, controlarán vastos segmentos de la economía del país, en tanto los niños talentosos, pero pobres, sencillamente no podrán competir".

Si tiene razón -y me temo que la tiene- todos acabaremos padeciendo no sólo por la injusticia, sino también por un enorme desperdicio de potencial humano.

Adiós, Horatio Alger . Y adiós, sueño americano.

(*) Escritor estadounidense (1832-1898), cuyas novelas sobre personas pobres que a base de tesón alcanzan la riqueza contribuyeron a difundir el mito del sueño americano. (N. del T.)
© The Nation
Traducción para La Jornada: Jorge Anaya